Un paraíso natural y un sitio sagrado. Eso es Matarredonda, un parque ecológico en el que se puede respirar aire puro y desconectarse del estrés capitalino, muy cerca del centro de Bogotá. Un ecosistema de páramo ubicado entre la localidad bogotana de Santa Fe y el municipio vecino de Choachí (Cundinamaca).
Llegué a este lugar junto con mis compañeros del curso de periodismo de viajes que ofrece la Escuela de Periodismo Multimedia de EL TIEMPO. Es sábado y la mañana está muy fría.
Matarredonda queda, en promedio –dependiendo del tráfico-, a 30 minutos del centro de Bogotá, hacía el sur de la ciudad. Por el camino hay un parador muy visitado, sobre todo por ciclistas: El Marquez del Once. Allí se puede degustar una energética y reparadora aguadepanela con queso, ricas arepas o envueltos calientes, y otras delicias típicas.
Ya en el Parque Natural de Mataredonda se llega al lugar donde se compra la entrada y a la vez prestan el servicio de restaurante. Allí se puede desayunar o almorzar platos típicos a muy buenos precios. La entrada al parque cuesta $8.000 ocho mil pesos por persona. Si se requiere de guía –que es la opción más recomendada para conocer más sobre el destino- hay que pagar un costo adicional y lo más recomendable es solicitar el servicio antes de viajar. Sin embargo, hay senderos delineados que los visitantes pueden recorrer por cuenta propia.
María Alejandra Florez, administradora ambiental, es la guía asignada para nuestro grupo. Hace frío, pero vamos bien abrigados. El objetivo final será conocer la laguna Teusacá, ubicada dentro del páramo del Verjón.
Matarredonda, el nombre de la reserva, hace alusión a un tuno esmeraldo (miconia squamulosa), un arbusto endémico de los Andes que servía de punto de referencia para ubicar la casa de la abuela Gabriela, de la familia Sabogal; un punto de encuentro de los lugareños de la época, hace más de un siglo. Aunque ya no existe el árbol, la toponimia prevalece.
La familia Sabogal es dueña de esos terrenos que en otras épocas fueron dedicados a actividades convencionales de agricultura y ganadería, y que ahora son escenario de actividades ecoturísticas que propenden por la sostenibilidad del sistema de páramo.
Después de una rutina corta de calentamiento dirigida por nuestra guía, entre las ráfagas del viento frío que arrecia y las nubes que desfilan coquetas intimidando al sol que no decide acompañarnos aún, inicia el recorrido por un camino real tapizado en piedras que sobrevive por trayectos. Data de la conquista española y comunicaba a los Llanos Orientales con el centro de Bogotá. Esas piedras centenarias fueron una importante ruta de intercambio comercial.
A lado y lado del camino, entre el paisaje de páramo, se confunden las formaciones rocosas con las puyas, plantas bromeliáceas que semejan centinelas altos y esbeltos; su fibroso y jugoso interior era codiciado por los osos de anteojos, que ya no habitan el lugar, según nos lo cuenta María Alejandra.
Y empiezan a aparecer los frailejones, algunos centenarios, que iluminan el camino con su brillante reflejo. Los líquenes colorean las piedras de hermosos tonos rojizos; otros, cuelgan de algunas plantas. Algunas orugas cruzan con su habitual parsimonia por las piedras del camino; una que otra mariposa se revela. Se sabe que hay muchos pájaros, pero no se dejan ver.
María Alejandra se detiene para hablarnos sobre una hermosa planta que nos llama la atención. La conocen como ‘estrella’, ‘quiche de agua’ o ‘flor de harina’ (Paepalanthus alpinus o Paepalanthus columbiensis), que parece un hermoso repollo florecido. Cuenta la guía que tiene propiedades para curar enfermedades del sistema reproductivo femenino, según el conocimiento ancestral. A quien la acaricia con cuidado le regala una sustancia fresca y ligeramente viscosa que sirve como protector solar. Un verdadero descubrimiento.
Casi sin darnos cuenta, los pasos nos llevan a una de las lagunas sagradas de los muiscas: Teusacá. Han pasado unos 50 minutos de una caminata de exigencia media, en un camino con leves inclinaciones y muchas veces resbaloso. Por eso hay que llevar unos buenos tenis o botas con agarre. La laguna nos recibe con sus aguas verde esmeralda y ondeantes con el viento; con la neblina corriendo por las montañas circundantes y el cielo reflejándose en pequeños claros azules.
Llegó el momento de hacer una pausa, de disfrutar del paisaje y de la aparición súbita de un rayito de sol; de la tregua que nos dio el viento que ha soplado duro toda la mañana.
Con el ánimo renovado después de la experiencia, volvimos por el mismo sendero de piedras centenarias hasta llegar nuevamente a la entrada. Es el momento para degustar de un calientito ajiaco santafereño que nos esperaba con arroz y aguacate, y una refrescante limonada.
De regreso nos topamos con otros grupos que iban en dirección hacia la laguna o hacia otros senderos dispuestos en Mataredonda, como la ‘Cascada de la Abuela’, que por tiempo no alcanzamos a visitar.
Lo que más me gustó –además de la tranquilidad de este paraíso natural y sagrado- es que es un establecimiento amigable con las mascotas. Los perros pueden ingresar al parque, bajo la tutela de sus dueños; eso sí, deben recoger las excretas y recomiendan llevarlos con collar para evitar incidentes con otros visitantes o perros de la zona.
Así que si están en Bogotá y quieren una escapada a un rincón natural, sin ir muy lejos, vayan a Matarredonda.
Horario: todos los días, de 8:00 a.m. a 4:00 p.m.
Precios: 8.000 pesos colombianos.
Hay opción de camping, desde 12.000 pesos por persona.
Más información en el teléfono 3178657320 o en el correo: vjmatarredonda@gmail.com
RUBY JEANETTE GRANADOS MEDINA
EL TIEMPO
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