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Medio Ambiente

Colombia debe combatir su adicción al oro y a la gasolina

La vista de Inírida, Guanía. Uno de los territorios colombianos cuyo turismo ha aumentado por cuenta del acuerdo de paz.

La vista de Inírida, Guanía. Uno de los territorios colombianos cuyo turismo ha aumentado por cuenta del acuerdo de paz.

Foto:Carlos Ortega / EL TIEMPO

El escritor Héctor Abad Faciolince pide resistencia ecológica contra la idea de devastar la tierra.

Hay un curioso, atormentado deber de los escritores de ficción, que consiste en imaginar mundos. Estos mundos surgen al cambiar algunas circunstancias de aquello que llamamos, no sin muchas dudas, realidad. Lo que cambia en estas circunstancias no suele ser arbitrario: se imagina lo posible. Pero a veces se llega a postular incluso lo que nos parece imposible o lo que preferiríamos que jamás ocurriera: se sueña con utopías o se tienen pesadillas con las distopías. Las utopías ofrecen la ventaja psicológica de dar ánimos para emprender cambios; las distopías favorecen la cautela pues señalan los riesgos que vienen aparejados con aquello que se cree que es progreso.
Para imaginar esos mundos posibles, el escritor no solamente piensa y deja vagar la fantasía, también observa, lee y recuerda. Tal vez otros mundos pasados, reales o imaginarios, ofrezcan pistas para aquello que se desea o se teme. Después de observar, de leer, pensar y recordar lo ocurrido aquí o en otras partes, tengo la impresión de que el futuro mejor (o peor) que postulo para este territorio que llamamos Colombia está expuesto, sobre todo, a los cataclismos que los expertos predicen por los efectos del cambio climático del planeta.
Es sabido que una de las pocas cosas buenas que nos dejó el largo conflicto en Colombia es que nuestra “casa de esquina” de Suramérica es uno de los territorios más verdes y menos deteriorados ecológicamente de la región. Pese a la deforestación provocada por los cultivos ilegales, la minería salvaje (legal e ilegal), la tala de bosques en sitios poco aptos para la agricultura, si comparamos a Colombia con el vecindario (Perú, Venezuela, Brasil, Bolivia o Ecuador), veremos que la Amazonia menos invadida, los bosques húmedos tropicales menos talados, los ríos y páramos todavía más ricos en agua y diversidad son los de nuestro país. El motivo es muy simple: los explotadores de estos recursos no pudieron saquearlos libremente gracias al miedo. Es una paradoja triste, pero real. El miedo a la guerrilla, a los narcotraficantes o a los paramilitares, la casi total ausencia del Estado y la falta de inversión nacional o internacional hicieron que buena parte del campo colombiano cayera en el más completo abandono (...).
Pero bastó que llegara la noticia de que Colombia ya no era un país tan peligroso y violento para que los ojos ávidos del mundo entero, y de los mismos colombianos, vieran en esa nueva frontera inexplorada mil oportunidades para su codicia, para la explotación de los recursos, para las inversiones.
Como siempre en la historia humana, lo primero que llega son los aserradores. A las costas del Pacífico, frente a las selvas del Chocó, ya no se acercan pesqueros chinos, sino traficantes canadienses de maderas preciosas. Y por los ríos bajan al mar los troncos centenarios, grandes como ballenas, a llenar las estibas que los llevarán a los ebanistas del primer mundo. Maderas duras, negras, rojas, blancas, moradas, harán la delicia de los coleccionistas de objetos y muebles raros (...).
Mientras esto ocurre en silencio y de contrabando, empiezan a trabajar las oficinas de los abogados. El gobierno de Álvaro Uribe, cuando arrinconó a la guerrilla en las zonas más apartadas de la selva, declaró que el país ya era un territorio libre de violencia y que había llegado el momento de explotar las riquezas incalculables de El Dorado. Se abrió la venta de títulos mineros exprés y las voraces compañías sudafricanas, chinas, canadienses, norteamericanas y europeas compraron a precio de huevo licencias de exploración de miles y miles de kilómetros cuadrados de subsuelo. Algunos compraron casi al azar, poniendo el dedo índice sobre el mapa, con los ojos cerrados, millones de hectáreas (...). La nación es la dueña del subsuelo y puede vender esas licencias. Y esas licencias son como papeles al portador, se pueden revender al mejor postor en el mercado (...).
Y vino lo mejor, que siempre es lo peor: en algunas regiones adonde habían podido volver los hacendados y los campesinos desplazados por decenios de violencia, y cuando pensaban que otra vez podían dedicarse a la contemplación del paisaje y a las explotaciones ganaderas o agrícolas de baja escala, se difundió en algunos pueblos la gran noticia: la AngloGold Ashanti (o cualquier otra empresa trasnacional)había encontrado oro, oro, oro, o plata, plata, plata, o níquel, níquel, níquel, o cobre, cobre, cobre, en el territorio. O algo así. Serían ricos, ricos al fin. El fin del conflicto, entonces, ha significado un deterioro inmediato de las condiciones ambientales de las regiones más apartadas del país. Los cauces de ríos que nadie se atrevía a explotar por miedo a la violencia están siendo invadidos por mineros artesanales. Las selvas y bosques a los que nadie se atrevía a ir son devastados por aserradores en busca de maderas preciosas. Los finqueros y campesinos que habían abandonado las tierras a su suerte, las vuelven a llenar de ganadería extensiva o de monocultivos de efectos muy dudosos en el ambiente. Y este deterioro local coincide con el desastre ecológico global, al cual también contribuyen nuestras grandes ciudades ultracontaminadas, nuestro consumo local de energías sucias no renovables y la exportación masiva de estas (carbón y petróleo).
¿Qué ocurrirá con el cambio climático en las altas cordilleras tropicales que caracterizan nuestra parte más poblada de la geografía? ¿Cuál será el efecto en las costas del aumento del nivel del mar? ¿Qué pasará con el frágil ecosistema de las selvas con la exacerbación de lo que siempre ha existido, es decir, con lluvias aún más torrenciales y con sequías mucho más rigurosas y duraderas? No lo sabemos bien, no puede decirse nada con seguridad, pero los nubarrones que se ven en el horizonte no anuncian nada fácil, nada bueno. No creo que las catástrofes o maravillas del futuro vayan a tener su origen en la política. Pero la política tendrá que lidiar con las crisis que se originen en el medioambiente. Por eso resulta necesario y apremiante dedicar los mayores esfuerzos del país (privados y públicos) a mitigar los efectos del deterioro ambiental planetario y a prevenir las tragedias.
¿Qué ventajas tenemos como punto de partida? Nuestra inmensa riqueza en agua dulce y en diversidad biológica. Es esta gran diversidad la que se puede oponer con éxitos adaptativos a los cambios bruscos que habrá en las condiciones climáticas: plantas más resistentes a la humedad o la sequía, grandes reservas hídricas que se pueden llenar en los tiempos de abundancia y usar en los de carestía.
Hay países bendecidos por su pobreza (Grecia, Italia) y países maldecidos por su riqueza. Nuestro vecino más rico, Venezuela, es el típico caso de esto último: el país minero por excelencia se ha dedicado en el último siglo a vivir de la renta petrolera (...). El modelo de producir petróleo sin producir comida ha llegado a su justo desenlace: en el país vecino hay poco que comer porque el dinero del petróleo ya no alcanza para importar lo que se comen, es decir, todo, porque en un país fértil como Venezuela casi todo lo que se comen es importado. Y llega entonces la crisis humanitaria que se vive allí y que cruza las fronteras hacia acá (...).
Que Colombia sea un país de muchos pueblos y ciudades y no de una única inmensa capital ayuda a absorber mejor crisis humanitarias como esta. Pero las crisis humanitarias (internas o externas) podrían ser mucho más súbitas y violentas frente a algún cataclismo natural.
Debemos prepararnos para crisis migratorias que la retórica llama inimaginables, pero que tenemos el deber de imaginar. Si nuestra mayor riqueza es natural, nuestra mayor amenaza es también al mundo natural, al medioambiente. Si hay alguna resistencia necesaria hoy en la población pensante y bien informada, esta debe ser la resistencia ecológica.
¿En qué consiste la resistencia ecológica? En producir alimentos y generar energía con recursos renovables. Colombia exportaba a Venezuela, hasta hace poco, huevos, leche, café, pollo, carne, papas, arroz y aceite. Esta exportación terminó cuando los venezolanos dejaron de tener los dólares suficientes para pagar. Pero eso no es lo grave. Lo grave es que allí donde se producen los huevos, la leche, el café, la carne, las papas, el maíz y el arroz, ahí, acaban de llegar las nuevas compañías mineras a anunciar que hay oro, como decía arriba. Oro. Y aquí tendrán que perdonarme, dejarme hacer una pregunta ingenua, cándida: ¿para qué sirve el oro? Creo que con el oro podría escribirse uno de los capítulos más alucinantes de la interminable historia de la estupidez humana. Básicamente, el oro es un metal inútil. Resistente, brillante, sin duda, pero salvo una corona en las muelas, algunas cantidades mínimas en microcircuitos y joyas que en realidad solo tienen la función de hacer alarde de riqueza, el oro no sirve para ningún otro fin que para ser atesorado en las cavas gigantescas de los bancos centrales del mundo (...).
Vuelvo a Colombia, digo, el país más verde y más rico en agua dulce de América Latina, y pregunto, otra vez ingenua, cándidamente: ¿vale la pena destruir nuestras montañas, talar nuestros bosques, secar o contaminar las aguas, arruinar el paisaje, destrozar los lazos y las tradiciones ‘pobres’ de la cultura campesina, con tal de que los bancos de todo el mundo puedan seguir acumulando en sus cavas lingotes brillantes de un metal completamente inútil? Hay que resistir a esa lógica loca que nos ha llevado a destruir la tierra por dos adicciones nefastas que tenemos: al oro y a la gasolina. Ojo, no estoy en contra de toda la minería ni creo que la naturaleza sea intocable. No soy un ecologista místico (...).
Redacto estas letras frente a una ventana en Aquitania y veo frente a mí un río caudaloso y cristalino, el Dordogne, unas colinas verdes con bosques y prados, y un paisaje que conmueve por su belleza (...). Mis ojos sueñan y descansan en esta tierra protegida que no es la mía. Y entonces pienso en mi tierra, en La Oculta, en las montañas de Jericó, en Antioquia, la tierra de mis abuelos, nuestra Aquitania (porque también Antioquia es tierra de aguas, de muchas aguas), y me digo: si a estos campesinos perigordianos les dijeran que debajo de sus colinas y detrás de sus grutas prehistóricas hay toneladas de oro, pero que para sacarlas hay que secar los manantiales o contaminar las aguas, que hay que violentar las colinas, dinamitar la piedra, cortar el bosque y destrozar los prados, ellos se levantarían, resistirían y dirían que no, que las pepitas de oro no se comen y las nueces sí, que las abejas no sacan miel del fango, que los mineros no viven mejor que los pastores de ocas y que es mejor tener poco oro, pero vivir más sanos y más años.
Y si aquí lo pueden decir, ¿cómo no lo vamos a poder decir y hacer también nosotros? (...).
Así como yo disfruto enormemente en la Dordoña, sé que un francés también disfrutaría mucho en las montañas de Antioquia. Así que debemos resistir a la locura de la minería en los lugares que por cultura y por tradición centenaria son una fábrica de agua, de belleza, de comida, de pájaros, de aire.
Leo en The New York Times que el gobierno de Trump ha reducido en un 40 % el presupuesto de la EPA (Environmental Protection Agency), que ha despedido a científicos y académicos que formaban parte de su Consejo de Administración y que planea reemplazarlos con personas pertenecientes al mundo de las corporaciones y empresas que “producen riqueza” (...). La investigación sobre los efectos de la contaminación o de las actividades humanas en el clima ya no es una prioridad. Para Trump, las regulaciones ambientales no están dejando trabajar a sus anchas a la industria química, a la industria del carbón, a la industria extractiva, a la industria petrolera, y el país así está perdiendo miles de millones de dólares. Por eso renunció también al Acuerdo de París, que le ataba las manos a la locura de la minería y la extracción indiscriminadas.
Entonces concluyo que nunca como hoy los asuntos ambientales y de salud pública habían sido más políticos. Si creemos que la resistencia está solamente en los derechos de los gais o de las minorías, en los problemas de la inmigración y no en la protección de la tierra como hábitat, creo que estamos cometiendo un grave error de distracción (...). Los políticos populistas quieren llenar los titulares de los periódicos de noticias sobre la “terrible amenaza terrorista (...) O, perdónenme, sobre los alcances que tenga la Jurisdicción Especial para la Paz. Está bien discutir sobre esto, siempre y cuando no se convierta en una pura maniobra de distracción. La lucha más importante está, como siempre, en lo básico: en el territorio, en la tierra, en quiénes deciden lo que se puede hacer, dentro de ciertos territorios, con el agua, el aire y la tierra. Eso es, al menos, lo que me dice la imaginación. Mi imaginación de novelista le teme más al colapso ambiental que a cualquier otra amenaza del mundo de hoy.
HÉCTOR ABAD FACIOLINCE
Escritor, traductor, periodista y columnista nacido en Medellín en 1958. Ha publicado 14 libros y obtenido, entre otros, el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en dos ocasiones, el Casa de América de Narrativa Innovadora y el Wola-Duke. Este texto fue publicado originalmente en el libro ‘¿Cómo mejorar a Colombia?’.
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