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La mentira, la peor 'colombianada' / En defensa del idioma
Mentiras

La mejor impresión de una persona está acompañada por la sinceridad.

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La mentira, la peor 'colombianada' / En defensa del idioma

ANÁLISIS UNISABANA
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'Ya voy por aquí en la calle 127', y apenas está saliendo de una oficina de la calle 13.

Un extranjero, que por primera vez estaba en Colombia y llevaba una semana en el país, le insistía a su anfitrión que debían comunicarse con ese nuevo amigo (colombiano) que los había invitado a almorzar hacía dos días, pero que aún no cumplía su promesa. Al anfitrión (también colombiano) le costaba mucho esfuerzo explicarle a este visitante que en Colombia es tan común la mentira que, al parecer, solo los mismos colombianos logran traducir (y no todas las veces) esos falsos mensajes a partir del tono, el lenguaje corporal, el contexto o los significados vagos, entre otros recursos, y deducir así que solo son mentiras.

“Y por qué no decir de una vez que no hay ningún interés en almorzar con uno –decía este foráneo amigo--. No pasa nada, no está obligado. Es más: nunca le pedí, ni siquiera le insinué, a este hombre que nos invitara a almorzar. No había motivo de ´defensa´; él mismo acudió a su mentira sin ninguna razón”. Así solicitaba ayuda este extranjero para comprender, en medio de un asombro insuperable, por qué en esta patria agobiada y doliente las palabras se sueltan con la misma ligereza con que se expulsa el aire al respirar. El aire al menos oxigena.

Sin embargo, el anfitrión, que no tiene ese defecto, solo podía justificar esta costumbre nacional por esa tendencia del promedio de sus compatriotas a “quedar bien”, aunque estén “muy mal” y la impresión que causen sea peor. Y esa farsa generalizada se arraiga porque las nuevas generaciones han nacido y crecido en medio de esta, y han imitado esa desvergonzada manera de quienes les precedieron en este paradisiaco territorio: a mentir porque sí o a mentir porque no.

Preocupa más que junto a la mentira aparezca la picardía cercana al delito: “Y cuando les cobro el dinero que me deben, ¡se enojan!”, comentaba otro extranjero, y continuaba: “Uno se los encuentra [a los colombianos], y todo el tiempo quieren congraciarse, o quieren presumir de algo que no tienen o que no son. Y tampoco están obligados, pero no se dan cuenta de que nadie es perfecto, y unos cuantos quieren fingir que lo son. ¡Qué tontos!”.

A este extranjero también le cuesta entender cómo la adulación y la hipocresía son las divas del escenario colombiano, donde la política y el mercadeo dejan de mencionarse porque están fuera de concurso.

Se sospecha que esta intención por engañar tiene su origen en una carencia emocional, y también en el deseo por ser reconocido o tenido en cuenta, siquiera por un momento

La mejor impresión de una persona está acompañada por la sinceridad. No obstante, ocultar una situación propia, pero desfavorable y real, ayuda solo a construir mitos, al igual que sacar a relucir una imagen que no existe, y que se cree muy útil. Y sí, ese es el apelativo más preciso: mitómanos.

Se sospecha que esta intención por engañar tiene su origen en una carencia emocional, y también en el deseo por ser reconocido o tenido en cuenta, siquiera por un momento. Por eso, las estratagemas de muchos colombianos (no son todos) para llamar la atención sobrepasan sin límite la verosimilitud.

Las falacias, aun las más descaradas, reemplazan el diálogo, que bien podría resultar enriquecedor; pero el deseo por figurar los supera, y más en una sociedad que sigue valorando la apariencia sobre la autenticidad. Luego, sumados a los mitómanos, llegan a escena los esnobs.

Muchos de estos esclavos de la fantasía insulsa (mitómanos y esnobs juntos) acuden a otras frases mentirosas como “tengo que hacer mis compras (aludiendo un almacén de prendas ostentosas, y muy feas)”, “ayer almorcé con Luis (citando un restaurante de costosísimo menú), “mañana tengo una reunión (nombrando a un famoso del espectáculo)”.

Pocos de estos ilusos comprenden que un macaco puede lucir las prendas diseñadas por el más famoso modisto europeo, comer langosta en el restaurante más lujoso de la ciudad o compartir una bebida con la estrella mundial del pop, y no por ello dejar de ser un macaco. Los aullidos de los simios, por lo menos, son fruto de la impresión sincera de su entorno.

“A las cuatro te llego”, afirma uno, y no llega ni a esa hora ni nunca. “Ya voy por aquí en la calle 127”, y apenas está tomando un taxi en pleno centro de la ciudad. “Mañana te consigno esa platica”, y pasan meses o años sin que se consigne nada y sin que aparezca el deudor. “Ese trabajito se lo termino mañana. Eso sí: necesito un adelantico…”, especulan otros, sobre todo los más perezosos y estafadores. “Yo te llamo”, y no llaman ni escriben ni mandan señales de humo... porque eso parecen ser las ideas que proclaman: ¡humo!

Con vuestro permiso.

JAIRO VALDERRAMA V.
UNIVERSIDAD DE LA SABANA

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