El pasado 8 de septiembre partió, desde Cabo Cañaveral (EE. UU.) Osiris-REx, una de las misiones de exploración planetaria más desafiantes de los últimos años. Su objetivo es estudiar en detalle el asteroide Bennu, ubicado a una distancia promedio de 1,05 unidades astronómicas (la distancia media entre el Sol y la Tierra, aproximadamente 150 millones de kilómetros).
El orbitador está equipado con varios instrumentos, que van desde equipos de navegación y recolección de muestras, hasta espectrómetros de emisión termal y altímetros láser de alta precisión, entre otros, los cuales permitirán estudiar la composición del asteroide, que pertenece al grupo de meteoritos rocosos denominados condritas carbonáceas. (Lea también: Un viaje con retorno al 'asteroide de la muerte')
Estos meteoritos son de gran importancia para la comprensión del origen de nuestro sistema solar. Ninguna otra clase de meteoritos está más íntimamente relacionado con la formación de nuestro Sol que los condritas carbonáceas, formados por los primeros fragmentos rocosos que datan de hace 4.500 millones de años sin pasar por un proceso de diferenciación, es decir, se crearon muy rápido, sin tiempo para que se formara un núcleo metálico.
Debido a que se originaron en regiones del sistema solar primitivo, son ricas en oxígeno y su contenido metálico no está como elemento nativo; sin embargo silicatos, óxidos y sulfuros son bastante abundantes en estos asteroides.
Otro factor que le otorga un alto interés científico al estudio de estos cuerpos es el contenido de agua o de minerales que hayan sido alterados por la presencia de agua en el pasado. Esto, sumado a la abundante presencia de carbono que da lugar a la formación de compuestos orgánicos complejos, permite indagar sobre las condiciones bajo las que se formó el sistema solar a partir de muestras que nunca han sido alteradas. Es como retroceder en el tiempo y leer la historia preservada en las rocas más antiguas que se puedan hallar en el vecindario cósmico. (También: Las misiones espaciales imperdibles de este año)
Dentro de sus instrumentos se encuentra una pequeña aspiradora que funciona de manera inversa: en vez de succionar, genera un “soplido” que esparce el regolito de la superficie y luego es almacenado para su posterior envío a la Tierra en el año 2021.
Además, se planea mapear la superficie del asteroide con el fin de caracterizar los rasgos geológicos y topográficos más relevantes; describir de manera detallada, y a varias escalas, el sitio de muestreo; medir el desvío de la órbita del asteroide por fuerzas diferentes a la gravitacional (efecto Yarkovsky) y comparar los datos obtenidos en la Tierra con los de la sonda para calibrar los parámetros de observaciones futuras a estos cuerpos y tener una mejor idea de su composición superficial.
Se tiene estimado que luego de dos años de viaje, es decir, en el 2023, dichas muestras lleguen a la Tierra. La cápsula aterrizará en Utah (EE. UU.) y un 75 por ciento del material recolectado será almacenado en las instalaciones del Johnson Space Flight Center, en Houston, para que científicos de todo el mundo puedan tener acceso a él.
DAVID TOVAR
Especial para EL TIEMPO
M. Sc. en Geología Planetaria. Codirector Grupo de Ciencias Planetarias y Astrobiología. U. N.