¿En serio 22 dólares? ¿61.600 pesitos por visitar la Gran Muralla China y las Tumbas de los Emperadores de la Dinastía Ming, en China, con transporte ida y regreso desde el hotel y almuerzo incluído? Qué ofertón, diría un meme que suele circular en redes.
Porque viaje a China sin visita a la muralla no es viaje a China. De hecho, esa fue la máxima que teníamos un grupo de siete periodistas latinoamericanos que estábamos en el gigante de oriente para el cubrimiento del 19 congreso del Partido Comunista Chino. Ver de cerca una de las maravillas del mundo moderno y, de ser posible, subir uno de sus tramos a pie para cumplir la máxima de Mao Tse Tung: “Si nos has subido a la gran muralla no eres un hombre de verdad”.
El tramo más fácil de visitar, y también el más famoso, es Badaling, a 70 kilómetros al noroccidente de Beijing. Su encanto radica en que, gracias a su ubicación sobre las montañas, permite vistas impresionantes de la estructura serpenteando a lo lejos.
Pero además, se trata del tramo mejor conservado de la estructura. Gracias a la decisión de abrirlo al público en 1957, ha sido sometida a un constante y cuidadoso proceso de restauración en los dos sentidos en los que se puede recorrer: hacia el norte o hacia el sur. En ambos casos, el panorama es sobrecogedor por lo bello.
A ese magnífico panorama nos enfrentábamos y a muy buen precio.Y una de las cosas interesantes del turismo chino, es que cumple lo que promete. Eso sí, esperan reciprocidad, es decir que tú cumplas lo que prometes. Y ahí, el lado latinoamericano flaqueó. En principio, el precio fue para siete viajeros sudacas. Pero un minuto antes de salir, tres, literalmente, ‘se bajaron del bus’.
Yo-yo, nuestra guía, ante la eventualidad, hizo ‘rostro zen’. Es decir, se mantuvo en su lugar de forma muy paciente. Y pese a todo, arrancamos el viaje en una cómoda buseta acompañados por otros 10 viajeros entre los que había judíos, norteamericanos, argentinos y dos chinos.

De las 13 tumbas de los emperadores, sólo una está abierta para el público.
Rafael Quintero Cerón/EL TIEMPO
La primera parada es a 44 kilómetros del casco urbano Beijing. Enclavadas en las montañas Thiangshow, en el distrito de Champing, que pertenece a la capital china, están las tumbas de los emperadores de la Dinastía Ming.
Es el complejo de tumbas más grande del mundo, o por lo menos, el que más emperadores alberga. Son en total 13, acompañados por siete concubinas y un eunuco. Todos pertenecientes a la dinastía que reinó en el país entre los años 1366- 1644.
Esta dinastía fue poderosa y próspera. En ella se estableció Beijing como la capital del país y se hicieron grandes viajes por mar hasta diversos países del Asia Suroriental, el Golfo Pérsico, las islas Maldivas, Somalia y Kenia, por lo que floreció el comercio internacional. Igualmente, fue esta dinastía la que unificó las diversas murallas de protección de varias provincias del país, para dar origen a la Gran Muralla como se conoce actualmente.
La imponente construcción que nos recibe incluye un palacio en que se pueden apreciar los vestidos y tesoros rescatados de la tumba del emperador Chengzu, que por fortuna no fue saqueada. De hecho, es la única que por ahora está abierta al público. Más arriba está el sepulcro, una edificación con el nombre del emperador tallado en piedra y detrás, el monte en el que está realmente sepultado el hombre que era considerado el centro del mundo.
Pero la parte más sobrecogedora, es también la más sencilla. Se trata de una puerta de color café, adornada por un techo de vivos colores azules y verdes. Arriba, a cada lado, dos dragones bebés, con la boca cerrada, la custodian. Es el portal que divide la tierra del cielo. Por ahí pasaba el ataúd del emperador. Y quienes lo cargaban, lo pagaban con su vida.

El portal que divide el cielo y la tierra. Quienes portaban el ataúd del emperador también debían morir.
Rafael Quintero Cerón/EL TIEMPO
Al cruzar esa puerta, señala la tradición, se deja el mundo terrenal y se pasa al celestial. Por ello, al regresar, es clave que los guardianes del portal lo sepan. Entonces, el visitante debe sacudirse el cuerpo y poner un pie al otro lado (hombres el izquierdo, mujeres el derecho) y gritar “¡estoy regresando!” lo más fuerte que se pueda. Y mejor seguir las instrucciones, uno nunca sabe.
Jade para turistasLa siguiente parada fue el Museo del Jade, el mineral insignia de la cultura china y del que estaban hechos los ornamentos más lujosos de los emperadores. De hecho, los precios de este lugar sólo podían ser pagados por un emperador, o por un turista norteamericano. Salvo la enorme exposición de costosa mercancía no había mucho para destacar en la visita.
O bueno, sí. Una de las cosas sorprendentes de China es que sus lugares turísticos viven repletos, pero no de extranjeros, sino de personas locales. De ciudadanos orgullosos de su legado, que disfrutan y viven sus ciudades y su país. En este museo era todo lo contrario. Parecía una tienda de Miami. Sólo occidentales extranjeros dando rienda suelta a su consumo.
Una de las cosas sorprendentes de China es que sus lugares turísticos viven repletos, pero no de extranjeros, sino de personas locales.
A esta altura, notamos a nuestra guía un tanto ‘huraña’ o ‘nerviosa’, por no decir molesta. Y no es para menos. Tres ausencias significaban una buena pérdida económica. Pese a eso, se mantuvo en las condiciones. Eso sí se apresuró a cobrar el costo del tour a los viajeros latinos y recordarles, no muy amablemente, que debíamos comprar algo de Jade. “¿O es que no piensan llevarle nada a la familia?”, dijo en un inglés golpeado, como de sargento.
Luego, nos recordó que al costo debía sumarse los 140 yuanes (21 dólares) del teleférico para subir la muralla. Pero los latinos queríamos escalar. Subir, hacernos hombres, como dijo Mao. La frialdad de la guía se convirtió en molestia.
“Ustedes verán, pero se van a perder todo, no verán nada, se cansarán”, dijo en un ingles rápido y se retiró. Sudacas estos que además de no traer completo al grupo prometido, resultaron tacaños, pareció decir con su gesto.

Escalar la Gran Muralla, en este sector, toma unas dos horas y media.
Rafael Quintero Cerón/EL TIEMPO
Luego de un muy buen almuerzo, servido en el mismo Museo del Jade, nuestra nerviosa guía nos apresuró a salir. Ahora sí, rumbo a la Muralla. No sin antes hacer algunas advertencias miedosas: “Acá decimos que no debemos gastar la energía llegando a la Muralla, sino en la Muralla. Por eso se paga el teleférico. Porque la caminata es cansadora y peligrosa. Hay gente que se ha caído y muerto al instante. Hay gente que se ha perdido durante semanas por dar una vuelta equivocada. Pagar el teleférico es disfrutar la Muralla. De lo contrario, no verán nada. Solo el piso”.
El discurso, evidentemente, estaba destinado a atemorizar a los tacaños latinos. Pero fuimos invencibles. Había que caminar el muro. El teleférico está muy bien para turistas entrados en años y en carnes, pero no para estos ‘atléticos’ suramericanos. Y por eso, nuestra guía nos dejó al garete. “Compren entradas, me las dan al terminar y les reembolso. En el bus a las 2:10. No los esperamos", dijo antes de irse, dichosa, con los gringos del teleférico.

La Gran Muralla es considerada una de las siete maravillas del mundo.
Rafael Quintero Cerón/EL TIEMPO
El ingreso a la gran muralla es, como cualquier atracción turística, un minimercado. Abundan las tiendas de recordatorios a precio turista y la camisetas con la leyenda “yo caminé la Gran Muralla”. La real entrada, el comienzo del camino está casi oculto. Hay que ir a través de una estrecha callecita que luego deriva en unas escaleras donde escoges tu destino. Norte o sur.
Elegimos sur. Y empezamos a subir. El impacto es tremendo. Unos pocos escalones y aparece la serpiente gigante. Esa especie de columna vertebral que serpentea hacia el infinito en un monte que, gracias al otoño, se mueve en tonalidades cafés, doradas y verdes oscuro.

Badaling es la zona más turística de la Muralla. Otras zonas de la construcción están deterioradas y reciben menos público.
Rafael Quintero Cerón/EL TIEMPO
Las escaleras, de piedra irregular, son un reto al escalarlas. No es difícil tropezar. Incluso, hay algunos sectores que muchos llaman ‘rodaderos’. Es mejor recorrerlos despacio y con cuidado. Además, es bueno tomar aire de tanto en tanto, para disfrutar la vista. Para grabársela en la retina y que no se borre jamás.
En medio del ahogo, de los jadeos y del cansancio era un placer ver subir, como atletas, a niños de menos de 8 años y a ancianos que quizá bordeaban los 70. Sin quejarse, sin detenerse. Con la mirada en su objetivo, avanzaban con una facilidad que avergonzaba al grupo suramericano. Voluntad de hierro para alcanzar la cima en un ejercicio de dos horas y medias en ascenso.
El descenso es también complicado. Hay que forzar las piernas e inclinar el cuerpo hacia atrás para evitar un desequilibrio o un resbalón. Pero vale la pena. No tanto la foto en la cima, como el esfuerzo. Se siente un orgullo interesante. Quizá, en realidad, faltaba ese paso para ‘madurar’ del todo, como lo plantea Mao. Sólo el tiempo lo dirá.
RAFAEL QUINTERO CERÓN
Eltiempo.com
China*
Por invitación de la cancillería de China
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