¿Qué lleva a una madre a buscar que su hija deje de sufrir pidiendo para ella la eutanasia? ¿O por qué otra madre renuncia a su vida para entregarse al cuidado de su hijo en estado de coma por los años que sean necesarios? ¿Por qué dejar ir es amar? ¿Por qué también lo es permanecer? ¿Por qué tan contrario a sí mismo es el amor, como alguna vez escribió Luís de Camões, poeta portugués?
Esta es la historia del amor que Sonia y María Lucía sienten por sus hijos. El relato de un sentimiento que llevan incrustado en las fibras más sensibles de su humanidad y que no es otro sino el poderoso amor de madre. Pero también es un recuento de dolor, de una encrucijada que las enfrentó a decidir por quienes más querían. Y una lección de amistad, pues se hicieron amigas y confidentes en el camino.
Sonia y María Lucía son dos voces de la eutanasia en Colombia. La primera, precursora del derecho a la muerte digna en el país gracias a la batalla legal que emprendió para cesar el dolor de su hija Lina María. La segunda, la otra cara de una moneda que se niega a caer mientras gira: la de esperar paciente la muerte de su hijo Édgar Iván.
Aunque María Lucía jura que recuerda a Sonia y a sus inmensos ojos azules de la época de colegio, pues ambas viven en Funza y se llevan pocos años de edad, la relación que hoy las une comenzó por casualidad, porque compartían EPS y las atendía en casa el mismo personal médico.
Una terapeuta sirvió de mensajera. A Sonia le contó la historia de Édgar Iván y a María Lucía la de Lina María. Había una conexión. Los dos jóvenes estaban en condiciones muy parecidas: daño cerebral grave a causa de una hipoxia (falta de oxígeno).
“Con Sonia venimos hablando hace seis años. Ella es una guerrera y es mi aliciente en mi lucha con Iván. Me motiva el alma con sus consejos”, le dice Lucía a su amiga, mirándola a los ojos azules.
Están en la sala de la casa de María Lucía, con Édgar Iván en su silla de ruedas especial a un costado, con la mirada perdida, como casi siempre. Se reunieron para una conversación sincera.
María Lucía le confiesa por primera vez a Sonia que fue muy duro enterarse de que había pedido la eutanasia para Lina. Pero de inmediato, vestida de comprensión y antes de cualquier réplica, le manifiesta: “Sé que su decisión fue puro amor, amor adolorido, amor herido, tuvo que llegar hasta un grado de desesperación máximo viendo sufrir a su hija para pensar en esa opción. Y fue valiente, porque era más fácil dejar a la niña en cualquier clínica, olvidada”.
“Eso es cierto. Nadie quiere vivir así”, responde Sonia.
Las dos mujeres, tan cercanas en sus dramas como distantes en sus posturas, responden, al unísono, que decidir sobre la vida o la muerte cuando se agotan los tratamientos y una enfermedad no tiene reversa es un derecho legítimo de cada persona. O de cada familia, cuando es un ser querido quien queda en estado vegetativo. Aseguran que es una responsabilidad íntima.
El testimonio de estas mujeres es necesario en un momento en que religiones e instituciones tratan de sentar verdad desde sus feudos, con innumerables argumentos, sobre este controversial tema. “Yo llevo a Dios en mi corazón y puedo decir que ni la iglesia ni las organizaciones religiosas pueden opinar sobre la eutanasia, solo quienes hemos vivido y sentido enfrentarnos a una decisión así podemos opinar”, agrega Sonia. Y María Lucía asiente.
Sonia recuerda casi todo de su hija con esa precisión milimétrica que parece un superpoder de las mamás. Lina María nació el 28 de mayo de 1993. Cuando tenía un mes comenzó a mover su pie izquierdo involuntariamente. Antes de cumplir dos años sufrió convulsiones; hasta 40 ataques por noche. Era una epilepsia agresiva, dijeron los médicos, que formularon medicinas y prometieron que los síntomas desaparecerían. Los Mosquera Flórez incorporaron ese drama a su rutina.
Con el primer periodo, a los 12, Lina no sanó. Se agravó. No tenía control de sus convulsiones, que eran menos pero más fuertes. Intentaba llevar una vida normal, estudiar, salir, jugar, y no lo lograba. “Fue una pesadilla. Tras cada ataque se desmayaba 10 minutos y despertaba con amnesia temporal”, dice Sonia. La resignación era la constante.
Apareció la opción de una cirugía. Una lobectomía cerebral que acabara las intensas convulsiones. La familia se ilusionó con que arrancar un pequeño trozo del cerebro de su hija podía ser el colofón de 13 años de sufrimientos.
Fue, en realidad, el comienzo de más dolor. Lina nunca volvió. No regresó del estado vegetativo causado por una hipoxia que, según su mamá, fue culpa de la falta de atención en el Hospital de Kennedy. Fue un 7 de julio del 2008, precisa. Apenas dos meses después de cumplir los 15 años. Lina no pudo hacer la fiesta que quería junto a sus amigos, ni terminar su colegio, ni llevar una vida normal. Quedó reducida a un cuerpo de 1,75 metros que llegó a pesar 22 kilos y funcionaba por inercia. Respiraba por una traqueostomía y se alimentaba por sonda. Era un cerebro que dejó de imaginar y se redujo, incluso, en su tamaño.
Fue un 7 de julio del 2008, precisa. Apenas dos meses después de cumplir los 15 años. Lina no pudo hacer la fiesta que quería junto a sus amigos, ni terminar su colegio, ni llevar una vida normal.
El primer pensamiento sobre la eutanasia llegó tras cinco años en ese estado. Y fue solo hasta enero del 2015 cuando se abordó en el seno familiar. “Dios lo es todo en mi vida, y muchas veces le pedí perdón por tener esas ideas; le decía que la hija de mi vida le pertenecía y que Él debía decidir”, recuerda Sonia. El impulso de buscar la muerte anticipada, revela, nació de una conversación con Lina, en una jornada de exámenes. “Vimos una niña en estado vegetativo y Lina me dijo que no le gustaría vivir así, que prefería morirse. Esas palabras me dieron fuerza para lo que hice”. Y sigue: “Nunca me cansé de Lina, solo me cansé de verla sufrir. Esto es humanidad, no se puede ser egoísta y ver todos los días en una cama a una persona que ya no tiene vida. La vida es otra cosa”, considera.
Era el turno de enfrentar al sistema. La EPS y el hospital que evaluaba a Lina le negaron acceso a la eutanasia porque no era paciente de una enfermedad terminal y porque no había una voluntad expresa de ella. Fue una larga batalla que ganó Sonia luego de que la Corte la respaldara en esa intención de que los padres o cuidadores también pueden apelar al derecho de una muerte digna para un ser querido. Sin embargo, cuando eso se supo, en diciembre del 2017, Lina María ya había muerto. Cuatro meses antes una neumonía atacó de forma fatal a la entonces mujer de 24 años. Fue un desenlace que trajo alivio y un espaldarazo a Sonia en su pelea a favor de la eutanasia.
María Lucía Clavijo tiene 53 años, apenas dos más que su amiga Sonia, pero luce de más edad. Relucen sus canas, son más evidentes sus arrugas y ojeras. Lleva el cansancio en su semblante. Es entendible. Lleva 10 años dedicando todos sus segundos a su hijo Édgar Iván, en estado vegetativo.
Así y todo, María Lucía no guarda sus sonrisas tenues ni sus miradas esperanzadoras cada vez que habla de su ángel. Tampoco esconde ese intento de llorar al recordar los planes que su hijo se quedó sin cumplir. “Era un chico juicioso, con novia hace siete años, con planes de vivir con ella en otro país. Un estudiante de tercer semestre de negocios internacionales con muchos proyectos al que le tenía que pedir siempre que no soñara tan alto”, confiesa.
Un accidente de tránsito acabó con esos proyectos y, de paso, con la vida de ambos. Lucía toma aire para empezar esa narración: la noche del sábado 4 de octubre del 2008, Édgar Iván, de 22 años, insistió en salir a la semana cultural de Funza. Quería cervezas y una noche de diversión. Su primo José Ignacio manejaba, su novia Diana era copiloto y él iba en la silla de atrás. Cometieron la imprudencia de manejar con tragos y saliendo de un retorno en la vía Fontibón-Madrid no vieron venir a una flota que, embalada, los embistió.
“Para José Ignacio y Diana solo fue el susto, quizás algunos rasguños. Édgar Iván recibió todo el golpe. Al niño se le perforó el pulmón con una costilla que se rompió, lo sacaron mal del carro, fue mal atendido. Tuvo muchos paros cardiorrespiratorios y le faltó oxigenación. Y como a Lina, una hipoxia afectó su cerebro para siempre”, relata.
Los neurólogos confirmaron lo peor. Édgar Iván perdió su capacidad funcional e intelectual. “Puede abrir los ojos, pero no ve, creemos que escucha y que siente dolor. Se alimenta por sonda y respira por traqueostomía”.
Édgar Iván cumplió 32 años el pasado jueves y está sometido a una cama. Y María Lucía, a él. Debe ayudarle a todo, pues salvo algunas contracciones, no puede mover ni un músculo. En octubre será una década así. Y entre más pasa el tiempo, más negativo es el pronóstico, reconoce su mamá.
“Al principio anhelaba que me dijera ‘mamá’, que reaccionara, pero el tiempo va pasando y uno va aprendiendo, aceptando las cosas que Dios le pone a uno en la vida y en el camino. Yo lo cuido por amor, hasta el final, hasta cuando Dios quiera”, manifiesta.
Y por eso, por sus creencias y por su propia idea de lo que es vivir, María Lucía estará con Édgar Iván el tiempo que sea necesario. “Yo renuncié a mi propia vida por verlo a él. Esté como esté, él tiene una misión en este mundo. Ya ha sido ejemplo para muchas personas que lo conocen”.
María Lucía acepta su realidad. Está segura de que su historia está tan llena de amor como la de Sonia y por eso no la juzga. Incluso, deja abierta la puerta a que en cualquier momento pueda optar por la eutanasia. Solo pide que su día a día sea más leve, que su EPS, por ejemplo, le ayude a asignar una enfermera que una tutela le otorgó.
La polémica volvió a sonar en las últimas semanas luego de que, por orden de la Corte Constitucional, el Ministerio de Salud le pusiera reglas a la muerte digna en menores, desde los cuidados paliativos a la eutanasia. A grandes rasgos, se prohibió la muerte anticipada en menores de 6 años, en todos los casos, y en menores de 14, salvo contadas excepciones. Los adolescentes que cumplan con los requisitos de no tener alternativa terapéutica, padecer una enfermedad terminal y haber tomado una decisión autónoma, podrán apelar a ese derecho.
Pero el debate sigue abierto. El país debe atender la grave crisis de cuidados paliativos, en primer lugar, y resolver los vacíos en temas como la autonomía del individuo, la indelegabilidad de la decisión y la inminencia de muerte por una enfermedad terminal. Algo que solo haría una ley estatutaria del Congreso, que debió haber resuelto el tema en estos últimos 20 años.
RONNY SUÁREZ
EL TIEMPO
En Twitter: @SaludET
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