Isla Cayo Serrana. El fuerte viento levanta olas de espuma blanca, delineando los rompientes del complejo de arrecifes del banco Serrana, un remoto atolón oceánico situado 150 kilómetros al noroeste de la isla de Providencia. Protegida del castigo de las olas por este anillo deformado de corales que hace parte del sistema de arrecifes más biodiverso, grande y prístino del Caribe, y el tercero del mundo, la isla Cayo Serrana (nombre oficial) aparece en la distancia como una solitaria raya de arena clara de 500 metros de largo. Está densamente cubierta de matorrales coronados por un puñado de palmeras, un puesto de avanzada de infantes de marina y una torre-faro, todo ello rodeado de un mar cobalto agresivamente saturado de parches azul turquesa.
A un kilómetro de la costa, la popa del buque oceanográfico de la Armada ARC Providencia es un caos controlado de personas, tanques de buceo, bolsas de agua, cajas de comida y equipos de trabajo científico que esperan las lanchas para desembarcar, en medio de un serio oleaje. Se preparan para acampar sobre la suave arena de Serrana y tomarse la isla como base de operaciones durante más de 20 días –la expedición se adelantó entre el 4 y el 30 de agosto–, a la vez que otros permanecerán a bordo, encargándose del trabajo oceanográfico e hidrográfico complementario y el avistamiento de aves y mamíferos marinos.
(En fotos: Expedición Seaflower: explorando las riquezas de la Isla Cayo Serrana)
El asalto será total: provenientes de todo el país, hay 52 investigadores, entre biólogos marinos y terrestres, expertos en peces, corales, aves e insectos, ecólogos, ambientalistas, geólogos, oceanógrafos, físicos y químicos, acompañados de otros tantos expedicionarios, que incluyen buzos de altas profundidades, ingenieros especializados en robótica submarina, infantes de marina, oficiales de la Armada y hasta productores de video, que cuentan con personal de apoyo crucial como lancheros, pescadores y cocineros raizales de San Andrés y Providencia, sin los cuales esta empresa habría sido más difícil.
Si bien otras organizaciones llevan años yendo a este rincón del Caribe, esas han sido salidas de campo individuales y a pequeña escala. El reciente y masivo esfuerzo creado por la Comisión Colombiana del Océano (CCO) es una de la expediciones más ambiciosas que haya organizado Colombia, literalmente, desde la Expedición Botánica. Y con razón: este lugar es un exportador de biodiversidad para el resto del Caribe, ya que las larvas de los peces que sostienen las grandes industrias pesqueras provienen de estos arrecifes.
La expedición científica Seaflower 2016 busca explorar, clasificar y auscultar la fauna y la flora de Serrana sobre y bajo el agua que la rodea, usando modernas técnicas de observación y recolección, para luego estudiarlas con avanzadas herramientas de microscopía, biología molecular, secuenciación genética y biocomputación.

La bióloga Milena Benavides sostiene una de las pocas estrellas de mar que vieron en Serrana.
Utilizando tecnología de robótica submarina hecha en Colombia, también se está mapeando y fotografiando el fondo marino y describiendo su geología, los sistemas de corrientes, la relación mar-atmósfera y aquella entre la superficie y los -180 metros, abarcando el rango donde habitan los corales de profundidad.
La idea final es comparar este ecosistema con lo que se conoce del resto de Colombia y poder seguir los hilos invisibles de las conexiones ecológicas entre los organismos que hay en estos arrecifes alucinantemente ricos en formas de vida, muchas de ellas nuevas para la ciencia. Solo así podrán diseñarse más redes de áreas marinas protegidas dentro de la misma Reserva Seaflower.
(Vea: Cayo Serrana un lugar donde un náufrago se convirtió en leyenda)
Según el contralmirante Juan Manuel Soltau, secretario ejecutivo de la Comisión Colombiana del Océano, esto es parte de una cruzada para convertir a Colombia en una “potencia oceánica”, una nación que les dé la cara a sus dos océanos a través de la exploración científica, y para tomar decisiones futuras aprovechando la sinergia entre las organizaciones participantes.
Para Juan Armando Sánchez, biólogo marino de la Universidad de los Andes, uno de los líderes científicos del proyecto y profundo conocedor de la evolución y la ecología de los corales del archipiélago desde hace dos décadas, ‘sinergia’ es la palabra clave. “Esta expedición fue el primer esfuerzo nacional de trabajo colaborativo horizontal. Aquí no hay una jerarquía como tal, sino que la CCO armó este esquema abierto, ultraincluyente. Es tan difícil poder hacer un trabajo colaborativo acá en Latinoamérica que a mí me pareció muy valioso eso de invitarnos a trabajar en un mismo lugar, pero cada uno de nosotros con nuestros proyectos de interés”, dice el biólogo.
Isla-laboratorioSánchez ha descubierto varias especies de corales blandos, llamados octocorales, que, anclados al lecho marino, semejan ramas que se mecen al vaivén de la corriente. Lejos de ser plantas, estas colonias de coral producen la materia prima para los arrecifes del futuro, y cuando mueren, sus delicados cuerpos se convierten en una blanca arena de carbonato de calcio.
Hace poco, él y sus colegas internacionales notaron que estos corales blandos son más resistentes al fenómeno de la acidificación (aumento del dióxido de carbono que hace que el mar se vuelva más corrosivo) del agua en los océanos del mundo, y a otras perturbaciones del medioambiente, como el cambio climático. En viajes a otros cayos en el norte del archipiélago de San Andrés y Providencia, Sánchez descubrió también que los corales duros están declinando y que los blandos están aumentando. Está por comprobarse si la misma tendencia está presente en Serrana. De ser así, eso tendría interesantes implicaciones a largo plazo en la arquitectura de los arrecifes del planeta.
Los corales son sensibles también a la radiación ultravioleta, a las toxinas químicas, al desbalance de los nutrientes, a la depredación, al aumento de algas y a las enfermedades infecciosas. Y como el mar es un fluido sin fronteras, el hecho de estar lejos de las poblaciones humanas no es una garantía para su buena salud.
(Además: Historia de los guardianes del cayo Serrana, en San Andrés)
Tanto Sánchez como la bióloga Valeria Pizarro, de la Fundación Ecomares, estudiaron corales con enfermedades virales como la enfermedad de la plaga blanca y otra que pinta lunares oscuros en los corales duros. Una teoría existente, con la que Sánchez está plenamente de acuerdo, es que estos virus son transportados por las corrientes de aire que llegan del Sahara y terminan “lloviendo” sobre nuestras latitudes.
A ese respecto, la Universidad Nacional de Medellín se hace otras preguntas: ¿cómo responderán estos cayos y arrecifes a los eventos climáticos drásticos y qué lecciones ambientales nos dan las corrientes de aire sobre ellos? Para eso, la ingeniera Johanna Yepes lanza varios globos meteorológicos, que son la gran atracción entre los expedicionarios.
No obstante, la verdadera ‘estrella de rock’ en esta playa es un vehículo robótico submarino llamado VISOR3, diseñado y construido por los ingenieros de la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB), en Medellín. El pequeño pero sofisticado explorador amarillo está atado a un cordón umbilical para recibir electricidad y enviar telemetría a la superficie y es capaz de bajar a 60 metros de profundidad, con cámaras de video en su interior. Los primeros días tuvieron sus tropiezos, pero para la segunda semana, VISOR3 nadaba entre los peces como uno más de ellos.
Para bajar más profundo aún, la UPB se trajo una cámara de deriva de alta resolución que alcanza los -180 metros. En Medellín, el grupo de 40 investigadores, liderados por el ingeniero mecánico Rafael Vásquez, está trabajando en un nuevo proyecto de crear un robot que descienda a -500 metros y que tenga capacidades de tomar muestras con botellas recolectoras.
Sinergia mágicaEscuchar estos planes les hace agua la boca a todos los investigadores, que ojean al flamante VISOR3 como niños en una heladería. Y es aquí donde comienza a darse esa sinergia mágica con la que el contralmirante Soltau ha soñado desde hace rato. El biólogo marino José Tavera, de la Universidad del Valle, por ejemplo, quiere que la UPB le fabrique algo que pueda medir la fuerza de la mordedura de un pez. También quisiera acoplar hidrófonos que recojan los extraños sonidos de los peces obispo, en los que se especializa. Por su parte, el Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras (Invemar) podría usar el sumergible de los -500 metros para ir a explorar los corales de profundidad y esos otros ecosistemas desconocidos, allá donde ni los atrevidos buzos Nacor Bolaños, de Coralina (Corporación para el Desarrollo Sostenible del Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina), y Óscar Eduardo Ruiz llegan con sus exóticas mezclas de aire.

Buzo
Arturo Acero, legendario biólogo marino de la Universidad Nacional sede Caribe, se contentaría con unas magníficas cámaras de video para espiar el drama de la vida en el arrecife y ver por qué no hay morenas, ni casi erizos o estrellas de mar. Acero vino a estas latitudes en 1980, cuando casi no se hablaba de Providencia. “Este archipiélago tiene 407 especies de peces, 48 de corales duros, 130 esponjas, 57 de aves”, cuenta el biólogo, quien bucea con la misma destreza de sus jóvenes alumnos. “El arrecife es el más conservado del Caribe, pero no es perfecto. Por ejemplo, aunque la biodiversidad aún es muy alta, la sobrepesca en el archipiélago produjo una carencia de grandes depredadores: tiburones, meros grandes, pargos grandes. Y por eso vemos el problema del pez león –añade–. Los depredadores lo hubieran barrido fácilmente”.
Justamente, el pez león es un tema que mantiene ocupada a Diana Bustos, de la Universidad Nacional sede Caribe, quizás la máxima autoridad colombiana en este pez venenoso e invasor, que parece tener superpoderes de adaptación y colonización a nivel global. “Lo hemos encontrado en arrecifes, en fondos arenosos, a -200 metros, y hasta en la Ciénaga Grande”, dice mientras le saca las gónadas a uno. Tras cada salida de buceo, el equipo regresa con una bolsa llena de las criaturas, que más parecen un dragón que un león y que más tarde se convierten en sushi (pocos peces más sabrosos que el león).
El animal se traga todo lo que tiene a su alcance, y si se lo deja quieto es capaz de despoblar un arrecife. “Queremos verlo genéticamente, ver qué posibilidades de bioprospección (propiedades para ser explotadas) tiene el veneno, y profundizar en su fecundidad”.
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Menos exótico que el pez león, pero igualmente importante por las razones contrarias, es el caracol pala, ese caracol intensamente rosado que constituye una de las pesquerías más importantes del Caribe. Desde hace años la bióloga marina Trisha Forbes trabaja con la Secretaría de Agricultura y Pesca del Archipiélago de San Andrés, observando el estado de sus poblaciones. “El rosado del caracol pala le pinta a uno el corazón”, comenta la linda sanandresana, que pasa más horas buceando que en tierra, midiendo los caracoles y acumulando información sobre la pesquería legal e ilegal. “Es una especie clave en nuestra cultura y gastronomía. En otras islas ya no hay caracol. Serrana es el gran repositorio, el banco del caracol pala –dice–. Nuestros pescadores artesanales tienen una cuota anual de extracción conjunta de 16 toneladas”. El problema es cuando llega la pesca industrial ilegal.
“El control en altamar es difícil porque nuestro departamento es agua, y entonces las embarcaciones industriales en mar abierto pueden fácilmente hacer un transbordo de lo que han pescado”, explica Hugo Alejandro Wilson, de la Gobernación de San Andrés y Providencia. Y aunque resalta que la Armada ayuda a cuidar el recurso, agrega que es clave un mayor control.
Y así va la historia en Serrana. La consentida isla-laboratorio del Caribe colombiano, aunque esté más cerca de Nicaragua que del continente. Un lugar donde los jóvenes y asombrosos infantes de marina comparten con uno el café, el internet y la conversación casual. Donde las aves que migran entre las Américas encuentran un merecido descanso y el abrigo de plantas primarias que ya no existen en el resto del archipiélago para criar sus polluelos. Y donde hay que caminar con cuidado en las noches para respetar el misterioso proceso de anidación de quién sabe cuántas tortugas, “potencialmente, el mayor en el Caribe colombiano”, según la Fundación Tortugas del Mar.
El archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, con todas sus islas, cayos y rocas, es una especie de Hawái colombiana: remoto, de origen volcánico, exportador de biodiversidad para todo el mar circundante y dueño de una rica cultura. Esa riqueza pone no solo a Colombia, sino al resto de los países de la cuenca del Caribe, en la obligación moral de protegerlo.
Porque, como escribió John Sawhill, expresidente de Nature Conservancy, “al final, nuestra sociedad será definida no solo por lo que creamos, sino por lo que nos negamos a destruir”.
La odisea, en números22 proyectos de investigación.
28 Instituciones públicas y privadas.
52 Investigadores
113 expedicionarios.
1 buque oceanográfico.
En el 2000, el Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, y su surtido de cayos, rocas y atolones coralinos, que se levantan sobre un piso volcánico, se convirtió en la piedra angular de la Reserva de la Biosfera Seaflower, designada por la Unesco y bautizada en honor al buque de puritanos ingleses que llegó a esas islas en 1631. La reserva cubre 180.000 km², es decir, un 35 por ciento de todo el Caribe colombiano –un 10 por ciento de todo el Caribe–, albergando al tercer arrecife de coral más grande del mundo y ecosistemas en diez zonas geográficas. En el 2005, un trozo de 65.000 km² fue designado Área Marina Protegida, con restricciones de pesca y turismo. Desde entonces la administrada y la estudia la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina (Coralina).
La expedición Seaflower 2016
Paraíso a 150 km de Providencia
Entre el 4 y el 30 de agosto se llevó a cabo una de las salidas de campo más ambiciosas y sofisticadas que haya organizado Colombia. Seaflower 2016 es parte de un programa de expediciones científicas marinas de la Comisión Colombiana del Océano (CCO), que comenzaron en el 2014, a la reserva de la biosfera del mismo nombre en el Caribe colombiano.
Entre la CCO, la Armada, la Dirección General Marítima, Coralina, la Universidad de los Andes e Gobernacion del Departamnto de San Andres y Providencia, se encargaron de la coordinación logística, científica y financiera de la expedición de este año. La estructura organizacional de esta iniciativa de exploración es algo sin precedentes en el país en cuanto a la cooperación interinstitucional horizontal entre varios centros académicos públicos y privados, cada uno con sus propios proyectos, pero agrupados bajo un mismo objetivo. Colciencias apoyó la expedición con el 10 por ciento de los gastos, cobijándola bajo el proyecto Colombia Bio, que busca revisitar nuestra biodiversidad con las tecnologías del siglo 21.
ÁNGELA POSADA-SWAFFORD*
Para EL TIEMPO
* Ángela Posada-Swafford se especializa en escribir sobre temas de ciencia
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