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Mujeres

Luz Amorocho Carreño, la decana de las arquitectas colombianas

Luz Amorocho, recordada por su controversial pero inspiradora carrera, se pensionó al entregar el libro sobre la historia arquitectónica de la Universidad Nacional.

Luz Amorocho, recordada por su controversial pero inspiradora carrera, se pensionó al entregar el libro sobre la historia arquitectónica de la Universidad Nacional.

Foto:Archivo de Lukas Maldonado

La única mujer de la reputada promoción de arquitectos graduados en la Universidad Nacional en 1945.

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“Le diseñó y construyó una casa muy bella a mi tía Pepa, en el barrio San Antonio, en el extremo norte de Bogotá, por la calle 180, hace muchos años, y diseñó la mía en Subachoque”, cuenta con gran orgullo el ingeniero eléctrico Ernesto Lleras, uno de sus amigos más cercanos.
“La conocí cuando era la novia de mi tío Miguel, yo era muy pequeño y, como ella era una joven querendona con los niños, conectó conmigo muy rápido. Me llevaba al circo, al cine, jugábamos y hablábamos de todo. Cuando regresé de estudiar en Estados Unidos retomamos la amistad, la charla y ahí, a pesar de que ella me llevaba como veinte años, nos volvimos inseparables. Era inteligente, risueña, casi siempre, aunque al mismo tiempo de mucho temple, fuerte, apasionada defensora de sus ideas con argumentos contundentes. Siempre teatral”.
Ese aspecto histriónico de su personalidad le quedó adherido a su piel desde los lejanos años sesenta, cuando con los también arquitectos Rafael Maldonado y Santiago García, en la Casa de la Cultura del barrio La Candelaria, montaron varias obras de teatro exitosas.
Época que nunca añoró porque incorporó la teatralidad a su personalidad y no había reunión o encuentro social en el que no fuera el centro. Imitaba a Edith Piaf. Por su estatura y buena voz, le salían muy bien esas actuaciones, repiten sus amigas.
Parodiaba también todo tipo de personajes y tocaba dulzaina y piano. Siempre, eso sí, en plan de artista.

Su ciudad

Muy joven llegó a Bogotá con sus padres y hermanos procedente del Socorro, Santander, y se hizo bogotana de tiempo completo. No solo la recorrió palmo a palmo, sino que la amó y la hizo su ciudad. Sus padres tuvieron una fábrica de muebles de mimbre que pasearon por distintos sectores: desde el centro hasta Chapinero. Su zona preferida fue la que conforman los barrios San Diego, La Macarena, Bosque Izquierdo, La Perseverancia y, cómo no, el sector denominado la ‘colina de la deshonra’.
Conoció este sector a raíz del primer trabajo que tuvo cuando Ana Restrepo del Corral, directora de la Escuela Secundaria de Cultura Femenina de Cundinamarca, hoy Universidad Mayor de Cundinamarca, le ofreció el cargo de directora del programa de Delineantes de Arquitectura. Aceptó. Solo estuvo ahí un par de años, tiempo suficiente para comenzar su relación de amor con un barrio que abría con precaución las puertas de sus edificios y casas a artistas, fotógrafos, escritores, periodistas y arquitectos recién graduados como ella.
Con Enrique García, José Angulo y Carlos Martínez escribió para la revista ProA Arquitectura en 1946 el artículo ‘Bogotá puede ser una ciudad moderna’, que no solo impactó por sus novedosos planteamientos urbanísticos, sino por llevarla a ella como una de sus autoras. Lo que era para ella muy normal, porque durante cinco años compartió salón de clase y trabajó hombro a hombro con estudiantes hombres, no lo fue para la sociedad bogotana ni para un gremio muy masculino, reticente a la presencia femenina. Y que sigue sin acostumbrarse del todo.
Hace cuatro años, la Sociedad Colombiana de Arquitectos organizó un debate para oír las voces de sus profesionales en diferentes ciudades del país respecto a cómo se sentían en el gremio. Hubo consenso en que en esta profesión más que en otras se notaba el machismo.
Olga Inés Jaramillo, de la SCA de Pasto, por ejemplo, se expresó así: “A veces, la mujer se ha visto marginada en el campo de trabajo porque estamos en un país dominado por el hombre y se deja a un lado el trabajo de la mujer arquitecta. Tanto entre colegas como entre el personal de obra, hay cierto rechazo porque no quieren que seamos las mujeres quienes los dirijamos y tomemos las decisiones”.
Luz Amorocho Carreño solo se sintió discriminada en una oportunidad, y no lo calló.

Señorita arquitecta

Después de su paso por la enseñanza entró al Departamento de Arquitectura del Ministerio de Obras Públicas y fue designada como una de las profesionales que reconstruyeron el puerto de Tumaco, devastado por un incendio en 1947. Durante dos años se hundió en sus calles sin pavimentar y en jornadas de sol a sol, pero culminó con satisfacción su tarea, en la que la secundó uno de sus excompañeros, Fernando ‘Chuli’ Martínez.
Regresó a Bogotá a trabajar en la firma de ingeniería y construcción más importante del país: Cuéllar, Serrano y Gómez. Sin embargo, en muchas oportunidades se oyeron sus quejas porque los dueños de la firma Gabriel Serrano y Gabriel Largacha eran quienes diseñaban y los arquitectos, como ella, solo dibujaban. Además, como se trataba de una firma muy conservadora, su soltería y ser la única profesional mujer le deparó situaciones de convivencia poco agradables. En varias entrevistas repitió que en esos años vivió como si fuera un pescado que hubieran metido en un frasco de alcohol.
Y aunque sus compañeros la arropaban, como había pasado en la facultad, en donde estudió con quienes al pasar los años serían la élite de la arquitectura nacional: Hernán Vieco, Eduardo Ramírez Villamizar, Dicken Castro, Fernando ‘Chuli’ Martínez, Guillermo Bermúdez y Pablo Lanzetta, entre otros, no fue esa su mejor experiencia laboral, no obstante haber contribuido a la construcción de edificios icónicos como los del Hotel Tequendama o el del Jockey Club.
Por este ambiente y por la imposibilidad de crear, tomó una decisión radical. Renunció y se fue a vivir a París. Ya eran los años sesenta. Ya tenía, también, grandes amigos y vecinos como Hernán Díaz y su compañero Rafael Moore, o el pintor Enrique Grau, así como otros artistas que vivían en los edificios de la ‘colina de la deshonra’ y ellos la animaron a alzar el vuelo.
En París trabajó con la arquitecta Nicole Somolet, en una época de la que se sabe poco, salvo que fue feliz y que, además de dar rienda suelta a su creatividad, visitó los teatros que aplaudieron a la Piaf y se regodeó con las construcciones de una de las ciudades europeas mejor equipadas en mobiliario urbano.

Su campus

A su regreso entró a trabajar a la Universidad Nacional como jefa de su planta física. Ahí permaneció por una docena de años. Prolongó la estadía entre esos edificios, 17 de los cuales están considerados de conservación, y se propuso hacer un censo de esas construcciones emblemáticas, que en ese entonces vivían sus años dorados, no como ahora, cuando muchos se están cayendo ladrillo a ladrillo.
Amorocho conoció la ciudad no blanca sino verde, en los años treinta, de la mano de su padre, que la llevaba a caminar por aquellos potreros y le decía: “Aquí estudiarás tu carrera de arquitectura”.
La memoria histórica de las distintas edificaciones que levantó la dejó consignada en un completo y documentado libro, que editó ProA y que se conoce como Universidad Nacional: planta física 1867-1982.
Amorocho, en su trabajo en la Nacional, estuvo al lado de colegas como la recordada y reconocida Eugenia Mantilla de Cardoso, la arquitecta que diseñó el auditorio León de Greiff, el cual, además de ser considerado uno de los escenarios artísticos más bellos, cómodos y con mejor acústica, costó tan solo 14 millones de pesos. Eugenia se hizo acreedora en 1971 al Premio Nacional de Arquitectura, galardón que solo ha ganado otra arquitecta, la maestra Silvia Arango, en 1992, por la publicación del importante libro Historia de la arquitectura en Colombia.

Retirada feliz

Luz Amorocho Carreño se pensionó y siguió derrochando sus dotes para la buena vida. Viajaba a menudo, se reunía con distintos grupos: el de sus excompañeras de trabajo de la Nacional, otro de oyentes de música y óperas; uno más de lectoras y se especializó en recorrer largos trayectos desde el centro hasta el norte de la ciudad haciendo compras grandes y pequeñas en sus Jeep y últimamente en un Suzuki, como contó su amiga, la también arquitecta Beatriz Vásquez, quien se reunía con ella por lo menos una vez al mes y a quien, a sus 94 años, tres antes de morir, le confesó que dejaría de manejar porque una mañana, viniendo del profundo norte, cuando subía por la calle 34 con carrera 7.ª, se había quedado en blanco y había tenido que estacionar el carro, respirar profundo y, como si se tratara de un caballo, le había pedido que la llevara hasta su casa sin demora ni pérdida.
En sus años de pensionada construyó el edificio Persépolis en el barrio de San Diego y remodeló la casa de su empleada Clara Cárdenas. Hizo el tercer piso de su casa en el barrio La Victoria, arriba del 20 de Julio, diciéndole que esa era su herencia por haberla acompañado 27 años trabajando y siendo un poco cómplice y amiga. Clara la recuerda como una mujer disciplinada, alegre, pero siempre exigente y estricta, con la que en los últimos años almorzaba en los restaurantes del barrio.
El cineasta y escritor Lukas Maldonado, residenciado en España, está recolectando material para hacer una película o un libro sobre Luz Amorocho, tan amiga de sus padres, sobre todo de su padre y a quien conoció desde que nació. Para Lukas, el legado de Luz va más allá de las edificaciones que concibió, de la decena de artículos que firmó con otros colegas o de su libro censo de la Ciudad Blanca, llega a esas personas sobre las que ejerció influencia, como él, su hermano y tantas y tantos jóvenes a quienes transmitió el sentido del trabajo y la independencia como normas de vida. “Luz repetía –cuenta Lukas– que los estudiantes aprenden tanto en el salón de clases como en las charlas de cafetería y por eso ella abogaba por espacios sociales agradables en el interior de la universidad”.
Por esto es que pareciera ser un dato anecdótico el que haya sido la primera mujer arquitecta del país, graduada en la Universidad Nacional, en 1945, con las mejores notas entre sus diez compañeros, con los que compartió pupitre y vida. Nunca dejaron de ser sus amigos. Desde 1937 hubo mujeres matriculadas en la Facultad de Arquitectura, pero desertaban, sin que se sepa el motivo o la razón, al año o a los dos años.
Que Luz Amorocho Carreño haya culminado la carrera en esos lejanos años cuarenta permitió que muchas mujeres la siguieran sin desmayar en el intento, y que hoy sean decenas las arquitectas que mandan, orientan e imponen sus ideas en distintos proyectos, así haya señores que frunzan el ceño o se sientan un tanto ofendidos.
MYRIAM BAUTISTA
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