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Salud

Ricardo Toro, el joven que vivió días horribles y 'amarillos'

Ricardo Toro cumple 28 años en agosto. Hoy dice que la enfermedad y el trasplante le enseñaron a apreciar el valor de la vida.

Ricardo Toro cumple 28 años en agosto. Hoy dice que la enfermedad y el trasplante le enseñaron a apreciar el valor de la vida.

Foto:Diego Santacruz / EL TIEMPO

Cuenta su #ExperienciaSaludable tras una atresia biliar, una cirrosis y un trasplante hepático.

Andrea Morante
La muerte siempre se ha asomado como un riesgo en mis 27 años de vida. Cuando mi madre notó un extraño tono amarillo en mi cuerpo de recién nacido, cuando me dieron pocos meses de vida tras una cirugía crítica, e incluso hoy, siendo paciente de trasplante de hígado. Esa amenaza constante, sin embargo, me ha dado más fortaleza que tristezas.
Soy Germán Ricardo Toro Murcia, nací en Bogotá en 1990, soy periodista y durante muchos días de mi vida mi cuerpo mostró una pigmentación de piel amarilla. Eran mis días amarillos, sinónimo de todos los problemas que he sufrido en mi hígado por un defecto congénito.
Cuenta mi mamá, Ana Sonia, que una de las primeras cosas que notó cuando nací fue el color de piel. Consultó varias veces, pero los médicos de la época solo atinaban a recomendarle que me diera baños de sol por una posible deficiencia de vitamina D. Nada funcionaba.
El diagnóstico, después de muchas vueltas, decretó que la coloración amarillenta de la piel era producto del aumento de bilirrubina en la sangre por un trastorno hepático llamado atresia biliar. En otras palabras, la obstrucción de las vías biliares, por el desarrollo anormal de estos conductos; en mi caso, se debía a la ausencia de ellos.
Valga aclarar que la atresia biliar es una rara enfermedad hepática que afecta solamente a los bebés y la causa es desconocida. Además, como la bilis está bloqueada y no circula por la vesícula biliar, se queda atrapada en el hígado, dañando células y ocasionando un deterioro progresivo que puede terminar en una cirrosis. De esa forma, con tremendo golpe, mi mamá aprendió que las enfermedades hepáticas son silenciosas, indoloras y se presentan con mayor frecuencia en las personas mayores. Los niños también las pueden sufrir y, por desconocimiento de la familia, se puede caminar un largo viacrucis.
Esto sucedió en mis dos primeros meses de vida. La detección tardía de la atresia me generó una cirrosis crónica, por lo que fue necesaria una intervención quirúrgica para salvar mi vida. La muerte se asomaba por primera vez.
La cirugía fue programada para el 3 de noviembre de 1990 y mi madre decidió poner todo en manos de Dios. “Ya se iba acercando la hora de que terminara la cirugía; entonces me voy a un parquecito no a rezar, sino a hablar con Dios, y le empiezo a pedir que quiero saber qué pasa en el quirófano. Estaba en eso y vi pasar una pequeña mariposa amarilla que me hizo saltar de emoción; entendí que era un mensaje divino, que todo había salido bien”, me contó mi mamá.
El resultado fue exitoso. El médico salió de la sala de cirugía con el pulgar arriba, me había salvado. Pero nunca hubo aguas mansas en este proceso, pues el tiempo de vida que me daban era de 5 años.
Durante ese tiempo sufrí de ascitis (acumulación de líquido en el abdomen), por lo que nunca gateé como otros bebés, sino como un gusano, arrastrándome; debido al exceso de peso tuve cinco hernias. El hospital era mi segundo hogar. De todas formas, gracias al apoyo incondicional de mi familia y la fortaleza espiritual, superé esos cinco años contra los pronósticos médicos. Sin embargo, durante mi crecimiento sufrí hepatitis, se me reventaron las venas esofágicas y, como el hígado había quedado afectado por lo sucedido cuando era bebé, a mis 22 años comenzó el proceso para un trasplante hepático. La muerte se asomaba por segunda vez.
A mis 25 años fui internado en la Fundación Cardioinfantil, donde me realizaron el estudio pretrasplante. Solo tuve que esperar un mes desde el día después de que me internaron para recibir el donante perfecto y comenzar la cirugía que cambiaría mi vida. Tristemente, mi fortuna no la tienen todos los colombianos. Hoy hay 133 personas esperando un hígado.
Todo salió perfecto, gracias a Dios, y ese órgano encajó bien con mi cuerpo. Tuve una extensa recuperación de cuatro meses. Una rutina estricta de medicamentos y una dieta alimenticia aún más controlada, así como higiene al máximo, tanto personal como en la casa, para evitar una posible infección.
Ahora tengo 27 años y una vida normal, como la de muchos jóvenes. Solo debo asistir a controles cada dos meses y tomar medicamentos de por vida. El licor, por su efecto directo en el hígado, está contraindicado al máximo, y eso tal vez me diferencia de otras personas de mi edad. Toda esta experiencia me enseñó muchas cosas, pero ninguna como el valor de la vida. Debo confesar que antes no me importaba si me moría o no, pero ese suceso me dejó en claro que la vida no es propia del todo, sino que está ligada a las personas que nos rodean.
El solo pensar que mi mamá, mi novia, mi familia y demás gente cercana habrían sufrido con mi partida fue algo que me marcó para siempre. La vida cambió para bien, debo reconocerlo. La valiente lucha que libró mi familia cuando yo era bebé, y que después heredé, tuvo un final feliz. Se acabaron los días amarillos.

¿Qué es una atresia biliar?

Es una alteración que afecta los conductos que drenan la bilis del hígado hacia el duodeno. Se presenta en la infancia temprana y tiene como consecuencia un cúmulo de la bilis dentro del hígado, y esto, a la larga, expone al paciente a un daño hepático irreversible como la cirrosis, de no solucionarse a tiempo, según explica Alberto Castro, internista y gastroenterólogo. Puede ser hereditaria, genética o por infecciones de los conductos biliares, agrega el especialista.
RICARDO TORO
PARA EL TIEMPO
Andrea Morante
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