Hace menos de un siglo pensábamos que no había estrellas, planetas o galaxias fuera de nuestra propia galaxia, la Vía Láctea. Para comienzos del siglo XX ya se contaba con colosales telescopios, como uno en el Observatorio del Monte Wilson en California, que se enorgullecía de tener un espejo de 2,5 metros de diámetro. Aun así se pensaba que todos los objetos que se podían ver en el firmamento estaban a distancias relativamente cerca de la Tierra.
Un boxeador aficionado, entrenador de baloncesto y que estudiaba derecho sería el encargado de darle forma al tamaño del universo. En 1919, Edwin Hubble dejó la jurisprudencia para dedicarse a observar el cosmos, desde el Observatorio del Monte Wilson, donde se interesó por estudiar las llamadas nebulosas.
Esta denominación provenía del hecho de que se veían como unas nubes de gas, pero Hubble fue capaz de identificar estrellas en gran cantidad de ellas. Así le sucedió con la, en ese momento, llamada Gran Nebulosa de Andrómeda, una región cerca de la constelación de Andrómeda, en donde Hubble descubrió estrellas por montones, incluyendo las cefeidas, que cambian su brillo periódicamente y se usan como patrones para medir distancias en el universo.
Hay que remontarse al año 961 para encontrar el primer registro de su observación, hecha por el astrónomo persa Abd Al-Rahman Al Sufi. Después vinieron muchas más observaciones, pero en todas ellas se pensaba que se trataba de una región que habitaba nuestra propia galaxia.
Gracias a los estudios de Hubble sobre Andrómeda, que publicó el 23 de noviembre de 1924, hoy hablamos de astronomía extragaláctica, y sabemos que está fuera de la Vía Láctea y es una galaxia en sí misma.
SANTIAGO VARGAS
Ph. D. en Astrofísica. Observatorio Astronómico de la Universidad Nacional
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