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San Jacinto, el pueblo que volvió a nacer
San Jacinto

Jorge Quiroz, director del Museo Cultural de San Jacinto, tiene una mirada que delata su deseo de impulsar el desarrollo del municipio a partir de la cultura.

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Estefanía Daza

San Jacinto, el pueblo que volvió a nacer

Reconstruir memorias de paz ha sido el reto de Jorge Quiroz, tras exiliarse por causa del conflicto.


A lo lejos se escucha una melodía suave y aguda. Pareciera que la música dominara el movimiento del viento y se confundiera con el sonido de las aves, como si se fusionaran con ellas las voces de los indígenas ancestrales al son de la gaita.

La acompaña un tambor al ritmo del vaivén de caderas anchas y morenas. Son las palenqueras que van llegando a la plaza para comenzar con sus ventas del día; las expectativas son grandes. No solo los gaiteros están afinando los instrumentos y alistando sus pañuelos rojos, las mujeres también han planchado su mejor atuendo y sus ojeras delatan el desvelo, consecuencia de toda una noche preparando cocadas.

Se sienten los nervios en la tarima. Juancho Fernández, la voz de los Gaiteros de San Jacinto que ganaron en el 2007 un Grammy Latino, ha empezado a cantar antes de que el tambor alegre empiece a marcar el compás del fandango. La plaza está llena. Aquellos que vienen de la ciudad solo para disfrutar del festival andan buscando un espacio entre la multitud para observar el espectáculo que acaba de empezar.

En la Costa Caribe colombiana, en el departamento de Bolívar, a 102 kilómetros de Cartagena, se encuentra San Jacinto. Allí, “están las mejores artesanías, los mejores pintores y los mejores gaiteros del mundo”, según destaca Abraham Kamell, alcalde electo del municipio para el periodo 2016-2020.

Todos los meses de agosto, en San Jacinto, se celebra el Festival Nacional Autóctono de Gaitas, se trata del mes más importante para los habitantes del pueblo. Jorge Quiroz, con una hojita en la mano, espera a que los Gaiteros de San Jacinto terminen su canción de apertura al evento.

Entrada occidental a San Jacinto

Entrada occidental a San Jacinto por la calle 22. La mayoría de las casas del pueblo tiene un techo en forma triangular y su fachada está pintada de colores vivos.

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Estefanía Daza


Los 58 años de Jorge Quiroz Tietjen son insuficientes para llegar a conocer la vasta riqueza cultural que tiene San Jacinto y la región de los Montes de María, donde se ubican 15 municipios entre Sucre y Bolívar, entre estos El Salado y El Carmen de Bolívar. Lastimosamente, como lo menciona Andrés Suárez, sociólogo del Centro Nacional de Memoria Histórica, esta riqueza cultural de la zona fue utilizada como elemento de terror. “En el año 2000, en El Salado, los paramilitares utilizaron instrumentos musicales autóctonos mientras estaban perpetrando la masacre”, que dejó 60 muertos, cuenta Suárez, describiendo cómo se utilizó la música para “romper con la identidad cultural de la gente”.

Jorge, con unas gafas que disimulan las arrugas propias de casi seis décadas de vida, recita un discurso que escribió recordando el dolor de un pueblo que, como dice Juan Pimienta, integrante de los Gaiteros de San Jacinto IV generación, “usa la cultura para exorcizar los fantasmas de un pasado violento”.

‘Braco’ –como conocen a Jorge en su pueblo– nació en el seno de una familia comerciante, dentro de una espaciosa y colorida casa, a cuatro cuadras del centro de San Jacinto. Conoció muy poco de la soledad, pues vivió toda su juventud rodeado de sus 12 hermanos, y a sus 20 años se dio a la búsqueda de piezas arqueológicas de los zenúes, malibúes y tayronas, culturas precolombinas que habitaron hace más de seis siglos la región de los Montes de María.

No era el único, lo acompañaban cinco jóvenes que en el año 1984 decidieron organizar un comité cívico cultural, creado a partir de la construcción de una primera biblioteca en el pueblo. Con ayuda de toda la comunidad, estos cinco muchachos lograron recolectar 5.000 volúmenes de libros y, al verse sin un espacio establecido para la biblioteca, se atrevieron a invadir el patio trasero de la Alcaldía, que estaba lleno de basura.

No pasó mucho tiempo antes de que el proyecto recibiera su primera visita importante: Helena Álvarez, esposa del entonces presidente Belisario Betancur (1982-1986), visitó el pueblo el día de la inauguración de la biblioteca. Todo marchaba bien, los cinco muchachos veían en el proyecto el deseo de dar a conocer al mundo entero su cultura. Pero, la violencia se atravesó.

Mapa masacres San Jacinto

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Universidad de La Sabana.

“Al tratarse de una zona bastante rural, los campesinos estaban muy alineados con las ideas de la revolución socialista de China”, explica Suárez sobre la formación de los primeros grupos rebeldes en la zona: el ELN y el EPL. No solo fueron guerrilleros, más tarde los paramilitares se apoderaron de la región y, cuando la guerra estalló, el retumbar de los cueros fue reemplazado por el sonido de los disparos y el canto de la gaita poco a poco se fue callando.

Por culpa de la violencia, Jorge tuvo que ir acostumbrándose a esa soledad que no conoció de joven, porque el conflicto se llevó a tres de sus hermanos. Los Quiroz Tietjen estaban siendo amenazados.

Fue en la madrugada del sábado 13 de abril de 1985 cuando tocaron a la puerta cuatro hombres. “¡Ejército Nacional! Solo vamos a hacerle unas preguntas”, fueron las palabras que pronunciaron antes de llevarse a Guillermo Quiroz, cuenta Jorge, con incredulidad en los ojos, como si aún hoy –más de 30 años después– no creyera la muerte de su hermano, a quien acusaron de ser guerrillero.

Guillermo, que ejercía como secretario general de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), no vería el sol de la mañana del domingo. Para Jorge, el tiempo no ha borrado el dolor de tener esa imagen tatuada en las retinas: su hermano mutilado, con los dedos cortados, golpes en la cara y los testículos magullados. En el pecho, doce balazos. ¡Doce! No le bastó al criminal con asesinar al primero de los Quiroz. Actualmente, se desconoce quiénes fueron los verdaderos victimarios. Por un lado, la familia de los Quiroz Tietjen acusaron a la Policía de Bolívar y a la segunda Brigada del Ejército, mientras que el entonces coronel, Armando Ramírez Ramón, tachó de “calumniosas” estas acusaciones. “Lograron meter presos a los supuestos victimarios, pero se fugaron, y eso quedó así…como eran de la Policía, nunca se hizo justicia”, detalló el gaitero Pimienta.

Doce años después, en medio de un nido territorial donde convergieron todos los grupos al margen de la ley en Colombia, la pesadilla de Jorge aún no terminaba, y no solo la de él: “En el año 97 hubo una toma guerrillera en el casco urbano de San Jacinto, donde miembros de los frentes 35 y 37 de las Farc atacaron la estación de Policía”, relata Abraham Kamell, quien desde el 89 vivía en carne propia el conflicto. En el 97 se dio el asesinato del segundo de los hermanos Quiroz, se trataba de Frederic Quiroz Tietjen, ‘Fredy’, como lo conocían en el pueblo. Él tenía una farmacia en una esquina de la plaza central de San Jacinto.

“Los Quiroz Tietjen simpatizaban con las ideas de la izquierda, pero ellos no eran guerrilleros”, asegura Juan Pimienta, quien estudió toda su primaria con los Quiroz. Sin embargo, como relata Gladis Tamara, tejedora de hamacas en San Jacinto: “Aquí la guerra era así, no podías brindarle un vaso de agua a cualquier persona que te lo pidiera, porque si era guerrillero, los paramilitares te mataban, o si era paramilitar, llegaban los guerrilleros a matarte”. Esto fue lo que le pasó a Fredy: le ofreció un medicamento a la persona equivocada.

En un comienzo, Frederic logró defenderse, un arma en la mano y un cartucho lleno le sirvieron para dar en el blanco de varios de sus enemigos. “No recuerdo muy bien a cuántos mató, pero sí cayeron varios (paramilitares)”, atestigua Pimienta. Según cuenta Jorge, fueron seis a quienes les logró disparar. Le atinó a todo, pero hasta a los más valientes se les termina la munición. La incesable aparición de agresores dentro de la farmacia no dejó que Frederic –con 60 años encima– viviera para contar la historia, sino que pasó a engrosar la cifra de 16.346 casos de asesinatos selectivos perpetrados por las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), entre 1981 y 2012, según informa el Grupo de Memoria Histórica.

Los calzones de Jorge ya lo estaban apretando, el miedo y el terror le advertían que en algún momento él sería el próximo cadáver de la familia Quiroz. Pero no fue él, fue su hermano Carlos Augusto. “Fue en el 97. Habíamos elegido a un alcalde liberal con unas magníficas ideas”, recuerda Abraham Kamell. Carlos Quiroz Tietjen salía de su casa con los nervios que tiene cualquier político al saber que próximamente tomará las riendas de una población que ve en él la esperanza para construir un mejor territorio. No obstante, el destino le dio un rumbo diferente.

Los nervios de Carlos se convirtieron en el anuncio de una muerte cercana. Cuando anhelaba tener en sus manos la suave y frágil textura de un papel, lo primero que llegaron a palpar sus manos fue el áspero y rocoso material de las calles del pueblo y lo que silenció a los civiles fueron los estruendosos sonidos de las armas de fuego a manos de un grupo de sujetos encabezados por Salvatore Mancuso, para entonces el jefe paramilitar de las AUC, que operaban en la región septentrional del país.

El 6 de marzo de 2002, el Juzgado Penal del Circuito Especializado de Cartagena condenó a prisión a Edwin Manuel Tirado Morales por un periodo de 35 años y 8 meses; a Edwin Zambrano Pinto, por 28 años y 8 meses, y a Juan Manuel Borré Barreto, por 34 años y 8 meses, por participar como coautores en el homicidio de Carlos Augusto Quiroz.

Ahora sí era el momento para Jorge Quiroz. Sin pensarlo, alistó una maleta y, con una lágrima en su rostro, abandonó su pueblo querido, aquél que lo vio crecer, pero que en ese instante –a sus 32 años de edad– se convertía en su principal enemigo. No solo él tuvo que irse, también muchos de sus familiares –que vivían también en San Jacinto– partieron a Cartagena, algunos a Barranquilla y otros a Sabanalarga.

Sin hablar indonesio y con apenas unos conceptos básicos de inglés, aterrizó en Yakarta, la capital de Indonesia, un país al sur del continente asiático. Recorrió más de 19.000 kilómetros para encontrarse con una cultura que, según Jorge, era muy similar a la colombiana. Lo atendieron como en casa, fue admitido en la Universidad de Indonesia para trabajar como profesor de español, dando clases a los diplomáticos que tenían que viajar hacia Latinoamérica.

Se amañó rápidamente. Llegó a conocer la deslumbrante isla de Bali y a descubrir los misterios de una mezcla cultural que le recordaban el mestizaje de su sangre colombiana. Sin embargo, en una tierra tan lejana, nunca dejó de retumbar en su memoria el imponente resonar de una tambora, los repiques del tambor alegre, el contratiempo de un llamador y el fino canto de la gaita. Le llegaban a la memoria las imágenes de aquellas piezas arqueológicas y petroglifos de las culturas precolombinas que existieron en los Montes de María. Era entonces cuando se preguntaba qué estaría pasando con el museo que tanto se esmeró para construir.

Después de pasar cinco años en Indonesia, partió hacia Panamá. Con un anhelo desesperado por regresar a su tierra, recibió la noticia de que en San Jacinto se acababa de perpetrar la masacre de Las Palmas, que como menciona el sociólogo Andrés Suárez, “fue un caso muy dramático, pues el corregimiento quedó completamente desocupado”. Esto hizo que Jorge, en vez de regresar a su tierra, viajara hacia Catar, en el Medio Oriente. De allí se fue a Londres, y desde Europa llegó a los Estados Unidos. Aunque no le gustaba para nada el país norteamericano, fue ahí donde conoció a su esposa, también sanjacinteña, con la cual no tuvo hijos “gracias a Dios”, sostiene Jorge, delatando por fin una sonrisa.

En el 2004, Jorge Quiroz regresó a su tierra natal. Para ese entonces, “el presidente Álvaro Uribe (2002-2010) había acabado con los frentes guerrilleros asentados en los Montes de María”, manifiesta Pimienta. No obstante, la región seguía azotada por una ola de violencia que, según el actual Alcalde de San Jacinto, dejó alrededor de 18.600 víctimas y, según Andrés Suárez, una cifra de 150.000 desplazados. No sería hasta el año 2007, cuando se dio el golpe al guerrillero Gustavo Rueda Díaz (alias Martín Caballero), que San Jacinto volvería a escuchar la armonía de la paz.

La llegada de Jorge Quiroz sirvió para que el museo, que se había mantenido abandonado, se volviera a edificar; las piezas arqueológicas, que Jorge hallaba perdidas, fueron guardadas por diferentes habitantes del municipio y la reconstrucción del Museo Comunitario sirvió como excusa para que la población volviera a expresarse.

San Jacinto

Tres jóvenes del pueblo caminan frente al Museo. Los niños pueden transitar hoy tranquilamente por las calles del municipio.

Foto:

Estefanía Daza


Los niños sanjacinteños disfrutan todos los sábados de los talleres artísticos que brinda el museo. El alcalde, por su parte, ha destinado dinero a la manutención del museo que llama la atención a todos los extranjeros y es motivo de orgullo municipal para la comunidad sanjacinteña.

Así como Jorge, el municipio enfrenta sus propios retos. Por ejemplo: el corregimiento Las Palmas aún no cuenta con alumbrado eléctrico ni agua potable y, como lo dice su Alcalde, es necesario llevar a cabo proyectos para garantizar el bienestar de las personas que vuelvan, para esto ya se radicó –junto con El Carmen de Bolívar– un proceso en el que se repartirán 200 cabezas de ganado entre 100 familias que aparezcan en el Registro Único de Víctimas. Por supuesto, la cultura hace parte de todo aquello que San Jacinto tiene que recuperar. “En la región, las expresiones culturales se convirtieron en formas de reconstrucción después de la guerra, muchas de estas ancladas a la oralidad”, expresa Camila Medina, directora general del Centro Nacional de Memoria Histórica. De ahí que en el mismo museo se lleven a cabo reuniones entre mujeres de la comunidad y víctimas del conflicto para relatar memorias, como las de Jorge Quiroz.

Según Jorge, “San Jacinto aprendió de la guerra a usar la cultura como arma para vencer la violencia”. Por eso hoy, cada vez que se celebra una fiesta en la región de los Montes de María, entre estas el Festival Autóctono de Gaitas, se escuchan de nuevo los aires de gaita y el ritmo de cumbia, para que con ayuda de la música, dejemos de contar historias tristes y apreciemos el repicar del tambor alegre.

ESTEFANÍA DAZA
Estudiante del programa de Comunicación Social y Periodismo, de la Universidad de La Sabana. La nota fue asesorada y editada por Juan Camilo Hernández, director del programa del mencionado programa.

*Este artículo se publica gracias a la beca '200 años en paz, storytelling para el posconflicto', apoyada por la Escuela de Periodismo de EL TIEMPO, la Embajada de Suecia, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Universidad de La Sabana.

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