Mediante golpe de Estado, el 23 de mayo de 1867, un grupo de liberales radicales, comandado por el médico y general Santos Acosta, derrocó al también general Tomás Cipriano de Mosquera, quien había gobernado el país con talante dictatorial.
Algunos historiadores afirman que con la caída de Mosquera se dio inicio a la edad de oro del liberalismo radical colombiano, creando un ambiente de conciliación política y dando muestras de querer construir un Estado nación de corte moderno, en el que la educación fuera su fundamento principal.
En el fondo, se pretendía continuar la política educativa propuesta por el general Francisco de Paula Santander en los inicios de nuestra vida independiente. Santander poseía la arraigada convicción de que la educación pública constituía el cimiento sólido del Estado democrático. “El triunfo sobre la ignorancia –decía– es muy brillante y glorioso y prepara la felicidad de los pueblos que, cuanto más ilustrados, conocen mejor sus derechos y se hacen más dignos de su libertad”.
Con la expedición el 6 de octubre de 1820 del decreto sobre instrucción pública, Santander se hizo acreedor al título de Fundador de la educación pública en Colombia. Así, no solo contribuyó a consolidar la revolución política, sino que, además, inició la revolución educativa.
Como producto de tal empeño, en 1826, mediante ley del 18 de marzo, se creó la Universidad Central con sedes en Santafé, Quito y Caracas. Dicha institución fue el germen de la Universidad Nacional. En sus inicios quedaron supeditados a ella el Colegio de San Bartolomé y el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, universidades privadas de entonces.
El triunfo sobre la ignorancia es muy brillante y glorioso, y prepara la felicidad de los pueblos que, cuanto más ilustrados, conocen mejor sus derechos y se hacen más dignos de su libertad
Es decir, la Universidad Central nace con la investidura de Universidad Rectora y se da comienzo a la universidad ilustrada, enciclopédica. Son los inicios de la educación superior pública gratuita, común y uniforme en todo el territorio.
En 1842, durante el gobierno de Mariano Ospina Rodríguez, la educación superior toma una orientación clerical. La Central fue entonces desarticulada en U. Distritales, perdiendo su condición de Rectora y, prácticamente, empieza a desaparecer.
En 1849 llegó al poder el general José Hilario López, de ideas liberales avanzadas. Puso punto final a la esclavitud en Colombia y declaró vigentes las libertades individuales, entre ellas la libertad para formarse y ejercer, motu proprio, cualquier profesión.
Como resultado de la ley del 15 de mayo de 1850, se suprimieron las universidades y se consagró la libertad absoluta de enseñanza y ejercicio de las profesiones sin necesidad de grado académico.
Frente a esta prolongada y caótica situación educativa, un grupo de intelectuales contempló la necesidad de que se reviviera la universidad creada por Santander.
El doctor José María Samper había presentado en 1864 un proyecto de ley en tal sentido, pero fue solo hasta 1867 cuando Santos Acosta, en su condición de presidente de la República, sancionó la Ley 66 del 22 de septiembre, que daba origen a la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia.
Teniendo en cuenta que Plata Azuero fue, en verdad, el gestor principal del proyecto de ley, es justo recordar que él fue un político de gran prestigio, de grandes dotes parlamentarias, gracias a las cuales, el tránsito del proyecto no tuvo mayores escollos.
Plata Azuero era un hombre de universidad, pues desde que se recibió de médico en la Universidad Central en 1845 siempre estuvo vinculado a la actividad académica, pese a los compromisos políticos. La culminación de ese vínculo fue su exaltación a la rectoría de la Universidad Nacional en 1877.
La ley registraba en su artículo 7.º que en la Universidad “se dé la enseñanza gratuita a todos los que la soliciten, siempre que se sometan a los reglamentos que la rijan”.
El respectivo Decreto Orgánico de la Universidad fue firmado el 13 de enero de 1868 por Santos Acosta. En él se designa como primer rector al abogado Ezequiel Rojas, quien no aceptó por motivos de salud, recayendo entonces el nombramiento en Manuel Ancízar, miembro de la Comisión Corográfica.
En el extenso informe que el rector Ancízar presentó el primero de febrero de 1869 dando cuenta de las labores de la Universidad durante el primer año de funcionamiento, quedó registrado que en ese periodo asistieron 335 alumnos, todos de sexo masculino, procedentes de distintas regiones del país.
El plantel docente lo conformaron 46 destacadas figuras de la intelectualidad nacional. El presupuesto asignado por el gobierno para la vigencia de 1868 fue de 30.092 pesos. Según el sociólogo Rodrigo Alzate, “el espíritu liberal y aun radical del presidente Santos Acosta quedó revelado en el hecho de que la infraestructura y la dotación presupuestal de la institución se obtuvieran a costa de la Iglesia y del Ejército”.
La Universidad comenzó a funcionar con fondos tomados del Colegio Militar y en edificios de las instituciones religiosas. No queda duda alguna de que el ideario cultural y el espíritu revolucionario de Santander iluminaron a quienes la fundaron. Recuérdese que Santander inició su revolución educativa trasformando los edificios de los conventos en escuelas y universidades.
Podemos aceptar, pues, que la primigenia razón de ser de la Nacional fue permitir que las puertas de la educación superior a cargo del Estado se abrieran a los individuos de distintas clases sociales, en procura de bases firmes para alcanzar un verdadero Estado democrático. Sabían también los forjadores de nuestra nacionalidad que en la universidad debían formarse los líderes en las distintas disciplinas del saber para que fueran la punta de lanza del desarrollo y de la verdadera independencia del país.
Con esas metas como horizonte, la Universidad se adentró en el futuro a lo largo de los años finiseculares del XIX y primeras décadas del XX. Terminada la hegemonía conservadora en 1930, en el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo se expone el concepto de la universidad como instrumento para alcanzar el progreso nacional.
En 1935 decía el presidente liberal: “La universidad colombiana debería preocuparse por ser una escuela de trabajo más que una academia de ciencias”. Pese a que se ha tildado de demasiado pragmático el concepto que López tenía del papel de la universidad colombiana, hay que entender que en su momento no podía esperarse otra cosa de ella. Absurdo hubiera sido si la institución se hubiera recogido sobre sí misma, se hubiera encerrado en su torre de marfil para transcurrir en actitud introspectiva, cuando lo que se requería era formar los individuos capaces de asimilar y aplicar la tecnología que los países más avanzados creaban y exportaban.

La construcción de la Universidad Nacional se hizo cerca del que era en ese entonces el casco urbano.
Cortesía Universidad Nacional
A López Pumarejo se debe también que la Nacional tuviera su propio campus, digno de una universidad moderna, y que por su extensión y su encalada planta física recibiera el nombre de Ciudad Blanca. Más tarde se realizaron reformas académicas y administrativas, de las cuales sobresalen las ejecutadas por los rectores José Félix Patiño y Guillermo Páramo.
Durante la segunda mitad del siglo último y parte del actual, la Universidad se mantuvo convulsionada por cíclicas manifestaciones de inconformidad venidas de los estudiantes y algunos profesores, no por razones académicas, sino políticas, alentados por acontecimientos foráneos. En la actualidad, la institución se halla en calma porque –así lo creo– los jóvenes impacientes –y también los adultos ídem– llegaron al convencimiento de que la violencia como estrategia de lucha política en vez de hacer más cercano un cambio, lo aleja.
Superando muchas vicisitudes, la alma mater ha llegado a sus 150 años de vida mostrándose como una verdadera megauniversidad, de reconocida calidad académica e investigativa. Además de su sede central en Bogotá, cuenta con otras siete, en las que reciben formación algo más de 50.000 estudiantes, a cargo de 2.939 docentes, la mitad de ellos doctores, quienes responden por el desarrollo de 94 programas de pregrado y cerca de trescientos de posgrado.
La Nacional siempre ha funcionado subsidiada con recursos del Estado. La enseñanza no es completamente gratuita –como lo fue 150 años atrás–, pero los costos de matrícula son muy bajos, dependiendo de la situación económica de las familias.
Con este sucinto recuento histórico he pretendido rendirle un homenaje a mi alma mater en su onomástico sesquicentenario, seguro de que a él se asociará el país entero, renovando todos a una los mejores votos por que se mantenga vivo el espíritu de sus fundadores y por que los gobernantes de turno reconozcan la trascendencia que tiene, para bien de una Colombia progresista y democrática.
*Exrector de la Universidad Nacional.
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