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Educación

En el nombre del hijo y del padre / Opinión

Foto:iStock

En estas relaciones paternales y filiales, hay un lenguaje que dura hasta el momento de la orfandad.

Al lado de la cuna, pasaba incontables horas sentado en el suelo contemplando esas pocas libras de mi carne y mis huesos que habían aparecido en este mundo apenas unos días atrás. En medio de la ilimitada quietud y de la respiración tan silenciosa, solo se escuchaba su propio crecimiento. Absorto, detallaba cada milímetro del cuerpecito de mi unigénito como si la Creación hubiese alargado su mano para ofrecerme en él la visión plena de la existencia. A un tiempo, su sonrisa refleja y su sueño profundo me impartían la más gigantesca lección de vida desde su nacimiento y me llevaban a tocar por primera vez el Cielo para agarrar el universo.
El lenguaje de mi pequeño se fue gestando con sus primeros pasos, porque recorrer cada espacio es también ampliar las ideas y nombrarlas. Ese trayecto trae errores y obstáculos, y entendió que debe superarlos y que siempre aparecerán. En los juegos de mesa, se enteró de que ningún triunfo es auténtico si este llega con la trampa, como un regalo o por la intercesión de algún influyente; por eso, nunca dejé que me ganara, y hoy sus triunfos son frecuentes. Solo la Naturaleza es dadivosa e incondicional, y casi todos los hombres, oportunistas.
Ya han pasado más de 20 años, y sobre mis hombros se dejó de escurrir hace mucho tiempo la huella de la dicha que me dejó su sueño baboso hasta que él cumplió los seis o siete años. Nada me importaba en este entonces si mis brazos se desencajaban cuando caminaba varias calles blindándolo ante el asedio del entorno. El peso de mi hijo era mi absoluto alivio, el alivio de saberlo seguro, tranquilo, entregado a los juegos imaginarios de su infancia, de su mundo feliz. Ahora, su gesto reservado, su 1,86 m y su timidez juvenil, así como mi dolor de espalda, bloquean mi deseo de arrullarlo y llevarlo por unas horas al espacio de los sueños: ¡ya es un hombre!
Mientras tanto, enclaustrado en un pequeño apartamento y acomodándose todavía a una viudez de cinco años, mi octogenario padre aspira los recuerdos con el oxígeno alternado de una manguera y la contaminación de una ciudad caótica y pandémica. A veces, regado en un sillón, cambia esas evocaciones por los goles repetidos, por los mismos chistes en blanco y negro de Cantinflas, las monalísicas sonrisas de Libertad Lamarque o el ceño fruncido de Arturo de Córdova. Todos ellos, dice mi padre, son los fantasmas que lo esperan.
Algunas mañanas, unas babuchas arrastran a este viejo mío de la habitación a la sala para repasar los crucigramas en las revistas y periódicos que cada semana le remite su primo Fabio. En las tardes, concentra la mirada por el ventanal y aprecia a los escasos transeúntes, y la dirige después hasta las repisas donde el whisky estampillado se añejó cinco años más, porque quizás al final de sus días está descubriendo que las escenas de la vida deben ser trasparentes y sobrias.
Ser viejo no es pecado ni delito; es una etapa de la existencia. La vergüenza ante tal apelativo (viejo o vieja) surge del temor ante la cercanía de la muerte, nuestra última etapa. Calificar a los viejos con el eufemismo “adultos mayores” no les resta edad, así como los preadolescentes no serán adultos por lucir una barba o llevar tacones. Por otro lado, hay quienes se exaltan cuando son llamados así, “viejo”, y se agazapan ante el anuncio de la verdad. En efecto, aunque se cierren los ojos, el Sol no se oculta ante los cobardes de la luz.

La vergüenza ante tal apelativo (viejo o vieja) surge del temor ante la cercanía de la muerte, nuestra última etap

Eso ocurre con mi padre: nunca aplica las palabras ni las acciones “políticamente correctas”, y siempre acierta con su sinceridad para destronar la hipocresía que intercambia buena parte de la humanidad. Con sus gestos, desprecia la información sin confirmar o las especulaciones de la vanidad; ya sabe que las cremas rejuvenecedoras tienen el mismo efecto de un reloj que se atrasa para evitar el paso del tiempo.
Entonces, como un secreto trascendental, este abuelo de mi hijo y este nieto de mi padre representan mi origen y mi destino, mi causa cercana y me efecto incierto. El lenguaje que recibí y el lenguaje que sigo impartiendo son la continuidad de la línea familiar, con aciertos y errores, por supuesto. Sin embargo, siempre contará la intención del amor. ¡Feliz día, padres!
Con vuestro permiso.
JAIRO VALDERRAMA V. PHD
Profesor de la Universidad de la Sabana y doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral de Buenos Aires, Argentina.
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