A comienzos del mes de noviembre de 1895, Wilhelm Röntgen, profesor de la Universidad de Würzburg, en Alemania, observó durante un experimento con tubos al vacío unos rayos invisibles que atravesaban libros y paneles de cartón haciendo brillar una pantalla fluorescente. Por desconocer su naturaleza, los llamó rayos X (como las cantidades desconocidas en una ecuación). Apenas un mes después, Röntgen usó los rayos X para tomar en una placa fotográfica una imagen de la mano de su esposa. Era la primera radiografía de la historia.
Los rayos X son radiación electromagnética que puede atravesar la piel y los músculos, pero se atenúan en sustancias más densas, como el tejido rico en calcio que compone los huesos. Por eso son una de las herramientas no invasivas más importantes para estudiar el interior del cuerpo humano. Sin embargo, no son inocuos; la exposición prolongada puede causar daños a los tejidos y a las moléculas que guardan nuestra información genética, y no son muy efectivos para diferenciar tejidos que no tienen grandes diferencias de densidad.
Los humanos evolucionamos en un ambiente donde hay niveles de radiación natural que nuestros cuerpos toleran sin dificultad. Pero al hacernos una radiografía de un brazo o una pierna nos exponemos en un instante al equivalente de tres horas de radiación natural, lo cual no es mucho. Pero una radiografía de la columna vertebral equivale a seis meses de radiación natural y una tomografía del abdomen, a tres años de radiación natural.
Estos niveles de exposición a la radiación ionizante se acumulan, y aunque no son graves para un paciente promedio, sí pueden llegar a ser considerables para pacientes que necesitan diagnósticos continuos, como por ejemplo aquellos que sufren de distintos tipos de cáncer.
Por esa razón, la medicina moderna busca continuamente alternativas a los rayos X. Y una de ella son los rayos T.
Estos también son radiación electromagnética y se los conoce bastante en astronomía; corresponden a las frecuencias de la luz en las que se estudia la emisión del polvo interestelar en las nubes de gas donde nacen las estrellas como nuestro Sol. Estas frecuencias corresponden a millones de millones de pulsos por segundo, es decir, terahercios, por lo que se les llaman rayos T, aunque los astrónomos jamás los llaman por ese nombre.
Los rayos T se atenúan con gran facilidad en la atmósfera; por eso, los observatorios que los estudian tienen que estar en la cima de montañas muy altas, como el telescopio James Clerk Maxwell en el punto más alto de la isla de Hawái; en globos, como BLASTPol (mi proyecto de doctorado), que se lanzó desde Antártida y alcanzó una altura de vuelo de 40 kilómetros, o a bordo de un satélite, como el observatorio Herschel de la Agencia Espacial Europea. Pero pueden penetrar varios milímetros en la piel, viajando sin atenuarse en tejidos con bajo contenido de agua, como el adiposo bajo nuestra piel.
Al portar menos energía que los rayos X, los rayos T no producen mayores efectos en los tejidos y pueden utilizarse para diagnosticar tempranamente el cáncer en la piel, de boca o de seno. Probablemente, también podrían usarse en el futuro como una alternativa o un complemento a las biopsias del tejido epitelial. Sin embargo, estas aplicaciones dependen del desarrollo de fuentes de rayos de terahercios pequeñas y eficientes, algo que por el momento implica grandes costos de producción y un alto consumo de energía.
Muy recientemente, los científicos especializados en fotónica (la ciencia de la generación, control y detección de luz) han reportado considerables avances en el desarrollo de dispositivos láser en frecuencias de terahercios. Una de sus primeras aplicaciones será en el Observatorio Galáctico Espectroscopio de Terahercios (Gusto, por sus siglas en inglés), un experimento que se lanzará en un globo desde la Antártica en los próximos años para estudiar la composición de los lugares de nuestra galaxia en donde se están formando estrellas y sistemas solares.
Los rigurosos límites de energía y tamaño de este experimento inspiran nuevas soluciones para producir y medir rayos T con mayor eficiencia. Por lo menos en este caso no es una metáfora decir que mientras más aprendemos a observar los lugares a cientos de años luz de nuestro planeta, más nos acercamos a ver el universo que se esconde bajo justo nuestra piel.
JUAN DIEGO SOLER
Para el tiempo
@juandiegosoler
* Investigador Instituto Max Planck de Astronomía.
Comentar