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Ciencia

Fosfina en la atmósfera de Venus podría indicar presencia de vida

Venus es el segundo planeta desde el Sol

Venus es el segundo planeta desde el Sol

Foto:iStock

Científicos detectaron una huella química de posible origen biológico en la atmósfera del planeta.

Nicolás Bustamante
Venus no tiene océanos. Los tuvo, pero eso ya no cuenta. En cambio tiene un mar de gases: una atmósfera gruesa y activa llena de capas donde hay corrientes que rotan en sentidos, velocidades y altitudes diferentes. Una entretela de vapores increíblemente tóxica y corrosiva donde reinan olas de dióxido de carbono y nitrógeno, y las nubes sueltan gotas de ácido sulfúrico.
Tiene un manto tan denso que ha creado un efecto de invernadero extremo, cocinando el suelo de ese mundo con 462 grados celsius y haciendo que pararse sobre su superficie sea equivalente a estar sumergido bajo un kilómetro de agua.
Sin embargo, dentro de esta atmósfera imposible del planeta más caliente del sistema solar existe una delgada capa donde las condiciones son las correctas para sostener la vida tal como la conocemos. Ese nirvana venusino está entre los 48 y los 60 kilómetros de altura.
Allí los vientos no son huracanados, sino suaves brisas, y las temperaturas están entre los -1 y los 93 grados centígrados, una dicha para cualquier organismo extremófilo terrícola.
La especulación es que si la vida se dio alguna vez en Venus, el único lugar donde podría existir aún es en esta privilegiada cinta de nubes. Ese sería el albergue al que habrían emigrado los organismos cuando los mares se evaporaron y la superficie se convirtió en un infierno venenoso: se habrían mudado del océano líquido al aéreo.
Por eso la sorpresa cuando unos investigadores de la Universidad de Cardiff, en el Reino Unido, y el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), entre otros centros académicos, anunciaron haber detectado la huella química de lo que podrían ser señales de vida microscópica justamente entre las nubes de esa región del cielo de Venus.
Se trata de un gas compuesto por la molécula fosfina, que aunque es muy tóxica para quienes dependemos del oxígeno, irónicamente está asociada a los orígenes de la vida. Es más: según un anterior estudio del MIT, detectar este gas en un planeta rocoso (como lo son Venus, Mercurio, la Tierra o Marte) significaría que solo podría haber sido producido por un organismo viviente.
“Es muy difícil comprobar otra cosa”, dice Clara Sousa-Silva, una de las mayores expertas mundiales en este extraño gas e investigadora del Departamento de la Tierra y Ciencias Atmosféricas y Planetarias del MIT, en el comunicado que anuncia la publicación del estudio hoy en la revista Nature Astronomy.
“Ahora, los astrónomos se van a poner a pensar en todas las formas de justificar que exista la fosfina sin que haya presencia de vida, y yo les doy la bienvenida porque nosotros ya consideramos varios escenarios como la luz solar, los minerales de la superficie, la actividad volcánica, el impacto de meteoritos y los rayos. Así que, por favor, háganlo”, añadió Sousa-Silva, explicando que el anuncio viene después de años de exhaustivo estudio.
La fosfina está entre los gases más apestosos y tóxicos de la Tierra, y se encuentra en algunos de los lugares más sucios, como las profundidades de pantanos y ciénagas, en las entrañas de algunos tejones y peces, y hasta en el popó de los pingüinos.
La mayor parte de la vida en la Tierra, específicamente toda la vida aeróbica que respira oxígeno, no quiere tener nada que ver con esta molécula venenosa, ni la produce ni depende de ella para sobrevivir. En cambio, según Sousa-Silva y sus colegas, la fosfina, que como sugiere su nombre contiene fósforo, es producida por bacterias y microbios que no necesitan oxígeno para prosperar.
Esto quiere decir que lo que se detectó en Venus “o bien es vida, o bien es algún proceso químico o físico que no esperábamos sucediera en un planeta rocoso”, añade Janusz Petkowski, coautor del estudio.
El descubrimiento se hizo usando el telescopio óptico James Clerk Maxwell, en Hawái, cuando el equipo de la astrónoma Jane Graves, de la U. de Cardiff, buscaba patrones de luz que pudieran indicar la presencia de moléculas inesperadas y posibles tarjetas de presentación de organismos vivos.
Cuando detectó un patrón que indicaba la presencia de fosfina, Graves llamó a Sousa-Silva, quien se sorprendió porque asumía que a los astrónomos lo que les interesaría era buscar fosfina en mundos de otras galaxias. “No se me había ocurrido ir a ver en el planeta más cercano a nosotros”.
Para reconfirmar la observación, los científicos acudieron esta vez al exquisitamente sensible observatorio de radio Alma, en el desierto chileno de Chajnantor, una especie de oreja que constantemente “escucha” los movimientos que producen las moléculas danzando en el espacio. Alma confirmó que, efectivamente, lo que estaba detectando eran huellas de fosfina.
El siguiente paso consistió en echar mano de un modelo de la atmósfera venusina, desarrollado por Hideo Sagawa, de la Universidad Sangyo de Kyoto, para interpretar los datos. El modelo les enseñó que la fosfina en Venus es un gas escaso, que existe en una concentración de aproximadamente 20 de cada mil millones de moléculas en la atmósfera. 
Y, aunque esa concentración es baja, los investigadores señalan que la fosfina producida por la vida en la Tierra se puede encontrar en cantidades aún más bajas en nuestra atmósfera.

Somos muy distintos

La historia de la Tierra y Venus es la historia de dos planetas hermanos. Nacidos hace 4.500 millones de años, fueron criados en el mismo vecindario, bañados por la luz de la misma estrella, en aparente igualdad de condiciones, con casi el mismo tamaño, cercanos uno al otro, como dos gemelos en una misma placenta.
Sin embargo, uno está ahogado en gases venenosos y el otro goza de una atmósfera oxigenada. Uno sufre de calores infernales, mientras el otro aún sabe lo que son los días de frío. Uno camina como es debido y el otro rota en contra del reloj. Uno perdió sus mares y el otro los supo retener. Uno es dador de vida y el otro se tornó asesino.
Venus es como ese familiar emproblemado y difícil que queremos, pero al que no le hacemos justicia. Un poco olvidado por las misiones espaciales (pues aplasta nuestros robotitos como si fueran cajas de cartón), cuando volteamos a verlo es casi con remordimiento y un poco de susto. Y siempre con las mismas preguntas: ¿por qué aquí y no allá? ¿Por qué nosotros y no él? Si tenemos la misma ‘genética’, será que, en un futuro, ¿nos va a pasar lo mismo, sucumbiendo a un calentamiento global desenfrenado?
En las primeras etapas del Sistema Solar, Venus parece haber evolucionado muy rápidamente en comparación con la Tierra. Hasta donde se sabe, nuestro gemelo alguna vez tuvo mucha agua sobre superficie, pero parece que estos océanos se perdieron en una escala de tiempo geológica muy corta. Como resultado de la pérdida de agua, la evolución de la superficie de Venus se puso muy perezosa porque no alcanzó a desarrollar placas tectónicas como la Tierra.
Venus, entonces, evolucionó demasiado rápido al principio, y luego, demasiado lento. Y mientras él perdía sus mares y acumulaba dióxido de carbono en la atmósfera, nosotros perdimos ese gas en nuestra propia atmósfera y lo atrapamos en los océanos, entre los minerales en la corteza y en la vida vegetal.

Ir a ver

Por su conexión con nuestro medioambiente, y a pesar de los peligros, nos morimos de ganas de ir a Venus. Entre otras cosas porque no hay nada como un reto tecnológico para hacer salivar a los ingenieros aeroespaciales.
Lo cierto es que casi todas las agencias espaciales del mundo están esbozando actualmente una propuesta para explorar al irascible vecino. La Organización de Investigación Espacial de la India será la primera en despegar cuando lance un orbitador a Venus en 2023 (dependiendo de la situación del covid-19). Estados Unidos podría seguir de cerca, con dos propuestas para mapear la superficie y estudiar la atmósfera que, de ser seleccionadas, despegarían en 2025 o poco después.
La Agencia Espacial Europea está considerando actualmente una propuesta para enviar un orbitador en 2032. Y la agencia espacial rusa Roscosmos está trabajando en colaboración con Estados Unidos para enviar la Venera-D, una atrevida misión en cualquier momento entre 2026 y 2033, que incluiría un orbitador tipo zepelín, un módulo de aterrizaje que enviaría lecturas a corto plazo y una estación de investigación que sobreviviría por mucho más tiempo.
Ahora, lo que sigue es confirmar aún más la detección de fosfina con otros telescopios.
Y mapear la presencia de la molécula en la atmósfera de Venus para ver si hay variaciones diarias o estacionales en la señal que sugieran actividad asociada con la vida. Y si esta actividad realmente llegara a suceder, si detectamos vida entre las nubes venusinas, esta bola caliente finalmente podrá recibir el amor que le hemos negado.
ÁNGELA POSADA SWAFFORD 
Para EL TIEMPO
Nicolás Bustamante
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