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Proceso de Paz

Macayepo, Bolívar: tierra de muerte, de gaitas y tambores

A los habitantes de Macayepo les restituyeron 200 hectáreas en noviembre de este año.

A los habitantes de Macayepo les restituyeron 200 hectáreas en noviembre de este año.

Foto:Unidad de Restitución

Especial de EL TIEMPO sobre la tierra como factor de reconciliación en zonas de conflicto.

Redacción El Tiempo
Los vastos cultivos de aguacate, ñame y plátano son interrumpidos por retazos de ocho o diez casitas, con sus paredes de ladrillo desnudo y techos de zinc. Entre risas eternas los niños de Macayepo corren y juegan por las empolvadas calles que a veces sirven para que hagan preguntas tan inocentes que incomodarían a cualquier madre: ¿Dónde es el cielo que todos se quieren ir para allá? ¿Cómo sabes que papá es feliz si siempre lloras por él?
A comienzos de este siglo, muy pocos territorios en el país lucían tan amenazantes para la vida como Macayepo. La masacre de 12 campesinos, ocurrida el 14 de octubre del año 2000 en este corregimiento de El Carmen de Bolívar, quedó registrada como una de las más crueles en la historia de la violencia colombiana. No solo por la sevicia con la que ocurrieron los asesinatos, sino por el desplazamiento masivo al que fueron condenados los pobladores de este territorio, rico en cultivos de aguacate, plátano, ñame y ganadería.
En Macayepo no hubo una masacre al estilo de la de El Salado o la de Chengue –corregimientos de los Montes de María–, ejecutadas en la plaza principal y al son de tamboras y vallenatos. Fue una matanza ‘silenciosa’ que dejó cuerpos destrozados por el camino a punta de palos y piedras. A punta de garrote. Ni siquiera a una bala tuvieron derecho.
El verdugo fue uno de sus paisanos. Rodrigo Mercado Pelufo, alias Cadena, nacido en una humilde familia del corregimiento de Macayepo, se convirtió en el líder del Bloque Héroes de Montes de María.
Esta masacre formó parte de una violenta cadena de matanzas, emprendida por grupos ilegales, en un intento por obtener el control de los Montes de María, entre Sucre y Bolívar. Solo entre el 2000 y el 2001 se ejecutaron en esta tierra cinco masacres, que dejaron más de 100 muertos y 4.000 desplazados
Entre los financiadores de esta máquina criminal, según investigaciones de la Corte Suprema de Justicia, se encontraba el exsenador Álvaro García Romero, hoy condenado a 40 años de cárcel por vínculos con el paramilitarismo.
El excongresista era el dueño de uno de los latifundios más grandes de este territorio. Su apellido formaba parte de un reducido y privilegiado número de familias que desde tiempos de la Colonia se apoderaron de las tierras de los Montes de María.
A mediados de los años 60, cuando en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo soplaban vientos de una nueva reforma agraria que nunca se concretó, los campesinos se organizaron para reclamar una porción de tierra.
Alarmados por el cambio súbito de un orden que por siglos permaneció inmóvil, varios dueños de fincas armaron a sus peones para golpear a todo aquel que amenazara su feudal modo de vida. Esa fue una semilla de venganza que 20 años después germinó en la incursión paramilitar y la andanada guerrillera.
Los montemarianos, dueños de una prolífica herencia de versos que amenizan a ritmo de gaitas y tambores, aprendieron que lo que más amaban fue su mayor condena: la tierra.
La región de los Montes de María no es una zona cualquiera. Esta montaña es el corredor más importante para comunicar al occidente e interior del país con la costa Atlántica, en especial con el golfo de Morrosquillo. Una posición estratégica que la convirtió en una de las principales regiones en disputa entre guerrilleros de los frentes 35 y 37 de las Farc, paramilitares y Ejército.


Líneas invisibles

La guerra entre grupos armados creó líneas invisibles que dividían a una comunidad de otra. Cada una cargaba con un estigma diferente a los ojos de las demás. “Nos acusábamos los unos a los otros de ser guerrilleros y paramilitares. Al vecino lo veíamos como un enemigo”, cuenta Ciro Canoles, líder comunal.
Cada actor del conflicto se encargó de crear estos prejuicios. Era tan fuerte el sentimiento de odio entre los pueblos que se ejecutaban unos a otros.
Ya no eran campesinos. Ya no tenían relaciones comerciales. No era que unos cultivaran aguacate y otros ñame, sino que unos eran guerrilleros y otros paramilitares. No solo lo creían así los grupos armados en disputa, sino la misma población, que se dejó influenciar por “cosas políticas que uno no sabe de dónde salieron”, indica Julio Bolaño, quien perdió a dos de sus hijos en la masacre de Macayepo.
Entre el 2000 y el 2004, la región de los Montes de María era apenas una metáfora de la soledad y la destrucción. Los pobladores de este territorio se encontraban desperdigados por toda la región Caribe, especialmente en las zonas marginales de las cabeceras municipales del departamento de Sucre.
Pero no resistieron más. Entre el 2005 y el 2008, tras la desmovilización paramilitar, los antiguos pobladores de Macayepo y de las veredas a su alrededor prefirieron retornar a su territorio que seguir viviendo como forasteros.
“Mi vida no es el pavimento ni estar subido en buseta; mi vida es montarme en un burro rumbo a mi parcela”, expresa Bolaño.
“Cuando retornamos, no había casas; los predios tenían otros dueños, nos hostigaban y decían que nos fuéramos o, si no, nos mataban. Hoy podemos decir que tenemos una carretera, que construimos varias casas, o que tenemos cancha de fútbol; pero lo más lindo es decir que estamos en nuestra tierra”, cuenta Ciro Canoles.

Resiliencia

Lo que vino después fue pura resiliencia. Ciro y su tío Aroldo Canoles atravesaron el llamado sendero de la muerte –los 10 kilómetros de camino que unen a Macayepo con Chengue – para tratar de reconstruir el tejido social con los líderes de las demás comunidades que también habían empezado a retornar a sus tierras.
Debían remar contra la corriente, había que luchar contra el estigma, ya no estaban los pueblos que existían antes y mucho menos las relaciones entre ellos. Estaba en juego la reconciliación de 4.070 familias que se habían dividido entre uno y otro bando, cuando en realidad pertenecían al mismo: el de los campesinos.
Solo eso tan sencillo: hablar. Volver a hablar. Eso tan simple fue una tarea arriesgada y paciente que tardó casi seis años.
Ciro y Aroldo fueron puerta por puerta convocando a reuniones para que las comunidades se escucharan. Las heridas revivieron. Los rencores estaban a flor de piel. Los estigmas permanecían. Pero allí mismo, en el interior de ese campesino corajudo, había una semilla de reconciliación. Se creó el Movimiento Pacífico de la Alta Montaña.
Este movimiento cuenta con líderes de 33 veredas, con representación de cada uno de los corregimientos de la zona. Son un ente organizado que se convirtió en una piedra en el zapato para las instituciones del Estado, para los políticos de la región; y en un motor de trabajo por la reconciliación de la Alta Montaña y el bienestar de los montemarianos.
En abril del 2013, el movimiento reunió a más de 1.000 campesinos dispuestos a marchar hasta Cartagena; pedían una intervención integral del Estado en la Alta Montaña.
Los representantes del Gobierno ni siquiera los dejaron llegar a Cartagena, los esperaron poco antes de llegar al Carmen de Bolívar para instaurar una mesa de negociación. Allí se acordaron 91 puntos, entre ellos la adecuación de la vía que comunica las cabeceras municipales con los corregimientos de la Alta Montaña.
La carretera que conecta el Carmen de Bolívar con Macayepo dejó de ser una trocha a medio construir, hasta hace poco solo transitable a lomo de mula.
La Unidad de Restitución de Tierras intervino la zona, y la semana pasada restituyó 60 predios, con una extensión de 200 hectáreas, a campesinos de los corregimientos y veredas de Saltones de Mesa, Hondible, Loma Central, Lázaro y Macayepo, todos ubicados en la región de la Alta Montaña.
La inversión en proyectos productivos en Bolívar por parte de la Unidad de Restitución asciende a más de $ 5.000 millones, para atender las solicitudes de 238 familias asentadas en 19 municipios del departamento.
“Veo mucho tránsito de carros que están saliendo cargados con productos de Macayepo; eso es lo que debe ocurrir en el país”, comentó Ricardo Sabogal, director de la Unidad de Restitución.
Pero que la intensidad de las bombas y las balas se haya diezmado, no significa que la guerra y sus muchas expresiones sean cosa del pasado. “Aparecen hombres armados que preguntan con nombre propio”, expresa uno de los labriegos que cruza con su burro por la cancha de fútbol.
Las gaitas y los tambores volvieron a amenizar las tardes. La piqueria (trova vallenata) ahora habla de paz. Pero parece que a veces los trovadores quieren olvidar que hay un “algo” que se quiere volver a llevar a sus familiares. Ese algo que permanece ahí pero nadie se atreve a reconocerlo. Ese algo que ahora volvió y se ha ‘llevado para el cielo’, como dicen inocentemente los niños, a 200 líderes sociales en el 2016, según i la ONU.
Ser líder comunal se sigue pagando caro, la titulación de tierras no ha dejado de ser un rompecabezas, y la presencia institucional del Estado llega con cuentagotas. Pero ahora se defienden como una sola comunidad. Prometieron no dejarse dividir.
La Alta Montaña sigue allí, llena de heridas, multiplicada en sus cicatrices, en su savia que traspasa el tiempo. Una región acostumbrada a verse en el espejo de los arroyos que la atraviesan. Tierra fértil e incondicional, de cantores y compositores, de versos que fecundan los campos, la vida y la imaginación de los hombres. Tierra de anhelos, como relata la canción Tambores de paz, del maestro montemariano Luis de Jesús Mercado:
“Que suenen tambores de paz en los Montes de María, para que vuelva a reinar la dulce calma y la alegría. Que el rostro de la guerra se vaya para siempre, y que las madres no vuelvan a llorar a sus hijos con tanto dolor”.
JAVIER FORERO
Redacción Política
Redacción El Tiempo
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