Creo no pecar de exagerada si digo que hoy la mayoría de las personas nos despertamos con la alarma del celular y nuestro acto inmediato es chismosear las redes sociales.
Como en piloto automático, lo primero que hacemos es ver “qué ha pasado”. Antes, ese “qué ha pasado” se relacionaba con los acontecimientos del país y el mundo. Ahora se centra en la vida íntima de los amigos, la familia, los enemigos y los famosos.
Analizamos qué ropa se ponen, qué comen, a dónde viajan y hasta qué tan felices pareciera que son. Comparamos nuestras propias vidas con la de la vecina, la de la amiga del colegio, la de nuestros ídolos e incluso con la de personas a quienes despreciamos.
Desde que abrimos el ojo nos bombardean imágenes que destacan la mejor versión del universo. Vemos a la gente dichosa en el gimnasio, fiestas grandiosas con miles de amigos fantásticos que celebran hasta la movida de un catre, a parejas radiantes que se declaran amor desbordante todos los días, a hijos que solo tienen palabras de adulación para sus padres y a papás y mamás que se derriten ante la perfección de sus hijos.
Yo les pregunto: ¿alguno de ustedes ha subido una foto donde se le ve llorando por una tusa espantosa? ¿O cuándo su hijo adolescente llegó borracho de una fiesta? ¿O cuándo la soledad lo abruma? ¿O cuándo quiere matar a su pareja por la cantaleta tan bárbara que le está dando? ¡Lo dudo!
Por la manera como vivimos hoy, nos pasamos las 24 horas comparándonos con la aparente perfección de la vida ajena.
Y esto, a su vez, hace que el pensamiento inicial del día, para muchos, sea: “No soy lo suficientemente fit, lo suficientemente rico, lo suficientemente feliz, lo suficientemente buena mamá y ¡mi pareja sí que es un hueso!”
El contraste ilógico de la vida real versus la vida irreal de las redes ha logrado generarnos una sensación de escasez realmente preocupante.
Antes de entrar a la ducha ya estamos pensando que mientras los demás tienen la vida resuelta, somos los únicos con problemas, con inseguridades y con miedos. Los únicos que no viajan, que no tienen un millón de amigos… y a quienes además sus hijos odian.
El efecto de afrontar la vida con la sensación de “no ser suficientemente”, es nefasto. Nos obliga a tomar decisiones apresuradas y sin sentido, llevados por las ganas de alcanzar a los demás; pero lo más grave, nos insta a vivir insatisfechos con la vida que sí tenemos.
Así que antes de anhelar el mundo fantasioso que usted ve en las redes, abra los ojos y agradezca su realidad. Porque como dijo Eleanor Roosevelt, “nadie lo puede hacer sentir inferior sin su consentimiento”.
Alexandra Pumarejo
@detuladoconalex
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