Desarrollo. Eso fue lo primero que pensó Milena Flórez cuando supo que en su territorio se construiría la represa de Hidroituango, la hidroeléctrica más ambiciosa de Colombia, que aspira a producir el doble de vatios que cualquier otra presa en el país. Milena creía que eso significaba que por fin tendría luz en su casa en Alto de Chirí, una vereda del municipio de Briceño, norte de Antioquia. Pero no sabía lo que le esperaba, como cuando huyó por primera vez de la guerra.
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En Alto de Chirí, gran parte de los campesinos vivían de la agricultura, la pesca o la minería de oro artesanal, como explica María Adelaida Torres, en su tesis de maestría en Medio Ambiente y Desarrollo. El río era parte vital de la cultura de los ‘cañoneros’, quienes vivían en la parte media y baja del cañón del Cauca.
Con la llegada de Empresas Públicas de Medellín (EPM) al territorio, en el 2010, se prohibieron esas actividades. Muchos pobladores aseguran que la empresa los desplazó de sus territorios y los desalojó de sus casas.
“Luego de que los predios se adquirieron, algunos de ellos fueron invadidos por foráneos, desarrollando procesos ilegales de minería y estableciendo cambuches, en la mayoría de los casos, para obtener indemnizaciones que claramente no se aplicaban, pues no eran de la región o no ejercían la actividad productiva de acuerdo con nuestros censos e investigaciones”, dice Róbinson Miranda, director ambiental y social del proyecto Hidroituango, al explicar la razón de los desalojos.
Por otro lado, EPM comenzó las primeras obras para desviar el río Cauca y construir un proyecto que aspira a producir el 17 por ciento de la energía eléctrica de Colombia. Cerca de Chirí y de la casa de Milena hicieron un túnel para pasar la maquinaria y un puente para llegar al muro de la presa.

Proyecto Hidroituango en Antioquia.
Guillermo Ossa EL TIEMPO
“Empezaron a dañar los caminos, y con las perforaciones, la montaña empezó a ceder y las aguas se profundizaron. Las casas que son hechas de tapia se empezaron a abrir”, relata Milena. Desde ese momento empezó a vincularse con los reclamos.
Su primera acción fue sumarse a una marcha que hubo el 27 de agosto de 2012, en el Valle de Toledo, para protestar en contra de la represa. Cuatro años antes de esa movilización, ya habitantes de la zona habían unido fuerzas para crear Ríos Vivos en el norte de Antioquia, con el propósito de defender el territorio de los proyectos mineroenergéticos.
Pero en su casa no veían con buenos ojos que ella perteneciera al movimiento. Su esposo le decía que descuidaba el hogar por estar en la organización. Aunque ella continuó, reconoce que muchas mujeres dejaron Ríos Vivos por la presión de sus parejas, sus hijos o sus vecinos.
Hoy, paradójicamente, el rostro más visible de la asociación es una mujer: Isabel Cristina Zuleta, quien describe que Milena llegó a ser la vicepresidenta de la organización en 2019 por formular “preguntas claves”. “Es de esos liderazgos que se ocupan de lo cotidiano y lo llevan a lo político, y eso se gana los corazones”, dice Zuleta.(Le puede interesar: ¿Qué es la Alianza por los Páramos de la que habló Duque en la ONU?)

Los impactos ambientales del proyecto hidroeléctrico en el río Cauca. Bagre rayado muerto.
Ríos Vivos
A Milena le tocó enfrentar las intimidaciones de hombres encapuchados, armados y vestidos con los uniformes de la empresa de vigilancia privada que contrató EPM y que llegaban a los ríos a sacar a los barequeros y pescadores. Quienes se oponían al proyecto empezaron a recibir mensajes de texto con amenazas.
La situación escaló al punto que, en 2015, Milena prefirió abandonar Chirí y Playa Capitán. Un día, cuando estaba en su nueva casa, encontró un papel arrugado, tirado por debajo de la puerta junto con un cuchillo pintado de rojo. Milena pidió acompañamiento de la Unidad Nacional de Protección, y a cambio obtuvo un chaleco antibalas, un celular y las rondas ocasionales de la Policía por su casa.
En mayo de 2018 asesinaron a dos integrantes del movimiento y en junio saquearon la sede de Ríos Vivos para llevarse gran parte de la documentación que Milena y los otros líderes habían recopilado durante años en los procesos penales contra Hidroituango.
En una noche de agosto Milena ya no pudo más, empacó lo que pudo y, junto con sus dos hijos y un nuevo esposo, se desplazó una vez más hacia Medellín.
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Que cerraron las compuertas, que el río se secó, que muchos peces murieron. Milena supo de todo esto cuando estaba en Medellín, pues las amenazas persistían.
En el 2019 se presentó al Programa Catalán de Defensores y Defensoras de los Derechos Humanos, que la seleccionó, junto con otros dos líderes para ir a Barcelona. Los seis meses de exilio los dedicó al activismo.
Se reunió con la Generalitat catalana, fue a los ayuntamientos, gestionó reuniones con organizaciones internacionales de derechos humanos, con el Parlamento Europeo y con bancos que prestaron dinero a Hidroituango, como el BBVA. Su discurso no cambiaba, su objetivo era convencerlos de que no apoyaran la hidroeléctrica y denunciar lo que han vivido las comunidades en el territorio.
Por primera vez se sentía segura caminando por las calles. Sin embargo, todo el tiempo añoraba su Valle de Toledo. “Montañero no pega en pueblo”, dice. Y volvió. El 3 febrero de 2020, Milena y su familia ya estaban de vuelta en el cañón del Cauca, en su Valle de Toledo, justo antes de que la mayoría de los aeropuertos del mundo cerraran por la pandemia del covid-19.
Milena plantea que las amenazas disminuyeron durante la cuarentena y que por ahora está tranquila. Pero no sabe cuánto tiempo durará esa dicha.
Esta historia forma parte del especial ‘defensores ambientales: la violencia del desplazamiento de mongabay latam.
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