Bronceadas, medidas perfectas, senos de marcada voluptuosidad, nalgas redondeadas hasta la exageración, muslos que convocan con solo mirarlos; y como si fuera poco, disponibles para ir a la cama sin reparos.
Aunque de lejos parecen de carne y hueso, la verdad es que estas “entregadas mujeres”, son una armazón de látex, vinilo y silicona tan bien moldeadas que en algunos sitios son verdaderos objetos sexuales con los cuales los señores despachan sus ganas a sus anchas. Aunque las muñecas inflables, usadas con este propósito son ya casi centenarias –desde que en Japón y Alemania las diseñaron para sacar de angustias a los marineros comerciales y militares que incluso dieron forma a proyectos como Model Borghild de la fuerza naval germana– las de ahora son sofisticados modelos robotizados con pretensiones de dejar de ser invitadas pasivas en tareas onanísticas.
Para la muestra están las Datch Waifu (esposa holandesa) que con un esqueleto metálico, articulaciones que permiten posiciones sin límites y cabello natural, pueden tener la altura, las medidas, formas de senos y trasero, el color de la piel y hasta la expresión de la cara de acuerdo con el gusto del comprador, al punto que no hay dos iguales.
Por si fuera poco, algunas tienen voz, sensores de movimiento y la capacidad de emitir respuestas preestablecidas para todo tipo de situaciones. Sin dejar de lado que se pueden maquillar y cubrir con todo tipo de ropa o adornar con todo tipo de accesorios. Todo para tener, según sus fabricantes, muñecas inquietantemente similares a mujeres, para satisfacerles a los compradores todo tipo de fantasías sin que medie el rechazo ni enfermedades de transmisión sexual.
Pues hasta aquí, de mi parte, la descripción de estos juguetes que en el fondo lo único que promueven es una estúpida deshumanización de las relaciones personales favorecidas por el desarrollo tecnológico, pues si bien pueden parecer simpáticas y atractivas, una vez, como parte de un juego erótico, lo tonto es que se tomen como una compañía real. Digo esto porque en Japón estos artefactos han dejado de ser una curiosidad y vienen siendo utilizados por los nipones subyugados por su vida laboral e incapaces de interactuar con sus mujeres en el catre, algo, para mi gusto, sencillamente, impropio.
Aquí no hay nada que decir; los polvos genuinos son de carne, hueso y emociones, lo demás es frotarse contra el hule. Hasta luego.
ESTHER BALAC
Para EL TIEMPO
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