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Salud

La vida debe continuar tras un accidente fatal

Tras el accidente, Vanessa Sánchez tuvo que someterse a varias cirugías y a terapias de rehabilitación para volver a caminar.

Tras el accidente, Vanessa Sánchez tuvo que someterse a varias cirugías y a terapias de rehabilitación para volver a caminar.

Foto:John Jairo Bonilla / EL TIEMPO

Vanessa Sánchez habla de su recuperación luego de un accidente de tránsito en el que murió su padre.

Diana Rincón
Abrí los ojos.
Y vi a mi papá ‘dormido’.
Mi hermano, luchando por su vida sobre una de las ventanas del carro; mi madre, tirada en el pavimento, y mi cuñada –en ese momento–, fracturada de la cintura hacia abajo.
Me tocaba la cara y mi oreja izquierda pendía de un hilito de piel, había mucha sangre y solo me pedían que me corriera de la puerta para poder destrozarla con pico y pala. Mi pierna izquierda estaba destrozada; moverme un centímetro era un milagro. También me pedían que no perdiera la conciencia para poder dar inicio al rescate.
El próximo 30 de diciembre cumplimos cuatro años de un fatídico momento que nos partió la vida en dos. La vida que nunca volverá a ser igual. El 30 de diciembre del 2013, una tractomula tipo niñera excedió los niveles de velocidad y en la vía que comunica a Manizales con Medellín, más exactamente en un punto conocido como la curva de los ciclistas, en un abrir y cerrar de ojos una familia feliz dejó de serlo. Mi padre no estaba dormido, estaba muerto, y eso lo vine a saber tiempo después.
El cinturón le desprendió cuatro costillas que laceraron el bazo, y esto le produjo un sangrado interno que acabó con su vida. A todos, heridos, llenos de múltiples fracturas, laceraciones, cortaduras y otros impactos físicos, nos llevaron al Hospital Santa Sofía de Manizales.
La camioneta Grand Vitara no soportó el golpe de la tractomula. La parte delantera quedó como harina. De cinco ocupantes nos salvamos cuatro. Dos días después, el primero de enero del 2014, fue el entierro de mi padre; un entierro al que no pudieron ir sus dos hijos ni su esposa. Ellos –nosotros– luchábamos por nuestras vidas.
La herida emocional empezó a crecer y a ser tan grande que se comparaba con el dolor físico de una fractura conminuta intro subtrocantérea de fémur y cadera. En palabras más justas, la cabeza del fémur se partió en muchas partes y acabó con la parte izquierda de la cadera.
No podía moverme, el baño era con pañitos húmedos y jabón; las necesidades, en un pañal; mi vida se concentró en una cama de hospital. Cambié la sala de redacción de EL TIEMPO en Bogotá, donde trabajaba como periodista, por un hospital; pasé de escribir noticias y reportajes de educación a tratamientos con antibióticos, suero, varias cirugías y dolores muy intensos.
El dictamen médico sugería que debía estar postrada en cama por lo menos seis meses. Por la gravedad de la fractura no podía caminar, y mi nuevo vehículo era una silla de ruedas. Mi casa, convertida en un hospital, amanecía con tránsito de cuatro sillas. Había turnos en los baños, las enfermeras hacían todo por nosotros. Y cuando alguien llamaba al teléfono fijo, sonaba por horas porque nadie podía caminar para ir a contestarlo.
A mis 25 años la vida me hizo un segundo llamado. Vivía sola, independiente, tenía planes con mi pareja en esa época y soñaba mi matrimonio (aunque todavía lo sigo soñando). Volví a vivir a la casa de mi familia. Mi mamá viuda, mi hermano con múltiples complicaciones y mi cuñada, la más grave, me impulsaban para reinventar la historia.

La vida, a golpes, me ha enseñado de fortaleza y voy aprendiendo con ejemplo que, pese a las dificultades, sí se puede

La recuperación al inicio fue tortuosa. Sentarme ya era el mayor esfuerzo físico que podía hacer. Flexionar las rodillas dolía mucho, incluso me tardé en bajarme de una cama y pasarme a una silla reclinable. En el tiempo libre masajeaba las 38 cicatrices con las que mi cuerpo quedó. La más triste, una de 35 centímetros en la pierna izquierda, producto de una cirugía. De ella me apeno, me la tapo en la piscina y en la playa, y eso sin contar el pánico que me produce desnudarme sea cual sea la ocasión.
Por ir al lado de una ventana, tuve laceraciones profundas en la frente, la oreja izquierda y el pecho, el hombro, los codos. Casi pierdo un pezón.
La fisioterapeuta me visitaba todos los días. En las tardes, después de un plato de papaya, a las 2 p. m., comenzaban las terapias de rehabilitación, que inicialmente fueron masajes de drenaje para disminuir la hinchazón.
Luego pasamos a unas bandas (teraband) para hacer estiramientos, mientras se escurrían mis lágrimas. Paredes, pelotas de caucho, toallas, todo de lo que se pudiera echar mano para mover las piernas y ponerme por unos segundos de pie.
A la par tomaba medicamentos para dormir, para la depresión, inyecciones anticoagulantes, antibióticos. Un arsenal de pastillas para hacerle frente a ese accidente al que sobreviví. Del trastorno del sueño aún no me repongo. Sagradamente tomo desde hace 4 años antihistamínicos para dormir.
Me diagnosticaron ansiedad, depresión y pérdida de capacidades ejecutivas; recientemente, la neuropsicóloga descubrió que a veces mi mente se queda en blanco; es decir, estoy haciendo algo y pierdo el hilo por un golpe que recibí en la región frontal del cráneo. Lloro mucho a mi padre, que fue y será por siempre el gran amor de mi vida; a veces siento que tengo un duelo no superado; me acuesto, me retuerzo a solas y al otro día, como si nada. La vida, a golpes, me ha enseñado de fortaleza y voy aprendiendo con ejemplo que, pese a las dificultades, sí se puede.

Lo logré

Una noche de junio del 2014, cuando ya podía moverme más, intenté coger un caminador con el que mi mamá se movilizaba. Ella, con fractura de seis costillas, era poco lo que podía hacer. Su dolor era aterrador.
No apoyaba la pierna fracturada, pero sí la que estaba mejor, y empecé a dar pequeños brincos. Poco a poco lo fui logrando, hasta que una mañana de julio pude bañarme sola, de pie y agarrada de una barra de seguridad. Sentía cómo el agua por primera vez caía por todo mi cuerpo y eso ya era un milagro. Recuerdo que no paré de llorar, sabía que lo podía hacer.
Me enviaron a fisioterapias en un centro especializado. Me bajaba con muletas y recibía gimnasia pasiva para recuperar la tonicidad muscular; luego, cuando el proceso iba más avanzado, caminaba sobre superficies inestables y poco a poco pude dar mis primeros pasos sola. Una muleta canadiense me acompañó hasta enero del 2015.

Mi recuperación estaba enfocada en la actitud y todo lo positivo que pudiera hacer por mí era bienvenido

Entre risas me llamaban la ‘mujer biónica’. Mi pierna quedó repleta de tornillos, varillas y clavos para mantener el fémur firme. Los dolores nunca los dejé de sentir, sobre todo los del alma; esos cavaban un hueco más grande. Pese a ello no dejé de maquillarme, de ponerme la ropa que me gustaba, de salir en silla de ruedas a cine o a un bar; mi recuperación estaba enfocada en la actitud y todo lo positivo que pudiera hacer por mí era bienvenido.
Tiempo después, y bajo la supervisión del ortopedista de la EPS, me permitieron ingresar a hidroterapia. Quienes pierden capacidades motoras recuperan bastantes habilidades en el agua, y estaba convencida de que así se haría.
La herida estaba cerrada y me lancé al agua. Y volví a nacer. Con menos peso, caminaba feliz por la piscina, levantaba pesas, hacia sentadillas y todo se me daba. No olvido cuando una señora se acercó al final de una clase de natación a decirme si había tenido una cesárea, por la pierna. El yugo moral de pensar que ante los ojos de los demás soy diferente por las marcas de una guerra es otro momento que he ido superando, aunque mi estima quedó por el piso. No querer lo que veía me preocupa más.

El yugo moral de pensar que ante los ojos de los demás soy diferente por las marcas de una guerra es otro momento que he ido superando

En septiembre del 2015 quise regresar al trabajo. Me dieron la oportunidad en el diario La Patria de Manizales. Paradójicamente, empecé a trabajar en la sección salud, donde a diario escuchaba historias, denuncias y enfermedades incluso más graves que las mías.
Renuncié a mi vida en Bogotá por una elección de salud y por paz interior. Hoy puedo decir que la mía es una historia casi superada. En abril del 2017 recibí una nueva cirugía para retirarme el material de osteosíntesis. Una cicatriz nueva encima de la antigua quedó como una especie de gruesa cremallera.
Son mis heridas, son mi historia, y en el taxi, la peluquería, la buseta o donde vaya diré con orgullo que Dios me regaló una nueva oportunidad para renacer.
Ya puedo montar a caballo, me debo un paseo en moto y un vuelo en parapente. A esto me atrevería solo porque solo se vive una vez. De esta recuperación me queda algo en la mente y es que no son solo las secuelas físicas las que nos hacen pequeños; también son las secuelas en el alma. Pero con actitud, confianza en Dios y en nosotros mismos, un accidente como este, una muerte como la de mi padre y una tragedia como la que tuvo mi familia, se pueden ir superando.
Bien dice el proverbio chino:
“Puede pasar como una piedra en el riñón, pero pasará”.
Compártanos sus #ExperienciasSaludables al correo josmoj@eltiempo.com.
VANESSA SÁNCHEZ RESTREPO
Para EL TIEMPO
Diana Rincón
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