La indiferencia del presidente Donald Trump ante el riesgo del cambio climático y las medidas que está tomando en este tema tendrán, probablemente, consecuencias que empequeñecen la importancia de cualquier otra decisión que haya tomado hasta ahora.
A excepción del inicio de una guerra nuclear, cuesta pensar en algo que un presidente estadounidense pueda hacer que perjudique a más personas que la orden con la que sepultó las normas dictadas bajo el gobierno de Barack Obama para congelar la construcción de nuevas plantas energéticas de carbón y cerrar otras antiguas.
Una orden en línea con su promesa de rescindir los estándares más estrictos de uso eficiente de combustible para automóviles y camiones, y con su idea de reducir el gasto en estudios climáticos.
Si bien Trump no anunció la retirada de Estados Unidos del acuerdo climático de París, es probable que sus acciones sean incompatibles con el compromiso del gobierno de Estados Unidos de reducir para 2025 las emisiones de gases de efecto invernadero a una cota 26 por ciento más baja que los niveles del 2005.
El Acuerdo de París es nuestra última oportunidad real de mantener el calentamiento global a menos de 2 ºC por encima de los niveles preindustriales.
Incluso estos 2 ºC son demasiado para los habitantes de los estados insulares de poca altura. Muchos de ellos abogaban por un límite de 1,5 ºC, sin el cual algunos territorios desaparecerán bajo el océano.
Los científicos están de acuerdo en que un aumento de la temperatura global superior a 2 ºC amenaza generar bucles de retroalimentación que causen un calentamiento mucho mayor y volver inhabitables grandes partes del planeta.
Por ejemplo, un mayor calentamiento liberaría grandes cantidades de metano (un gas de efecto invernadero más potente que el dióxido de carbono) del permafrost siberiano, hoy en derretimiento, produciendo más calentamiento, más descongelamiento y más metano en la atmósfera.
En la campaña electoral, Trump describió el cambio climático como un “engaño” orquestado por los chinos para destruir la industria estadounidense.
El mes pasado, Scott Pruitt, nombrado por Trump para dirigir la Agencia de Protección Ambiental, dijo que no creía que el CO2 sea el principal factor del cambio climático.
Añadió que “todavía no sabemos eso” y “tenemos que seguir realizando revisiones y análisis”.
La Sociedad Meteorológica Estadounidense le replicó raudamente diciendo que es “indiscutible” que el CO2 y otros gases de efecto invernadero son la causa principal del calentamiento global y que “no está familiarizada con ninguna institución científica con experiencia relevante en esta área que haya llegado a una conclusión diferente”.
No está bien correr riesgos con el futuro de nuestro planeta y las vidas de cientos de millones de personas para reducir los costes de la energía para los estadounidenses y preservar unos cuantos miles de empleos en la industria del carbón.
De hecho, los puestos de trabajo en el sector carbonífero están desapareciendo debido a la automatización y la competencia más barata del gas natural, no por las regulaciones para reducir las emisiones de CO2.
Sin embargo, tal vez Trump no vea su política como imprudente porque, como ha proclamado en repetidas ocasiones, pone a “Estados Unidos primero”.
Pero en este caso lo hace a expensas de los intereses a más largo plazo no solo de los estadounidenses, sino de todos los que no son estadounidenses en este planeta. En el corto plazo, quienes más sufrirán el cambio climático no serán los estadounidenses, sino las personas que viven en latitudes tropicales y especialmente pobres, que no tendrán adónde ir cuando haya lluvias o la sequía o el calor queme sus cultivos.
Cuando los niveles del mar suban, esos habitantes de las islas nación que viven a solo un metro o dos sobre el nivel del mar serán los primeros en ser expulsados de sus tierras, seguidos por decenas de millones de personas que cultivan pequeños terrenos en los deltas fértiles de Bangladés, el sudeste de Asia y Egipto.
El acuerdo climático de París no tiene ningún mecanismo para sancionar a los países que no cumplen sus promesas.
La idea es que esos países serían “expuestos y sometidos a la vergüenza pública”. Sin embargo, poco antes de ser elegido presidente, cuando se hizo público el famoso video en el que se jactaba de tantear a las mujeres, era obvio que Trump es inmune a la vergüenza.
Entonces, ¿qué pueden hacer otros países y personas, tanto en los Estados Unidos como fuera de sus fronteras, sobre el hecho de que alguien pone en peligro el futuro de todos nosotros y por muchas generaciones venideras?
Si Estados Unidos utiliza los combustibles más baratos disponibles para producir energía, independientemente de los daños que causen a los demás, está dando a sus compañías una ventaja injusta sobre quienes están haciendo un esfuerzo en otros lugares para reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero y cumplir con los compromisos que asumieron en París.
Esto debería ser suficiente para que la Organización Mundial del Comercio permita a otros países erigir barreras comerciales contra los productos y servicios estadounidenses.
Sin embargo, si la OMC no es lo suficientemente valiente como para dar ese paso, el remedio está en manos de los consumidores extranjeros, que deben demostrar a la administración Trump lo que piensan de sus políticas al no comprar productos estadounidenses.
Un boicot es un instrumento directo que, lamentablemente, dañaría a muchos trabajadores estadounidenses que no votaron por Trump y no son responsables de sus políticas.
Pero con tanto en juego y tan limitados medios para cambiar sus políticas, ¿qué más se puede hacer?
PETER SINGER
Profesor de Bioética en la Universidad de Princeton y profesor laureado de la Universidad de Melbourne.
© Project Syndicate
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