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Sandro, un mochilero que le canta a la paz hace veinte años
Sandro

Sandro Gómez salió exiliado de Colombia por amenazas en su contra.

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Eydith Barrios

Sandro, un mochilero que le canta a la paz hace veinte años

Salió del país a causa del conflicto. Hoy lo influencia el folclor latinoamericano de Savia Andina.


“Cómo quisiera vivir feliz, cómo quisiera viajar sin fin, quiero tener un amigo leal, como si fuera mi mismo ser. Somos amigos tú y yo, caray. Somos amigos tú y yo, caray. Zumba que zumba el motor veloz, zumba que zumba mi corazón”.

Con el silbido de su boca y el movimiento de sus manos entre las cuerdas de la guitarra, no solo se calentó la tarde, sino que la propia voz de Sandro retumbó por la avenida Brasil y la doble vía La Guardia, intentando desahogar y liberar ese corazón cargado de los recuerdos que lleva desde hace 20 años en una mochila y en los bolsillos de su pantalón, cuando tuvo que salir de Colombia a causa del conflicto armado y las amenazas que recibió. No obstante, en esos mismos 20 años también le ha cantado a la paz y a la humanidad.

Influenciado por el folclor latinoamericano de Savia Andina, acompañado de su guitarra, una sonrisa, la alegría que lo caracteriza y cuatro bolivianos en sus bolsillos (unos 1.800 pesos colombianos), Sandro tocó la primera canción de la tarde del lunes 22 de mayo, despertando el interés de quienes iban en una de las micros que conducen del centro de Santa Cruz de la Sierra en Bolivia al segundo anillo a donde fuimos a parar, ese mismo que una hora antes había conocido en un bar de la calle 24 de Septiembre y escéptico me escuchaba hablar.

Entre las micros y las calles que caminamos por más de dos horas, Sandro Gómez Díaz me contó que es un caminante mochilero que se hizo en los pueblos de La Guajira, Barranquilla, Montería y Pasto, antes de salir exiliado de Colombia por las amenazas que recibió en cuatro ocasiones, en las que su vida peligraba.

Es un bogotano de 38 años que cruzó las fronteras del país en 1997, a raíz de las amenazas por paramilitares en la década del 90 por la música que cantaba y que por poco lo mata: “Lo que yo cantaba en aquellos tiempos y lo que sigo cantando esté donde esté, en las micros o en la calles donde me encuentre, son las letras de canciones que agitan las mentes y muestran la realidad en la que viven nuestros países, y eso me obligó a salir del país. No tengo que mentir, pero en Colombia, y más en aquella época, los que cantábamos música liberadora usábamos barba y cabello largo, y éramos considerados guerrilleros, rebeldes y opositores”.

Con la mirada viva y el recuerdo intacto, cuenta que una vez estando en un pueblo de La Guajira, después de cantar en un bus, llegó a una tienda a refrescarse por el calor característico de los pueblos de la Costa, pero tuvo que salir ‘volando’ en menos de una hora por la intimidante amenaza hecha por un hombre que, sin importarle la presencia de la tendera, le dijo que tenían orden de matarlo, y aunque sabía que él no era una mala persona, sí necesitaba que se fuera de la zona.

Sandro

Sandro no sabe en cuántos buses se sube al día, pero sí a lo que sabe la música.

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Eydith Barrios

Sus ojos cafés y abiertos, como una puerta de par en par, me miraron fijamente mientras me contaba que aparte de las amenazas recibidas por las AUC, la situación política y educativa que atravesaba Colombia también lo obligaron a salir del país y a tomar una decisión de la que hoy no se arrepiente y con la cual dice vivir y ser feliz: “Salí del colegio e hice un primer semestre de Música, pero dije que eso no era para mí. Yo no servía para estar en un salón frente a un profesor que decía saber porque le pagaban un sueldo, no señor, entonces me dije que iba a buscar otra educación por ahí, caminando, y la encontré. Me enamoré de la calle, de la vibración verdadera de la gente, de los maestros que no están en un salón de universidad, sino de aquellos que son maestros de la vida, de los que andan por ahí en cualquier esquina con una guitarra u otro instrumento”.

“Decidí irme porque creo que toda la vida, además del conflicto, nos han mentido y metido en la cabeza que quienes no estudian o no tienen un título profesional no somos nadie y eso es falso. Mi papá fue un hombre autodidacta, viajaba mucho y a donde fuera montaba un negocio. Fue un empresario ganadero que nunca pisó una escuela y para mí fue el hombre más exitoso. Y aunque a veces me levante sin un peso en el bolsillo, vivo feliz, soy feliz en un mundo tan conflictivo y donde la gente no disfruta de su trabajo por la deudas que tiene con los bancos y las tarjetas de crédito que no puede pagar”.

Aparte de su guitarra, una mochila y un celular con el cual habla con su mamá de vez en cuando, por aquello de las comunicaciones y de mantenerla informada de dónde está, Sandro no carga nada consigo, ni siquiera el miedo de lo que vivió. Por el contrario, lleva la fuerza que lo hace hablar de viva voz de aquello que atravesó estando en el país y de los traumas que, dice con certeza, le causó la guerra, pero los cuales el arte y la música ahuyentaron desde que empezó a viajar y cuando cruzó las fronteras, aquellas que él dice no existen.

“Mira, en esto de los viajes y de cantar descubrí mis traumas, descubrí los traumas que tenemos los colombianos. Los colombianos estamos traumados y eso se nota en la forma en la que hablamos y decimos las palabras. Un ‘¿sí o qué?’, en Argentina o Chile por ejemplo, es supremamente agresivo. Si analizas la forma en cómo respondemos, estamos obligando a los otros a que nos contradigan, a que reaccionen ante algo, y eso ya es un trauma que arrastramos de la guerra. El colombiano vive azarado, mirando de un lado para otro, siempre ‘abeja’, mirando al policía que pasa por alguna parte, porque vivimos el conflicto y cuando salimos del país no podemos evitar llevarlo, pero eso no me ha impedido que le cante a la paz y siga agitando las mentes de quienes me escuchan con la música de artistas que llevo grabada en mi memoria y en mi guitarra”.

Y sí, entre las notas de su guitarra, esa amiga leal que aprendió a tocar a los 25 años después de haber recorrido Chile, Argentina, Brasil, Perú, Ecuador, Paraguay y Venezuela, entre el pito de los carros y el estropicio de las micros, cuenta que lo más difícil de su oficio ha sido romper con los prejuicios que de alguna forma los medios fueron dejando en la década del 70 cuando apareció el ‘hippie’: “Lo más duro de todo esto ha sido romper con los estereotipos que la gente tiene en la cabeza. Aquí en Bolivia soy un hombre extraño, un indigente, un alienígena con rastas y barba, un pobre ignorante que no tiene ningún grado de educación porque canta en las micros con una guitarra en mano. Aquí y en muchas partes soy un drogadicto que se fuma la música que humaniza y abre la mente. Imagínate, en Colombia muchas veces la Policía me paraba por llevar una guitarra y me decía que no podía cantar, me aburrí del sistema, porque era más delito cargar una guitarra que ser un narcotraficante”.

Y si bien Sandro “no quiere ser nada”, excepto lo que ya es, ha estudiado y estudia en la escuela de la vida, en esa que le ha enseñado a ganar dinero con lo que sabe y aprendió: “Si por cantar me dan plata y con eso puedo viajar y conocer el mundo, entonces más feliz soy”.

Sin embargo, en ocasiones cuando se sube a una micro y se hace cerca de una mujer, ve cómo empiezan a guardar sus cosas, su celular, se ponen incomodas porque creen que las va a robar. “Acá y en muchas partes no están acostumbrados a ver un hombre con el cabello largo y barba, porque es que los hombres “no somos así y no podemos estar así”. Hay mamitas que le tapan los ojos a sus niños para que no me vean y lo único que les digo es que les permitan escuchar la realidad de la vida cantada en su propia música”.

¿De dónde eres tú?, es la pregunta que más ha escuchado en su vida y a la que responde tomando del pelo y entre burla: “Soy de ‘hippielandia’. Imagínate, soy de Colombia y eso de entrada ya tiene prejuicios.

Pero sin importar lo que los otros piensan, de las miradas indiferentes, de los comentarios que recibe a diario y de la discriminación de la que ha sido objeto por su apariencia física, Sandro está convencido de que allá, en lo más profundo de quienes lo escuchan, deja grabado un mensaje de reconciliación y perdón, ese que dice necesita el pueblo colombiano con urgencia.

“Tengo que llegar al pueblo, allí me espera mi madre, tierra de gente y morena, paisajes color aguayo. Soy el sairiri del ande, caminando muchas lunas, con el huayra del amigo, con el viento bajo el poncho, con el lamento del indio subiendo por las quebradas”.

Además de subir y bajar de “sus oficinas”, como llama a las micros, en su rutina diaria Sandro camina largas cuadras saludando al “otro loco”, juntándose con “el otro” que se topa en la calle y al que les habla con tanta benevolencia: “El arte para mí ha sido la cura y por qué no ayudar a que otros también se curen y sean felices a través de lo que hago”.

En su recorrido por Suramérica, ha visto cómo los conflictos entre y dentro de los países se han alimentado por la lucha de los poderes que se originan en las regiones. Dice que los sistemas políticos están copiados, están vendidos y su origen está en lo que nos han contado siglos atrás: “Los estereotipos están vendidos, los conflictos están vendidos. No es casualidad que yo estando fuera de Colombia vea cómo entre bolivianos se odian porque el uno es camba y el otro colla. Eso que vivimos en Colombia hace muchos años y que desató el conflicto es lo que yo he visto desde que pisé Bolivia hace ocho años y lo que veo en esa lucha regionalista marcada por la discriminación”.

A través del folclor, que no solo lleva en su guitarra, sino también en su sangre, tiene dos hijas con una caminante peruana que conoció hace doce años en ese mundo callejero del que se siente orgulloso y del que tiene todo lo que una vez soñó. Le encanta el arte, la cultura, los libros y con firmeza dice que cada país al que llega lo siente como si fuera el suyo. Para él no existen las fronteras, pese a que siempre ha escuchado hablar de estas: “Acá es muy típico que me digan que me vaya para mi país, que esta no es mi tierra, pero justo mi trabajo es ese: demostrar que esta también es mi tierra, que este también es mi país”.

Lleva en su guitarra las letras del folclor colombiano representadas en Petrona Martínez, la música andina de Víctor Jara, Violeta Parra, Quilapayún, Los Jaivas, Kala Marka, Zambo Cavero y Facundo Cabral, de quienes toma sus canciones y en su propia voz intenta llevar un mensaje de paz a cada lugar que llega, sin importar si lo conocen o no.

Con convicción cree que así como vamos, Colombia saldrá de ese abismo agitado donde la guerra la sucumbió. “Con el simple hecho de que ya no hayan quince o veinte millones de muertos en diez años, que era la cifra que se manejaba, eso ya es suficiente”. Afirma que el hecho de entregar las armas y salvar vidas es una evolución gigante, que sin duda se verá reflejada en las próximas décadas.

EYDITH ELENA BARRIOS
Periodista de 'El Universal', de Cartagena.

*Este artículo se publica gracias a la beca '200 años en paz, storytelling para el posconflicto', apoyada por la Escuela de Periodismo de EL TIEMPO, la Embajada de Suecia, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Universidad de La Sabana.

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