Cuando Alejandra Wualteros supo que su historia de amor con Carlos Bernal iba a ser contada en un especial que se llama ‘Escribiendo una nueva historia’, recordó que ella le escribió dos cartas a Carlos cuando empezaron su noviazgo.
“Le escribí y le copié la letra de la canción ‘Ángel’, de Belinda. La gente ya casi no se escribe, pero nosotros tenemos guardadas algunas cartas y hasta tengo dos credenciales que él me regaló. Eso ya no se usa y es una lástima, porque era bonito. Hoy todo se dice por Facebook y uno no sabe ni para quién es que escriben”.
La carta que guarda Alejandra efectivamente tiene la letra de una canción que habla de libertad y de paz, el sueño que ella y Carlos veían muy lejano cuando aún no se conocían y cuando ella luchaba con su familia en el Caquetá para no terminar reclutada por la guerrilla o asesinada por los paramilitares, y cuando él terminó en un grupo paramilitar, al que llegó luego de que lo contrataron para “administrar una finca”.
“Te digo
somos los dos
como el aire que está
flotando libre en la inmensidad
oigo tu voz, sueño contigo
y eres mi ángel de paz
déjame volar
a tu lado yo por siempre quiero estar
tus alas me llenan el alma”.
Este es un fragmento de la canción con la cual Alejandra, a los 21 años, y recién llegada como desplazada a Bogotá, le declaró su amor a Carlos, sin saber aún que él era una persona desmovilizada. “Cuando él me contó que había estado en un grupo de esos, yo no lo podía creer, él no parecía un desmovilizado. Al entrar al colegio Juan Bosco Obrero, donde tomábamos un curso de Técnico en Sistemas, con el Sena, mis primos y mi papá me advirtieron que allá había desmovilizados y que no me fuera a meter con ellos. Sabíamos de algunos, pero de Carlos nunca se me había pasado por la mente”, cuenta la mujer, que hoy tiene 33 años y se convirtió en la pareja de Carlos, un hombre con un pasado en la guerra.
Jaime, el papá de Alejandra, quien siempre estuvo en contra de la guerra, aunque le tocó pagarles muchas ‘vacunas’ a las Farc mientras vivían en el Caquetá, tenía claro que su principal objetivo era mantener a Alejandra, a sus otros dos hijos, a su esposa y a su nieto (el hijo mayor de Alejandra) lejos de la guerra y por eso se opuso rotundamente, al comienzo, a la relación que su hija entabló con Carlos. “Por eso nos vinimos a Bogotá. Allá en la zona, cerca de Playa Rica, no se podía vivir. Nos tocó ver masacres, cómo torturaban y golpeaban a vecinos. Ahí fue cuando nos vinimos, porque o nos iban a matar los ‘paras’ o nos iba a llevar la guerrilla”, recuerda Alejandra.
Carlos, por su parte, lleva consigo una historia de la que poco le gusta hablar, pero que no niega. Es de Tunja, fue soldado profesional y, por las vueltas que da la vida y por no conseguir trabajo en su tierra, terminó cayendo en la trampa del ofrecimiento de irse a administrar un finca por los lados de Puerto Boyacá, pero cuando llegó al lugar, lo que le dieron para administrar fue un fusil con municiones, un uniforme y unas botas.
“Él se desmovilizó solo. Por eso, cuando me contó su pasado, me explicó que prefería que lo llamaran como una persona reintegrada. Lo hirieron en un combate, pero como era disciplinado en ese grupo donde estaba, lo ayudaron, le salvaron la vida y ya en un hospital conoció el programa de Reintegración del Gobierno y allí empezó a trabajar por su reincorporación”, cuenta Alejandra, que conoce con muchos detalles el pasado de su esposo y con cierta indignación aún reprocha que el país no tenga oportunidades para todos, y por eso, muchos como Carlos, terminan empuñando un arma.
Pero lo más complicado para Alejandra no era esa parte de la historia de Carlos, lo más difícil era intentar construir una familia con los seis hijos que él tenía, producto de otras dos relaciones del pasado.
En el 2005, cuando Alejandra y Carlos se conocieron, ella tenía un hijo, mientras que él era padre de cinco hijas con su primera compañera y de un hijo, al que aún no le ha dado el apellido, pero reconoce como suyo. “Yo no lo creía, me parecía como mentira. Eso me costó mucho más que lo de que hubiera estado en un grupo de paramilitares, pero con ambas cosas decidí lidiar. Ya uno enamorado no tiene mucho por hacer y decidimos irnos a vivir juntos en el 2006. Todo pasó muy rápido”, asegura Alejandra.
En ese momento, los hijos de Carlos no vivían con ellos, pero luego decidió traerlos y así empezó el trabajo de formar una familia juntos y de sostenerla económicamente. “Con el proyecto productivo que a él le dieron en la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR) montamos unas cabinas telefónicas y venta de minutos, pero fracasamos. En ese momento no había mucha asesoría y, como se dice, metimos la pata. Luego Carlos se puso a trabajar con mi papá, en un negocio de huevos y pollo, ya para esa época estaban superados los prejuicios entre los dos y eran amigos”, dice la mujer, que estudió hasta octavo semestre de Salud Ocupacional, pero por los compromisos del hogar y del trabajo que luego iniciaría con su compañero como emprendedora, no terminó su carrera universitaria.
Con el tiempo, a los seis hijos que sumaban entre los dos se sumaron los hijos de Carlos y Alejandra. En el 2008 nació Sharon y dos años después nació Carlos Eduardo. No obstante, en honor al dicho de que “cada hijo trae el pan debajo del brazo”, vinieron nuevas oportunidades de trabajo. “Carlos sabía de apicultura, su familia tenía ese conocimiento y me empezó a enseñar. Nos conseguimos un lote de miel y nos fuimos vendiendo por los pueblos hasta llegar a Bucaramanga. Allá nos fue bien e incluso nos quedamos a vivir un tiempo. Luego nos fuimos a Tunja, porque mi suegro se enfermó y con el tiempo volvimos a vivir a Bogotá, donde estamos y tenemos una casa que logramos conseguir con la reparación que me dieron por la condición de víctima”, relata.
Así, con un primer lote de miel, nació ‘Apiarios La Bonanza’, la empresa que hoy les da el sustento a Alejandra, Carlos y a los nueve hijos que están criando juntos.
Lo que pudo ser una historia con un final triste, terminó como una historia de amor de la que se sienten orgullosos, y aunque reconocen que no todo es color de rosa, aseguran que son felices y, sobre todo, tienen muchos sueños en común. “Nuestra historia es como la construcción de una colmena y el trabajo que hacen las abejas. Aprendimos a trabajar juntos con un único objetivo: tener una familia buena, que nuestros hijos no vivan lo que nos tocó a nosotros. La hija mayor de Carlos ya va a la Universidad, está en el programa de ‘Ser Pilo Paga’, se ganó una beca, y así vamos con todos: enseñándoles que el camino de ser honestos con ellos mismos y con los demás es el más importante”, asegura la mujer.
Alejandra reconoce que a los muchachos los reprenden y castigan, pero lo hacen poniéndoles penitencias de sentadillas, flexiones de pecho y hasta vueltas al parque. “Algo se le quedó a Carlos de su formación militar, pero no lo veo tan mal, así al menos hacen ejercicio”, dice riendo.
Carlos está a punto de terminar su proceso de reintegración y junto con su esposa ya es un reconocido empresario que asiste, junto con su familia, a las ferias de emprendimiento que promueven la ACR y el sector privado que apoya este proceso. “Vamos juntos, los muchachos nos ayudan y están aprendiendo el proceso de la miel. También nos ayudamos con la venta de almojábanas, arepas y queso que traemos de Boyacá, en donde está la mayoría de la producción de miel que sacamos”, explica Alejandra.
Las nuevas tecnologías se sumaron hace poco a la historia de amor que escribe esta pareja desde hace ya 12 años. Juntos entraron a un curso en la Universidad Eafit, a través de una iniciativa llamada ‘Ventana para Soñar’, donde están aliados la ACR, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), Google y Eafit, y que les permitió aprender de mercadeo digital y les ha dado la oportunidad de participar en ferias virtuales y presenciales para fortalecer su empresa.
“Ahora, tal vez no hay tiempo para escribirnos cartas ni dedicarnos canciones, porque las prioridades son otras. Ahora invertimos el tiempo en estudiar para crecer con nuestra empresa; ya tenemos cuenta en Instagram, en Facebook y gracias a este curso aprendimos a mover en las redes nuestra empresa. Poco a poco salen los contactos. El tiempo que tenemos libre es para compartirlo con los muchachos: vamos al parque, hacemos deportes juntos, los llevamos a jugar. Queremos que para ellos la guerra sea solo un referente en la historia que vean por televisión o lean en libros. Ellos nos tienen mucha confianza”, asegura Alejandra y rescata que a todos, desde la hija mayor que tiene 19 años, hasta el más pequeño que tiene 6, saben la historia de cómo se conocieron sus padres y entienden que el camino que ellos tomaron es el más simple para dejar atrás el odio. Alejandra resume su historia con una frase que es mucho más valiosa que cualquier cifra que nos arroje un informe de seguridad nacional: “Las segundas oportunidades nos permitieron construir esta familia. Hoy vivimos del dulce de la miel, con el esfuerzo que implica conseguirla, lejos de la amargura de la violencia”.
ANGÉLICA ALZATE BENÍTEZ
Comunicadora social y periodista.
Especialista en acción sin daño y construcción de paz - Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
*Este artículo se publica gracias a la beca '200 años en paz, storytelling para el posconflicto', apoyada por la Escuela de Periodismo de EL TIEMPO, la Embajada de Suecia, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Universidad de La Sabana.
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