Dicen que cuando una persona es bebé, puede experimentar muchas cosas, percibir emociones, sentir alegría y tristeza, que son el contraste perfecto. Sin embargo, yo solía ser muy feliz imaginando mundos diferentes, creando nuevas alternativas que me permitían desconectarme del mundo real, ese mundo en el que los grandes se quejaban todo el tiempo, tan lleno de dificultades, tan desolador y confuso, pero sobre todo lleno de interrogantes, y uno de esos tantos interrogantes estaba colgado en lo que parecía la sala de la casa. Era la fotografía de un hombre sobre un caballo, al que no se le podía ver muy bien el rostro, aunque me inquietaba mucho porque no sabía quién era y jamás lo había visto en persona.
Un día me acerqué a mi hermana, Edith Sofía, a quien cariñosamente le decíamos la ‘Negra’ y le pregunté: “¿Quién es el hombre del caballo?”. Y ella, que solía ser muy dulce conmigo, me respondió que ese hombre había sido el esposo de mi mamá, y que ella y él habían formado una familia, habían tenido hijos, que yo era parte de esa familia y que ese hombre era nada más y nada menos que mi padre. Recuerdo que le había preguntado a mi madre qué era un papá, pero ella no me había contestado, no obstante, en ese momento surgió un nuevo interrogante: ¿dónde estaba el hombre de la foto? Le volví a preguntar a la ‘Negra’, pero esta vez su rostro se descompuso y entre tanto vacilar dijo: está muerto.
Tenía 5 años, pero me preguntaba una y otra vez: ¿qué es estar muerto? ¿Tiene remedio? ¿Duele? ¿También moriré? Y solo pude comprender la magnitud de esa cosa que se llama la muerte, el día que la abuela no volvió a abrir sus ojos jamás. Sentí una comezón extraña en el estómago, era como si tuviera pirañas dentro de mí, amaba tanto a la abuela que quería que me sepultaran con ella, pero nadie quiso consolarme y me tocó aprender a vivir con la ausencia de esa persona que tanto me quiso y me protegió.
Detestaba y aún detesto los rituales que hacían para los muertos, las personas lloraban hasta quedar inconscientes. El rezandero, que es la persona que dice oraciones y cosas durante nueve noches, era de mi desagrado, me parecía un personaje extraño, con demasiados ademanes y muy suspicaz. Sin embargo, él era el encargado de supuestamente guiar al espíritu de la persona que muere para que descanse en paz y encuentre la luz, para que no se quede atormentando a sus familiares, etc. Entender todo esto era muy complicado para mí, por lo que nuevamente pensé en el hombre del caballo: ¿se encontraría en el inframundo o en el Hades? ¿Qué habría ocurrido si lo hubiera conocido aunque fuera por un instante? Me preguntaba si sabía de mi existencia, si me quiso alguna vez, si alguna vez me acarició aunque estuviera en el vientre de mi madre, en fin, armaba y desarmaba rompecabezas.
Durante mucho tiempo soñé con la figura del hombre del caballo corriendo y ganando carreras en su hermoso caballo, conquistando trofeos o como esos vaqueros del oeste en las películas de Hollywood y cosas así. Sin embargo, mi hermana, la Negra, me contó que en realidad se trataba de un campesino que cultivaba la tierra, ordeñaba las vacas, criaba muchos animales y era un padre respetuoso al que no se le podía desobedecer o habría terribles consecuencias para el osado. Me dijo que detestaba la pereza y que nunca entraba a la cocina, que una vez ella le tuvo miedo porque a causa de una terrible caspa se rapó la cabeza y ella le temía a los calvos; que mi mamá lo había hecho cambiar mucho porque ella venía de un mundo diferente al de él, que perdió la cabeza por mi madre y decidieron tener 10 hijos.
Conocer la causa de la muerte de mi jinete favorito me desconcertó, por lo que desde entonces me pregunto: ¿por qué los seres humanos nos exterminamos entre sí? ¿Cuál es la razón de tan macabra acción? Entonces, empecé a concluir lo absurda y dolorosa que es la guerra: me arrebató a mi padre y con él todo su cariño, dejó viuda a mi madre y huérfanos a mis hermanos y a mí, nos quitó la casa, la tierra, me quitó a mi hermano y dejó huérfanos a mis sobrinos; nos ha hecho tanto daño que no alcanzo a ver su magnitud…
Descubrí que había algo anormal con respecto a mi padre: él no era igual a los otros muertos, no estaba en un cementerio, entonces ¿dónde estaba? Mi mamá me contó que lo habían tenido que sepultar en la finca para que los animales no se lo comieran, era algo fuera de lo común para mí, pero no para este país que parece un enorme cementerio y que han pretendido matarle las esperanzas a cualquier costo.
Hace casi siete años (30 de mayo de 2010), la Fiscalía General de la Nación nos entregó a mi padre en un pequeño cajón, después de un largo proceso de exhumación, pruebas de ADN y todos esos estudios que hacen, después de veinte años me permitieron estar cerca del hombre que está en la foto en mi casa montado en un caballo, un hombre que es prácticamente tierra, soy consciente de la descomposición del organismo humano, de que a todas las personas de una u otra forma nos va a pasar lo mismo, pero, a pesar de todo el asunto biológico y de pensar que no me afectaría, terminé diciéndoles que me parecía injusto que yo estuviera en esa situación, que no quería que otra persona conociera así a los seres que ama, que me dolía mucho saber que eso que observaba era lo único que quedaba del ser que aportó 23 de sus cromosomas para que yo estuviera allí parada, me sentí como cuando murió la abuela y mi dulce hermana, la Negra; volví a sentir la misma comezón en el estómago, una tristeza infinita que desencadenó algo que había más allá de lo que yo, aparentemente, percibía.
Mi depresión empezó cuando aún me gestaba en el vientre de mi madre y coincidió con la masacre de la que fue víctima mi familia. Ahora, lidio con ella día a día. Ya perdí la cuenta de las veces que he intentado ponerle punto final a mi existencia, pero he descubierto que acompañar los dolores de otra gente que también han padecido esta guerra me facilitará encontrar el hilo que quizás me ate a la vida.
Me habría encantado crecer junto a mi padre Antonio, su nombre de pila. Ahora recuerdo mucho una frase de Yehuda Amijai: “Por amor a la memoria llevo sobre mi cara la cara de mi padre”.
ESTHER POLO
Montería
*Este artículo se publica gracias a la beca '200 años en paz, storytelling para el posconflicto', apoyada por la Escuela de Periodismo de EL TIEMPO, la Embajada de Suecia, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Universidad de La Sabana.
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