Se ha firmado ya la paz que nunca iba a firmarse. De ganar el “sí” en el plebiscito del domingo, que será una manera de darles las gracias a los negociadores por haber llegado a un acuerdo, entonces tendremos una excusa menos para empezar a encarar por fin nuestros problemas de fondo: ahora podremos enfrentar este desconocimiento temerario de nuestra propia historia; esta vocación a la exclusión tal –escriba aquí, si lo prefiere, “a la segregación”, “a la discriminación”– que ha sido capaz de engendrar guerrillas trastornadas en los cuatro puntos cardinales del país; esta habilidad escalofriante para justificar una injustificable disposición para la violencia; esta sangre fría para la violencia que ha sido un grito vagabundo pero también un oficio pero también un negocio pero también un delirio pero también la certeza de que nadie está mirando.
De ganar el sí en el plebiscito tendremos un poco más de tiempo para tomar por los cuernos esta justicia selectiva politizada en el peor de los sentidos, y extraviada en sus papeleos de sociedad educada en el subterfugio, en la evasiva; tendremos una vida por delante para corregir, que no tumbar ni encadenar ni sepultar, esta clase dirigente más inepta que corrupta que ha caído también en la tentación de refundar la patria; conseguiremos, quizás, dejar atrás esta manía de cambiar las constituciones y las leyes y los eufemismos para que todo siga igual; seremos capaces de enmendar esta ciudadanía desconfiada que no sólo ha aprendido a sobrevivir a duras penas a pesar de los gobiernos que ha elegido, sino que ha preferido valerse de la malicia indígena a reclamar sus derechos, a asumir sus responsabilidades.
Por ejemplo: tener los ojos abiertos para que, desde ahora, no vuelvan a ejecutar en la calle a Jorge Eliécer Gaitán porque representa a un pueblo, ni a fusilar a mansalva al guerrillero amnistiado Guadalupe Salcedo, ni a pactar la paz pero sólo entre unos pocos parientes, ni a creer que el ejército es un agente de limpieza social, ni a meter tanques por la puerta del Palacio de Justicia para defender qué clase de democracia, ni a exterminar con lista negra en mano a miles de militantes de la Unión Patriótica, ni a asesinar a Jaime Pardo y Bernardo Jaramillo y a Luis Carlos Galán y a Carlos Pizarro cuando les dé la gana, ni a encumbrar mesías que vendrán a rescatarnos de nosotros mismos, ni a desterrar en la madrugada a los que han hecho el trabajo sucio para que no nos digan quién ordenó el horror que permitimos.
Colombia es el único país del mundo que se ha llenado de peros sobre la paz en Colombia. Si el miércoles pasado la ONU aplaudió hasta la embriaguez el discurso del presidente Santos, “hay una guerra menos en el planeta”, dijo, es porque se trata de un logro enorme en el momento justo en el que en tantos puntos de la Tierra comienzan a cometerse los desmanes –los nacionalismos, las persecuciones, las indolencias– que conducen a las sociedades a los conflictos que las rompen por dentro. Si el miércoles se celebró en Nueva York el fin de cincuenta años de deshumanización, y el desarme de veinte mil seres humanos, es porque no es usual que un Estado sea capaz de corregirse a sí mismo –de reconocer su parte en el desastre– antes de que los extremismos terminen de llenarse de adeptos, de razones.
De ganar el “sí” el domingo próximo será posible al fin ese futuro sensato en el que no tenga sentido tomarse el poder por asalto ni derrocar a nadie a sangre y fuego ni abrirse paso a bala en una sociedad plagada de dueños, sino simplemente ir corrigiendo –con las ideas de los del “sí” y los del “no”– esta democracia coja a la que tanto le ha faltado para alcanzar la definición del diccionario.
RICARDO SILVA ROMERO
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