Hace un mes aproximadamente, el país conoció, por primera vez, un mapa que define la cancha de juego, el límite, donde el sector agropecuario podrá poner a andar la actividad económica agrícola, pecuaria, forestal, acuícola y pesquera sin restricciones legales que la prohíban.
Después de cinco años de trabajo entre los ministerios de Agricultura y Ambiente, se dieron a conocer las cifras: de los más de 114 millones de hectáreas (ha) que conforman el territorio nacional, el 35 por ciento –es decir, 40’075.960 ha– corresponden de ahora en adelante a la frontera agrícola de Colombia; el 42 por ciento, a bosques naturales que no se tocan; y el 23 por ciento restante, a ‘exclusiones legales’ como parques nacionales naturales, páramos o santuarios de fauna y flora que son para protección y conservación.
Hasta ahí todo muy bien. Colombia, por fin, sacó adelante un documento, de manera coordinada, que avanza en el cumplimiento del punto 1 de las negociaciones de paz en La Habana con el grupo guerrillero de las Farc e intenta abordar los desafíos alrededor del uso y tenencia del suelo, entendiendo que es el país más desigual de la región en cuanto a concentración de la tierra, según datos de Oxfam.
Sin embargo, luego de publicado el mapa, los ambientalistas rápidamente empezaron a hablar sobre las inconsistencias que tendría el documento. Sandra Vilardy, por ejemplo, Ph. D. en ecología y medioambiente, asegura que zonas como la depresión Momposina, humedales de Arauca y Casanare, y el Magdalena medio se verán afectados con esta delimitación.
“No hay por qué poner todo en blanco y negro, pero qué van a hacer en esas áreas donde la frontera agrícola se traslapa con humedales estratégicos para el país y cuál va a ser la técnica de cultivo especializada para cada uno de los 82 tipos de humedales que tiene Colombia, con el fin de garantizar su buena condición. Eso me preocupa”, le dijo a EL TIEMPO.
Teniendo en cuenta que el 26 por ciento del territorio continental e insular colombiano está conformado por humedales (30’781.149 ha), a Vilardy le inquieta que las actividades agrícolas pongan en riesgo la conectividad de los humedales y aumenten la vulnerabilidad de los mismos.
Frontera agrícola y humedales by Tatiana Pardo on Scribd
En uno de los capítulos del libro Colombia anfibia, del Instituto Alexander von Humboldt, se detalla cómo un país surcado por agua, alimentado y sostenido por ella, ha transformado la cobertura de sus humedales por actividades económicas como la ganadería (en más de 4’600.000 ha), agricultura (1’120.000 ha), deforestación (1’087.000 ha), quemas (170.555 ha), así como urbanización, desertificación, minería, infraestructura y plantaciones forestales, en menor medida.
Cerca del 24 % de las zonas que tienen características de humedal o que evidencian su existencia han sido transformadas
Y no solo es eso. La dependencia sobre estas áreas es tal que en ellas se encuentran el 42 por ciento del ganado, el 35 por ciento de las áreas de pasto, el 28 por ciento del arroz y se produce el 60 por ciento de la pesca que se consume a nivel nacional. De ahí la necesidad de ver los humedales de una manera integral, conectados.
Pero no todo dentro de la frontera agrícola tiene luz verde para usarse. El documento del Gobierno menciona que dentro de esta delimitación hay áreas condicionadas, entendidas como “aquellas donde las actividades agropecuarias pueden ser permitidas, restringidas o prohibidas de acuerdo con las condiciones impuestas por la ley o el reglamento”. En materia ambiental, los sitios Ramsar, reservas de la biósfera, manglares y áreas de interés para la conservación de aves, entre otros, estarían dentro de esta categoría. ¿Pero qué pasa con el resto de humedales que no están cobijados por esta figura internacional?
Según explica Felipe Fonseca, director de la Unidad de Planificación Rural Agropecuaria (Upra), quien lideró el tema de la frontera agrícola, en el interior de esta ya se ha identificado con cada gremio el potencial de los suelos para los distintos cultivos como cacao, maíz, palma, arroz, caucho y papa. Dentro de esta delimitación, dice, solo el 20 por ciento de los suelos son para cultivo, o sea 7’601.567 hectáreas.
“La ley tiene claramente definidas las restricciones en el desarrollo de actividades intensivas en los humedales, pero lastimosamente no todos están declarados formalmente, zonificados, y mientras esto no se haga pues no se podrá entender el alcance de esa limitación o condicionante”, argumenta Fonseca.
Para el funcionario, como para varios ambientalistas que se consultaron, el tema no puede verse desde extremos y por eso hace énfasis en que la frontera agrícola “es dinámica”, lo que significa que va cambiando, se va ajustando en la medida en que se tenga nueva información, se declaren otras áreas protegidas o se conozca el uso y las restricciones de otros suelos.
“Si asumimos tal cual el libro de Colombia anfibia, básicamente Minagricultura no tendría ningún lugar para la actividad agrícola en el país. Si Minambiente impone un principio de precaución a todo, casi pondría en la ilegalidad a actividades agropecuarias que pueden ser compatibles con ciertos humedales sin alterar su dinámica natural”, continúa.
Los departamentos de Atlántico, Casanare, Córdoba, Sucre, San Andrés y Providencia presentan el mayor porcentaje de área dentro de la frontera agrícola; mientras que Amazonas, Chocó, Guainía, Guaviare y Vaupés son los que menos, siendo, además, los departamentos más deforestados del país, junto a Caquetá.
Precisamente Casanare y Córdoba, según datos de Colombia anfibia, lideran la lista de departamentos donde hay un mayor número de humedales: casi un 14 por ciento del total nacional en el primero (6.332 registros que corresponden a 4’434.139 ha) y, en el segundo, 4.122 registros equivalentes a 2’500.830 ha.

Páramo de Santurbán.
Jaime Moreno / EL TIEMPO
A partir de una investigación preliminar que están adelantando Germán Corzo y Paula Ungar, del Humboldt, se evidencia que buena parte del Plan Nacional de Restauración (PNR) –que tiene como objetivo recuperar los ecosistemas degradados del país– se encuentra dentro de la frontera agrícola. Concretamente, el 51 por ciento de las áreas en categoría de restauración (más de medio millón de hectáreas), y el 80 por ciento de las áreas en categorías de recuperación y de rehabilitación (casi dos millones de hectáreas en cada una).
“Si bien es cierto que debemos mantener por fuera de la frontera los bosques naturales (que se conservan en buen estado), también es cierto que el resto no deben convertirse en frontera agropecuaria automáticamente, sin tener en cuenta condiciones de conectividad e integridad ecológica. Se necesitan modelos productivos que aseguren resiliencia, por lo que deben tener un tratamiento especial”, argumenta Corzo.
Para Ungar, por su parte, el caso de los páramos es especial. Aunque el ecosistema quedó por fuera de la frontera, la realidad es que miles de familias campesinas dependen actualmente de cultivos de papa y cebolla, por lo que invisibilizarlos hace más difícil que transiten hacia una senda sostenible y "se conviertan en aliados de la conservación".
“Estamos hablando de aproximadamente un 20 por ciento de los páramos del país cuyas coberturas están transformadas a pastos o cultivos. En páramos como Guerrero (Cundinamarca), al menos el 40 por ciento de las coberturas están transformadas (unas 17.000 ha), y en Tota (Boyacá) son 45.000 ha, que justamente requieren de inversión para reducir sus impactos negativos sobre el ecosistema”, explica la bióloga.
En reiteradas oportunidades se suele escuchar que “no tocar no significa conservar”; sin embargo, algunos consideran que la línea de la frontera agrícola, aunque es dinámica, es excesivamente simplista frente a la compleja realidad que se vive en el territorio.
TATIANA PARDO IBARRA
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