¿Qué habrá sido de los flagelantes del poblado de Santo Tomás en la era de la pandemia? Pero quizás sobre pensar en ellos porque dar azotes es un hábito nacional. Solo que ejercido en espaldas ajenas. Como la famosa autocrítica de los camaradas administrada con golpes de pecho, ¡en el pecho de otros!
Nadie negará que tantas deficiencias sean motivos de crispación: crear y distribuir riqueza y administrar justicia no es como hacer morcillas de tripas. Ahora y mañana magnificadas las carencias por ese letal huésped: el diminuto virus de 300 millones de átomos y de 0,00012 milímetros, incapaz de reproducirse sin chupar ajenas vidas.
Pero el efecto es más nefasto cuando las fallas del timo abren flancos en las defensas del cuerpo físico. Y del moral cuando una sociedad pierde el equilibrio ético. Al quebrar la mesura de pasiones, la polarización segrega depresión, anomia y ojalá no anarquía.
Al menos que nos sirvan de bálsamo lecciones del pasado. En 1952 la esperanza de educación de los colombianos era de apenas un grado y dos meses de escuelita. Así lo atestiguó el lamentado Juan Luis Londoño en serios estudios.
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Después de un país de África, nuestros promedios eran los peores del mundo. No era nada casual que se juntaran violencia e ignorancia.
Empero, cuatro épicas gestas de alcance orbital nos salvaron del abismo. Al menos durante mucho tiempo mitigaron vacíos ancestrales.
Primera, la humilde acción del curita monseñor José Joaquín Salcedo Guarín con la creación de la Acción Cultural Popular (Acpo): 1953, cuando el analfabetismo campesino era del 63 %.
¿No nos dice nada esta audacia del uso de radio y prensa para salvar pobreza y violencia cuando contamos con las TIC? ¡Tantas veces la medianía responde a falta de imaginación y de coraje!
Segunda, la sabia tozudez del cartagenero Rodolfo Martínez Tono al crear el Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena). En el primer año, 1957, se crearon siete seccionales.
¿Qué sería hoy la suerte de millones de jóvenes sin esta respiración artificial? ¿Y qué les enseña a las universidades en torno a la urgente alianza de ciencia, tecnología y técnica a gran escala cuando requerimos hacer más con menos?
Tercera: parece un cuento de hadas, pero es monumental lección. Sin recursos, Gabriel Betancourt Mejía acudió a fines de los cuarenta a una empresa de Medellín y solicitó un crédito personal para estudiar doctorado en una universidad de Estados Unidos.
La insólita concesión firmada por un pagaré derivaría en la creación, en 1950, del Instituto Colombiano de Estudios en el Exterior (Icetex), según lo narró el prohombre en una de las gratas entrevistas que yo le hiciera. Fue pionera e inédita invención de un colombiano.
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Cuarta: el padre de Ingrid Betancourt sería dos veces ministro de Educación, la primera en la época de Rojas Pinilla, la segunda bajo Carlos Lleras. Fue una figura de moderación exquisita y de visionarios sueños acompañados de diligente acción.
Sirvió de puente entre los gobiernos conservadores, el militar y los del Frente Nacional. Y entre Colombia y el mundo. Siempre con el sello de la educación. Un bendito azar acudió por providencia a auxiliar al visionario líder con un íntimo compañero.
Por razones que desconozco, el joven químico español Ricardo Díez Hochleiter vino a Colombia. Profesor en la Facultad de Ingeniería Química de la Nacional, pronto se aliaría a Gabriel Betancourt Mejía para procurar uno de los mayores milagros de nuestra historia institucional con repercusiones globales. Ambos urdieron el primer plan educativo de Colombia… ¡y del mundo!
Como el hecho se produjo en el tránsito de la dictadura del general Rojas al Frente Nacional el libro no se quedó en anaqueles.
Gracias a las evidencias suministradas por el plan, en el plebiscito de paz de diciembre de 1957, cuando las mujeres ejercieron por primera vez su derecho al voto, uno de los catorce artículos aseguraría que del presupuesto de la nación se destinara al menos el 10 % a la educación.
Con efectos limitados por partir de tan precaria base, otra hubiera sido la suerte del país en los años turbulentos de no haberse cumplido el mandamiento.
Los compadres –pues casi lo eran– bifurcaron caminos, pero no separarían almas. Ricardo Díez Hochleiter fundaría el Instituto de Planificación de la Unesco, que le cambió el rostro a la entidad.
Desde entonces, la Unesco se integraría en pleno al sistema de Naciones Unidas y a una amplia trama de entidades multilaterales y bilaterales: OEA, Banco Mundial, BID, OEI.
“¿Qué tú quieres, Lauch? –había objetado el presidente del Banco Mundial a Lauchlin Currie cuando este otro pionero le propuso financiar la educación en los cincuenta–. ¡Nosotros somos un banco!”.
Renuentes a estimar la educación como bien productivo, gracias a la influencia de los dos amigos, estas entidades procurarían sinergias crecientes por transformar la educación mundial.
Algo que en Colombia sería sellado por la tarea visionaria de Gabriel Betancourt Mejía en el ministerio de Educación justo en el momento de la Reforma Constitucional de 1968 que modernizó el Estado.
Su legado se palpa en el Icetex, el Icfes, el ICBF, el Servicio Civil, la Universidad Pedagógica de Colombia y la Unesco. Da pena consultar su semblanza en Wikipedia, que no pasa de veinte opacas líneas, tan pobres como la lamentable entrada relativa al plebiscito de 1957.
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El padre de Ingrid llegaría a ser subdirector de la Unesco y el entrañable Ricardo Díez Hochleiter sería líder crucial en la transición del franquismo a la democracia española con el Libro Blanco de la Educación promulgado hacia 1968.
Luego ocuparía posiciones de liderazgo nacional en la Fundación Santillana y luego ocuparía la presidencia del Club de Roma por muchos años.
Uno y otro fundirían su amistad con la compañía de Belisario Betancur Cuartas. No fui belisarista pese a haber escrito todos los discursos al Congreso ordinarios y extraordinarios, más otros cruciales.
Fue tarea gratuita añadida a mi labor como jefe de la Unidad de Desarrollo Social en el escalofriante cuatrienio. Tras un silencio de décadas, puedo proclamar por vencimiento de términos que fui uno de los negros del presidente, como llaman en Francia a los escritores fantasmas.
Mi radical independencia me impuso desde joven no caer en banderías, ni ser capturado por el hechizo de caudillos. Lo cual no me impide admirar su colosal tarea. Pues fue un milagro que un conservador de la estirpe de Caro quebrara justo en el centenario de la Constitución de 1886 el espinazo vertical de aquella carta, justo en lo más dolido de la década perdida.
El Acto Legislativo número uno de 1986 ofreció el pasaje para superar con la Carta de 1991 los dilemas que en el pasado nos tensaran entre una nación casi sin Estado, 1863 a 1886, y un Estado casi sin naciones, 1886 a 1991.
Se alabó en demasía el Frente Nacional. Pero como es típico de nuestra ciclotimia, se lo vapuleó luego con saña. Que era responsable de la corrupción se desmentiría porque esta ha seguido cabalgando a galope desbocado.
Luego es un problema de más fondo por falta de una ética de la conciudadanía: asunto de cultura y de educación. Y lo peor, se echó al niño con el agua sucia al denostar el espíritu de transacciones. Que tanta falta hace.
Fui uno de los negros del presidente, como llaman en Francia a los escritores fantasmas.
Dolido porque nadie secundaba la tarea de conmemorar el bicentenario del Discurso de Simón Bolívar en la instalación del Congreso de Angostura de 1819, viajé a Marruecos en un intento por olvidarme de las penas de la patria.
Fui en diciembre de 2018 a Smara, muy al suroccidente del Reino para participar en un encuentro con el precioso título de ‘El viaje, el sueño y el camino’. Sorpresa: al cabo del recorrido por tres continentes me encontré con un teatro trágico parecido al de Arauca, donde vivo desde hace cinco años.
Una Argelia interesada en crear un Estado ficticio para arribar al Atlántico. Un Frente Polisario que es otra de las guerrillas más longevas del mundo. El mundo es un pañuelo, dicen.
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Regresé al otro año exacto a la ciudad de El Aaiún compungido porque la celebración del Congreso de Angostura en Tame en la fecha exacta del discurso de Bolívar había congregado a no más de cien patojos.
Entre ellos, mi amigo de Marruecos, Bachir Edkhil, un antiguo combatiente del Polisario que al renunciar a la violencia tejió una trama extraordinaria de gestión social ejemplar en el mundo. Pero aquí en el año del bicentenario se había esfumado, entre los morichales de Arauca, mi proyecto de erigir una Nueva Ruta Libertadora por la Paz y la Educación.
El proyecto derivaba de la advertencia de Simón Bolívar: que si no fundábamos la soberanía de la Nación en la educación ética de soberano, el pueblo, vencidos los enemigos externos emprenderíamos guerras entre nosotros mismos.
No hay peor derrota que la producida por una victoria mal gestionada. El mundo sería otro si en el Salón de los Espejos de Versalles hubiera primado la previsión sobre la venganza.
Y el país se hubiera ahorrado tantas reyertas y guerras internas de haber puesto como prioridad la formación ética en lugar del mal ejemplo de la camorra de caudillos. No una ética convertida en etiqueta, como la del caraqueño Manuel Antonio Carreño, agorafóbica y timorata, aunque preciosa en su escritura.
Al presentar en el Instituto Cervantes de Rabat mi libro Marruecos, Rosa de los Vientos, que sirvió de consuelo y de comparación entre la continuidad serena de la monarquía constitucional de Marruecos y las turbulentas pasiones políticas de Colombia, advertí entre el público la presencia del embajador de España en el Reino tan ligado a España, Ricardo Díez Hochleiter.
¡No puede ser –me dije–; el tiempo no le ha pasado al prohombre! Pronto el embajador me aclaró junto al abrazo: soy su hijo, mi segundo apellido es Rodríguez. Pero más me sumí en tremenda sorpresa cuando supe que el embajador de España en Marruecos, antes representante del Reino español en la Ocde, ¡es un colombiano! Más que su padre, que lo fue por adopción.
Al otro día en la embajada me cercioré, por la chispa de su habla, de que él es más rolo que yo. Asunto comprobado por un humor fascinante que adoba el picante cachaco con el salero castellano y andaluz, mezcla de tantas gracias reunidas en una.
Que sea motivo para exaltar la memoria de Ricardo Díez Hochleiter, quien murió el primero de abril pasado a los noventa y dos años. Y con ella se alabe y se recuerde la fructífera amistad con Gabriel Betancourt Mejía y con Belisario Betancur.
Pero, ante todo, que la remembranza sirva como ejemplo para transformar nuestras pasiones tristes y violentas en alegres y calmas. Que es el remedio que más nos urge tomar hoy, incluso antes de que aparezca la bendita vacuna.
GABRIEL RESTREPO*
Para EL TIEMPO*ESCRITOR Y SOCIÓLOGO