La neblina se desliza como un fantasma.
El horizonte es blanco y negro, apocalíptico: la niebla y una nube oscura y gigantesca que se posa sobre el cerro del Picacho, el punto más alto y frío del llamado páramo de Berlín, en el departamento de Santander, y cuya altura máxima alcanza los 3.300 metros sobre el nivel del mar.
Un rayo, como un arañazo en el cielo, amenaza con lluvia. En minutos se desatan las gotas heladas y filosas como cristales, las ráfagas de viento. La temperatura baja a cinco grados y puede seguir bajando.
El Picacho –que hace parte del páramo de Santurbán, 142.600 hectáreas entre los departamentos de Santander y Norte de Santander– es el lugar al que más le temen los caminantes venezolanos que vienen de ciudades y pueblos costeros o ubicados sobre el nivel del mar (o cerca) y que no conocen este hermoso y dramático paisaje ni estas colinas sembradas con cultivos de papa y cebolla, ni han padecido en sus huesos ese frío que se siente como una cuchillada y tampoco han sufrido este viento del demonio.
Hay rumores que cuentan que varios venezolanos han muerto de frío cuando pasan por aquí. Nada oficial. Nada descabellado tampoco. Bien podría uno morirse congelado en esta montaña.
Más tarde, una señora que tiene un refugio, hablará sobre ese niño al que intentó salvar de hipotermia con el calor de un secador de pelo.
Los caminantes venezolanos tiritan de frío, traen los pies destrozados y el alma no menos destrozada. O la dejaron allá: en Caracas, en Maracaibo, en Valencia. En cualquier lugar de esa Venezuela de la que vienen huyendo. El alma: las esposas, los esposos, los hijos, los padres, los hermanos, los amigos, el hogar. La patria.
Así que dejar el pellejo en este camino y sentir que se congelan es, realmente, lo de menos.
Llegar hasta el Picacho requiere entre uno y tres días de caminata, saliendo desde Cúcuta (Norte de Santander), tras atravesar el puente internacional Simón Bolívar, el punto fronterizo más emblemático entre los dos países y por donde, a diario, transitan 70.000 venezolanos, según cifras de Migración Colombia.
De ellos, el 5 por ciento no regresa a su país.

El peregrinaje infame de los venezolanos



A comienzos de esta semana, la Organización de Naciones Unidas informó que cerca de 1,9 millones de personas se fueron de Venezuela, desde el 2015, huyendo de la crisis económica y política. Y añadió que son 5.000 los que se van cada día de su país, en el mayor movimiento de población en la historia reciente de América Latina.
Toda una crisis migratoria y humanitaria que el presidente venezolano, Nicolás Maduro, se niega a aceptar. Dice que son noticias falsas. Que los que se van se llevan los bolsillos lleno de dólares y que se trata de una campaña internacional contra su gobierno.
El tiempo de caminata hacia el Picacho depende del estado físico, del clima, de las maletas que arrastren –casi todas viejas y rotas– y de la compañía. Quienes viajan en grupo, con mujeres en embarazo o con niños y adultos mayores, son los que más tardan y los que más sufren.
También depende de que les ‘den la cola’, como le dicen ellos al aventón de carretera: el conductor de un camión que se conmueve y los recoge y los deja kilómetros adelante, antes de algún retén de la Policía. Ese acto de humanidad podría costarles un costoso comparendo. O podrían sufrir un accidente y los indocumentados se expondrían a que los deporten.
Coronar el Picacho puede ser un pequeño o un gran triunfo en este peregrinaje infame. Unos están muy cerca de su primera meta: Bucaramanga (a 57 kilómetros, dos o tres horas más de caminata, o a una hora en carro. Ya han caminado 150 kilómetros).
Otros van para más lejos: Bogotá, Medellín, Pereira. Otros más van para mucho más lejos: Ecuador y Perú. Otros –muchos, muchísimos– no saben para dónde van. Hasta donde los lleven esos pies reventados de ampollas y esos zapatos rotos.
Hasta donde los coja la noche.

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Sobrevivir

En el cerro del Picacho hay un peaje, unas antenas repetidoras y restaurantes; allí, en medio de esa espesa niebla, se asoma una hilera de seres humanos. A paso firme, el uno detrás del otro, forrados con plásticos, parecen sobrevivientes de una guerra.
Son cuatro muchachos de entre 18 y 21 años.
Uno de ellos, Johan Sosa, dice que es boxeador y que suma once peleas profesionales (diez ganadas). Al igual que sus demás compatriotas, cuenta que viene huyendo de un país que se está quedando en ruinas. Que viene a buscar un porvenir porque en Venezuela no tienen comida, ni empleo ni alimentos ni medicinas ni servicios de salud ni esperanza ni nada de nada y que el salario apenas les alcanza para una bolsa de arroz y unos huevos, y que el hambre les duele en el cuerpo y el alma.
Martes 25 de septiembre del 2018. Johan y sus compañeros se calientan con una sopa de cebada que un buen samaritano les ofreció. Un viejo televisor transmite las noticias del mediodía, que muestran el caso de dos venezolanos señalados por la Policía de haber asesinado a una pareja de esposos que les dio trabajo y los acogió en su casa, en Viotá (Cundinamarca). Y ellos se mueren de la vergüenza y piden perdón en nombre de su gente.
Las noticias también hablan de una posible incursión militar de Colombia a Venezuela, del enfrentamiento entre ambos gobiernos en la cumbre de la ONU, en Estados Unidos.
El presidente colombiano, Iván Duque, le escupe al presidente Nicolás Maduro, y él le responde a patadas. Y viceversa. Se habla, incluso, de una guerra entre ambos países.
Pero ellos –al igual que los demás venezolanos– se muestran ajenos a los asuntos políticos. Lo único que tienen es gratitud con esos colombianos que les han dado pan, techo, abrigo y abrazos en su travesía. Los asuntos políticos y binacionales parecen no importarles mucho.
Lo único que les importa es huir, a costa de lo que sea.
Y sobrevivir.

La frontera caliente

Todo comienza oficialmente aquí: en la frontera de Cúcuta. Aunque muchos ya llevan varios días de camino. Como Sorángel Rojas, una pedagoga que viaja con sus tres niñas de tres, siete y diez años, y con su bebé de 11 meses.
La madre de un hogar de clase media donde hace años no faltaba nada. Viaja también con su prima Rosalía y con una bebita de 10 meses, que es una muñeca de porcelana y ojos azules. Dos mujeres cargadas de niños y de maletas que salieron 24 horas atrás en bus desde Yaracuy, a más de 300 kilómetros de la frontera.
Su meta es llegar a Trujillo, en Perú, donde las esperan los maridos de ambas, que les mandaron algo de dinero para que paguen algunos trayectos y no pasen tantas angustias. Dicen –con miedo y fe a la vez– que pueden demorarse unas cinco o seis semanas hasta llegar a Perú.
“Quiero ir al baño”, grita Alexandra, la niña de siete años. Sorángel la mira y se queda callada como una pared. Se limpia las lágrimas. Alexandra tendrá que acostumbrarse a ir al baño detrás de un árbol, en el monte. Y a dormir a orillas de la carretera. O en un cambuche. O simplemente cobijada por el firmamento.
La frontera, del lado colombiano, en el sector conocido como La Parada, es un hormiguero alborotado. Un mercado donde todos luchan por sobrevivir, un templo del rebusque donde se comercia hasta con lo inimaginable: hombres que ofrecen cargar maletas, sillas de ruedas de alquiler; vendedores de dulces, empanadas, ropa, remontadoras de calzado y casas de cambio donde, ya se sabe, la moneda venezolana no vale casi nada así lleguen con bultos llenos de billetes: un bolívar venezolano es equivalente a 0,016 centavos de un dólar estadounidense; también hay empresas transportadoras y un emprendimiento tan creativo como cruel: compra y venta de pelo de venezolana.
Sí. Pelo.
Una mujer negra, de pelo esponjoso en forma de piña, grita: “Se compra pelo, se compra pelo”. Un jovencito venezolano, que dice llamarse Cristian, trabaja en este negocio reclutando a esas compatriotas suyas con largas cabelleras, dispuestas a que las motilen a cambio de dinero.
“Si tiene el pelo bien largo, les va muy bien: les pagan hasta 200.000 pesos colombianos”, cuenta. Debajo de un árbol, otra joven negra ondea un manojo de pelo que parece la cola de un caballo. El pelo largo de venezolana lo usan para elaborar extensiones cosméticas que venden a altos precios aquí, y en Cali y en Medellín.
A 200 metros, por el puente, pasan aquellos que traen pasaporte y la tarjeta migratoria. Los otros –muchos– atraviesan el río Táchira desde San Antonio y se escabullen por trochas que los escupen en algún lugar de Cúcuta. Es el mismo río que 20.000 colombianos tuvieron que atravesar con sus corotos al hombro después de ser expulsados a patadas por el gobierno de Maduro.
Era agosto del 2015. Han pasado más de tres años y ahora son otros los que huyen de su propia casa.

¿Muertos de frío?

En la frontera preguntamos por la salida hacia Bucaramanga. Otro joven venezolano recomienda coger un bus urbano hasta el sector de Las Acacias, que tarda una hora y cobra 2.000 pesos, y sugiere empezar a caminar desde allí.
“Pero cuidado. Allá en el Picacho se han muerto de frío 17 venezolanos”, advierte. Una versión que corre entre los migrantes y los llena de terror. Se dice que se mueren de hipotermia y que los sobrevivientes entierran a sus muertos en cualquier potrero y siguen su camino.
“No hay nada oficial, pero es posible que sea cierto porque no estamos acostumbrados a condiciones tan extremas. Y tampoco hay cómo llevar un registro”, dice Alba Pereira, venezolana y presidenta de la fundación Entre dos Tierras, con sede en Bucaramanga.
Luis Rivero, secretario de Salud de Santander, desmiente los rumores de los venezolanos muertos de frío. Eso sí, aclara que en su departamento están acogiendo con solidaridad a todos los migrantes y que les prestan los servicios de salud que necesitan: sobre todo a mujeres con embarazos de alto riesgo y a niños sin las vacunas.
También aclara que la atención a la población venezolana ha generado, en el último año, una cartera superior a los 7.000 millones de pesos en los hospitales de Bucaramanga y Floridablanca.
Aunque Martha Duque, la mujer que montó un refugio a la entrada de Pamplona, donde a diario acoge a cientos de caminantes, asegura que una vez recibió a una mujer que se bajó de un bus con su niño de dos años convulsionando. Con señales de hipotermia. Ella –relata– lo envolvió entre cobijas, le echó viento caliente con un secador de pelo a máxima marcha, pero el niño nada que mejoraba y lo llevaron al hospital, donde murió.
“Se llevaron el cuerpito y lo enterraron en Málaga (Santander), para donde iba esa pobre gente”, recuerda.
***
Cinco mujeres jóvenes, bonitas y bien vestidas, llegaron en bus desde la frontera hasta el peaje de Las Acacias, tras una hora de recorrido. Es lo que hace la mayoría de migrantes, que ya sabe de este truco que les evita unas tres horas de caminata. Llevan maletas en buen estado.
Aunque muchos de los caminantes son personas de escasos recursos económicos y educativos, también se cuentan profesionales y personas muy calificadas que cayeron en la desgracia de un país en desgracia. Hay democracia en este destierro.
Una de las cinco mujeres dice, a secas, que la bebita tiene seis meses. No quiere hablar. Sus compañeras tampoco. Avanzan unos 400 metros por una carretera que hierve, con el sol en las espaldas; el sol, que es un horno.
A lo lejos, un hombre joven les hace señas. Tiene abierto el baúl de un Renault 9 rojo y destartalado. “Nos van a dar la cola”, grita emocionada una de ellas y se apuran. El hombre, al ver a los reporteros de este diario, dice con un acento evidentemente colombiano: “No me tomen fotos, que me dañan el trabajito”. Luego titubea y dice que no les va a cobrar nada, que solo quiere ayudar. El motor del carro tose, como un viejo con catarro, y arranca con estas cinco mujeres y esa bebé.
Una señora de la región, presente en la escena, interviene: “¡Claro que les va a cobrar, les va a sacar todo lo que tengan!”. Está segura de esa falsa solidaridad.
Segura de que las van a estafar y de que las van a dejar tiradas quién sabe dónde. Seguimos el camino, con decepción y angustia por esas seis vidas que no volveremos a ver en los tres días en los que acompañaremos a los migrantes desde Cúcuta hasta Bucaramanga.Pero en el camino recuperaremos la fe.

Una carretera que es una culebra

La carretera comienza plana y luego se inclina levemente y más adelante será una loma empinadísima. Nadie sospecha que terminará convertida en una culebra enroscada sin cabeza ni cola.
Eliécer Contino, Giovanna Rodríguez y Mía Zaray, su bebita de cinco meses, son una familia errante. Él tiene 23 años; ella, 19. El único dinero que tenían se lo gastaron en el pasaje de bus desde Valencia hasta la frontera (más de doce horas de viaje).
Vienen caminando desde Cúcuta y su meta es Bogotá. Giovanna alza a la niña y lleva un morral en la espalda y una maleta pequeña; Eliécer arrastra una maleta grande, cada vez más rota, con ruedas que ya casi no ruedan y lleva otra maleta al hombro.
“Yo era albañil y ganaba tres veces un sueldo mínimo. Y no me alcanzaba para nada”, dice Eliécer. “Me tocaba picar la tela y armarle el pañalito a la niña”, dice Giovanna, agradecida porque en el camino le han regalado pañales desechables, comida, ropa y unas botas negras de felpa que luce con orgullo y gratitud porque los tenis los tenía rotos.
A unos diez kilómetros aparece el primero de varios refugios que encontraremos en el camino. En la entrada de Chinácota, Viviana Páez y varios compañeros del Centro Cristiano Asambleas de Dios alquilaron una casona a orillas de la carretera. Allí reciben a los migrantes, les dan limonada con aguadepanela fresca, pan, una sopa; los deja bañarse y hasta dormir en el suelo del pasillo.
“Hacemos esto porque todos somos hijos de Dios y nadie merece pasar por tanto sufrimiento. Ver a los niños con ansiedad porque tienen hambre, a mujeres embarazadas que se desmayan por el cansancio, a hombres que lloran mientras se llevan la cuchara a la boca… Eso parte el alma”, dice la mujer.
A 300 metros hay otro refugio, de Mireya Arenas, Cico Rodríguez y otros paisanos que, al igual que el resto de benefactores, se quejan porque no reciben ayuda del Gobierno ni de ninguna fundación. Todo lo que comparten lo consiguen pidiendo entre la familia, los amigos, en las calles y plazas de mercado.
“La gente viene profundamente triste y sin un centavo para llegar a defenderse en un país como Colombia, que es un país que ya tiene muchos problemas. Si es difícil para nosotros, cómo será para ellos que lleguen con las manos vacías”, reflexiona el bueno del Cico.
El éxodo continúa por una carretera que a veces se vuelve estrecha y por donde transitan a altas velocidades los camiones, tractomulas y buses. Y ellos –en racimos de cuatro y cinco, de ocho y diez, de 15 y 20– arrastran sus vidas por la orilla menos angosta, así que se la pasan de lado a lado. Es un milagro que no haya ocurrido una tragedia.
Adelante hay otro refugio donde unos treinta venezolanos rezan mirando al cielo, como esperando un milagro, debajo de un palo de mango. Son las 4 de la tarde y pasarán la noche aquí. Y aquí, el clima todavía es generoso: gozan del calor del valle y del fresco que baja del páramo.
Pero muchos más siguen subiendo: la meta es llegar a Pamplona. Y llegan a Pamplona, donde el frío ya es cosa seria. En la entrada del pueblo, Martha Duque dispuso de un cambuche levantado en diciembre pasado con la figura de un pesebre.
Allí duermen las mujeres y los niños; al frente, en otro cambuche también de palos, cartones y tejas de zinc, duermen los hombres. Otros más duermen en una callecita.
Al lado corre plácido pero turbio el río Pamplonita, en un caño donde se bañan un par de niños con un chorrito que baja de la montaña y que sus madres presumen limpia.
Martha es la buena samaritana que asegura que un niño venezolano murió de hipotermia en este pueblo y la que usa cobijas y secadores de pelo para calentar a esos caminantes que llegan tullidos de frío.
–Ya vengo, voy por una comida que me van a regalar. Que Dios los bendiga, les dice Martha y se va.
–Amén, responden todos al tiempo.
Amén.

El temido Picacho

A la salida de Pamplona hay un puesto de atención al migrante de la Cruz Roja, donde las mujeres y los niños son atendidos. Otros siguen el camino hacia el temido Pichacho. Más adelante, un grupo de hombres que marcha desde la madrugada –porque llovió y se les mojó el cambuche y no les quedó otra que seguir el camino– se resguardan bajo el techo de un montallantas. Llueve. Están empapados y con frío. El mismo frío que no los dejó seguir.
Esperan que escampe o que algún camionero les ‘dé la cola’. Y esperan encontrar otros refugios en el camino, pero no encontrarán ninguno y tampoco les darán la cola.
Más tarde, el clima da tregua y vuelven a su peregrinaje infame y pasarán por el corregimiento de Berlín (municipio de Tona), que le da su nombre al páramo.
Y pasarán muertos del frío por ese paraje apocalíptico que es el Picacho y otros tantos serán arrastrados por un camionero que les cobra 10.000 pesos por persona y que los baja unos kilómetros abajo del Picacho, muy cerca de otro sitio conocido como ‘la nevera’.
Los caminantes siguen avanzando.
El cielo se aclara y el sol vuelve a abrasarlos. Por fin, un poco de calor. Cada vez más se acercan a Bucaramanga. Nos topamos con un grupo grande, con familias enteras y niños, con hombres solos como Julio Echavarría, que apenas lleva a cuestas un morral y que se ofrece a cargar a los niños. De ese morral cuelga un pato de plástico que ondea con cada paso. “Ese muñequito me lo regaló mi hijita Aranza. Me lo dio con la promesa de volvernos a ver pronto”, llora Julio.
Una camioneta se ofrece a llevar a las mujeres, los niños y las maletas de todos. Y se va cargadísima, con una advertencia del conductor: “No paren en el parque del Agua porque allá están recogiendo a los venezolanos y los devuelven sin contemplación”, especula el hombre.
Y advierte que dejará a las mujeres y los niños a la entrada de Bucaramanga. Más adelante se sabrá que la advertencia no era cierta. Sí han enviado buses cargados de venezolanos, pero que quisieron regresar por su cuenta.
Y así fue: a la entrada de la ciudad, sobre un andén, están las mujeres, los niños y el arrume de maletas a la espera de sus compañeros. Son las 6 de la tarde y al resto del grupo le falta todavía camino. Si les va bien, llegarán en un par de horas.
Y allí, en Bucaramanga, donde coronan esta primera parte de su éxodo, se juntarán; terminarán en el parque del Agua, que ya no es un parque: es un campo de refugiados con cambuches, carpas y fogones de leña. Unos más seguirán caminando juntos y otros tomarán rumbos distintos. Quién sabe para dónde.
Pero todos seguirán huyendo.
Con miedo, pero con fe.
Aunque sin alma.
El alma la dejaron atrás.
JOSÉ ALBERTO MOJICA PATIÑO
@JoseaMojicaP
ENVIADO ESPECIAL DEL TIEMPO
