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Viajar

El Cairo, amor a segunda vista

Vista de las mezquitas del sultán Hasán y al Rifai, en El Cairo.

Vista de las mezquitas del sultán Hasán y al Rifai, en El Cairo.

Foto:123rf

Historia sobre cómo una ciudad caótica puede convertirse en un hogar fascinante.

Al bajarme del avión en El Cairo creí que había cometido un error. Apenas abrieron las puertas sentí el calor de 40 grados en la cara. Oí a los guardias del aeropuerto internacional de El Cairo dar instrucciones en árabe para dirigirnos hacia inmigración por pasillos que parecían abandonados. Las únicas personas que estaban alrededor eran los extranjeros que venían conmigo en el vuelo desde Inglaterra. Nos miramos como si estuviéramos perdidos. Esta era mi bienvenida al mundo egipcio.
Era septiembre, y el pico del verano ya se había acabado. Sin embargo, la temperatura llegaba a 40 grados en el día y 25 en la noche. “Hubieras visto el mes pasado. Llegamos casi a 50 grados”, decían. Para mí, un lugar en donde estuviera sudando durante la noche ya era extremo. Pero enseguida me di cuenta de que el calor le da vida a El Cairo.
Primero me enamoré del desierto. Al principio me pareció vacío y aburrido, pues mi niñez estuvo llena de bosque tropical, flores coloridas, insectos, ranas, el olor de humedad, lluvia y pasto, el zumbido de los zancudos y el sonido de las chicharras y grillos en las noches. En el desierto no hay nada de esto. No hay flores, no hay árboles. Estás tú y están las estrellas. Pero hay tranquilidad, silencio, tiempo para pensar, para ver la Vía Láctea, las estrellas fugaces, para escuchar el viento llevándose la arena. ¿Cuándo es posible en la vida estar en total silencio? Solo en el desierto. No es casual que las tres religiones monoteístas más grandes del mundo –cristianismo, judaísmo e islam– hayan nacido allí.
Egipto es un país mayoritariamente musulmán, lo cual preocupaba a mi familia y amigos. ¿Cómo se me ocurría a mí, una mujer liberal, habladora, peleona, vivir en un país musulmán? Sabía que Egipto es uno de los países musulmanes más liberales y que no iba a tener que ponerme un velo, pero igual era un cambio con respecto a mi vida en Inglaterra. Solo al llegar noté que la mayoría de las mujeres se cubren el pelo con velos negros o de colores, pero eso no influye en su carácter recio y su sentido del humor. Ellas, como todos, saben que hay que ser fuertes para sobrevivir en el desierto.
Interior de la mezquita del palacio del príncipe Mohamed Alí Tewfik, con techo de oro y madera.

Interior de la mezquita del palacio del príncipe Mohamed Alí Tewfik, con techo de oro y madera.

Foto:123rf

Una mezcla cultural

Algo para lo cual no estaba preparada y que me llenaba de emoción a diario era el llamado a rezar. A las 5 de la mañana de cada día, dentro de cada mezquita de Egipto, un hombre se prepara para llamar al primer rezo del día. Voces únicas cantan las primeras líneas del Corán. Esto se repite a las 9 a. m., a las 12 del día, a las 3 p. m. y al atardecer. Desde la torre más alta de El Cairo puede verse y oírse cómo, en el momento en que cae el sol, en las mezquitas empiezan a cantar para dar la bienvenida a la noche con sus aceleres.
El Cairo se mezcla con la ciudad de Giza y otras pequeñas, que han sido absorbidas por el Gran Cairo, creando una metrópolis de 20 millones de personas, repartidas en 1.709 kilómetros cuadrados. Las calles están llenas de vendedores ambulantes, carros de frutas y verduras, pitos desesperados, peatones que cruzan afanados en cualquier punto de la calle y gatos callejeros que maúllan pidiendo comida. Es un verdadero caos. Caminar por esas calles desconocidas, sin embargo, era mi mejor plan. A pesar del tumulto, del calor y del ruido, nunca me sentí insegura. Siempre me encontraba sonrisas e indicaciones en árabe mezclado con inglés que me ayudaban a llegar a mi destino. Todos se daban cuenta de que era extranjera y se esforzaban por darme una buena impresión de su país.
El Cairo te lleva al límite de tu paciencia con su tráfico caótico y ritmo acelerado, pero luego te guía por las aguas del Nilo para que te maravilles con su grandeza y su calma. El Cairo te hace llorar porque sientes que, con su ritmo acelerado, te traga y no te da tiempo para luchar, pero te da inmensa felicidad con sus sabores, su música y su gente. Es una ciudad de paradojas, de incertidumbres, de retos. Te hace sentir pequeño, pero al terminar el día te sientes grande por haberla conquistado.
Miles de años confluyen en El Cairo. Las pirámides, casi intactas desde hace 4.500 años, observan cómo la ciudad se traga de a poco el desierto y las alcanza, mientras la esfinge posa su atención sobre los altos minaretes que se alzan por encima de los edificios.
Las calles del barrio islámico conviven en calma con los turistas que toman fotos de sus paredes de piedra, decoradas con caligrafía árabe que fue tallada hace mil años. Y el centro de El Cairo recuerda los bulevares de París: edificios con techos altos, pequeños balcones y altas columnas que evidencian el pasado colonial.
Bazar el Khalili, en el antiguo El Cairo.

Bazar el Khalili, en el antiguo El Cairo.

Foto:123rf

El gran imperio egipcio ha sido invadido por romanos, otomanos, franceses e ingleses, que han dejado sus huellas en el lenguaje. Pero, a pesar de la mezcla de influencias, Egipto mantiene con fuerza su esencia, su comida, alguna con raíces en tradiciones faraónicas; los sonidos del laúd y de los tambores árabes y la creencia arraigada de que su país es la cuna de la civilización, la madre de la humanidad. Pareciera como si Egipto no se hubiera dejado descrestar por el individualismo desmedido que caracteriza a la sociedad occidental moderna, en El Cairo siempre hay tiempo para tomarte un té y fumar una shisha con amigos; siempre hay una excusa para salir y aventurarse en el caos de la ciudad.
Estas emociones extremas –calor, arena, gritos en árabe, caligrafía desconocida, olor a pimienta, comino y karkade– crean un mundo lleno de personajes y lugares ávidos de ser explorados. El Cairo islámico era sin duda mi lugar favorito.

Una anécdota y un adiós

No hables nunca con los vendedores de Khan el Khalili” era lo que siempre me decían, pero si uno no habla, ¿cómo va a conocer? Una tarde, después de tomarme un té, me encontré con un señor que quería venderme unas telas; le dije que no quería comprar y que era de Colombia. Abrió los ojos y dijo: “¿Colombia? ¡Mi mejor amigo es de Colombia!”. Me ofreció un tour gratis por los mercados de la zona, “sin compromiso”. Lo seguí por pequeñas calles sin turistas, hasta que llegamos a una plaza de mercado con patos y pollos en jaulas, verduras de todos los tamaños y una gran sección de pescados. El vendedor de pescados se acercó a explicarme que sus pescados eran los más frescos de El Cairo. Para probarlo me lanzó uno a los pies diciendo: “Mira, todavía se mueve”, mientras mi guía se moría de la risa y yo saltaba sin parar. También me mostró donde hacían conciertos semanales de Tanoura, una danza sufi (una rama espiritual del islam) que es un tipo de meditación activa en la cual los bailarines, con faldas redondas de colores, giran rápidamente sin parar al ritmo de tambores, concentrándose en hallar la perfección. Explorando esos lugares encontré el contraste perfecto entre la quietud del desierto y el movimiento desmedido de la ciudad.
Después de seis meses, que parecieron seis años, me despedí de Egipto, pero no porque quise, porque la vida te lleva a donde tienes que estar y no a donde quieres ir. Ha pasado un tiempo, y pienso en las calles de El Cairo todos los días, en sus olores, en los porteros sonriendo y riéndose de mi acento y en mis amigos; amigos para la vida que me abrieron sus brazos, y en seis meses nos convertimos en familia.
Llegué a Egipto con incertidumbre, con miedo a lo desconocido, y me fui con la certeza de que si puedo conquistar Egipto, puedo conquistarlo todo.
NAIRA BONILLA
PARA EL TIEMPO
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