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Proceso de Paz

‘Prefirió una paz injusta a la más justa de las guerras’

El general (r) Jorge Enrique Mora fue integrante del equipo negociador en el proceso de La Habana.

El general (r) Jorge Enrique Mora fue integrante del equipo negociador en el proceso de La Habana.

Foto:Claudia Rubio. Archivo EL TIEMPO

Prólogo del libro 'Los pecados de la paz' del general Jorge Enrique Mora Rangel.

Hay que saludar con beneplácito esta obra del general Jorge Enrique Mora, que viene a enriquecer la memoria histórica del proceso de paz. Fascinante, porque documentadamente informa al país sobre los intríngulis de la negociación con las Farc. Tiene esta obra un encanto adicional. Porque más allá de su carácter histórico, muestra al desnudo las vivencias de los servidores públicos, como hombres. Con sus fortalezas, sus flaquezas y sus padecimientos. 
A lo largo de sus páginas el lector encontrará la soledad con que un soldado de la república, aplicado a la tarea de edificar la paz y no la guerra, debió tramitar sus tribulaciones, sus desencantos y sus manifiestos desacuerdos, en la tensión dialéctica de construir una partitura de reconciliación con quienes fueron sus oponentes en medio de la batalla.
El general Mora retrata sus cavilaciones sobre el proceso de paz, desde la “casa 25” de La Habana, donde cada noche enriquecía su libreta de apuntes, con disciplina castrense, para no dejar escapar ninguna de sus angustias, al ver que el rumbo que tomaba el acuerdo –en su criterio– entregaba la victoria política y jurídica a las Farc, la misma que sus hombres habían ganado en el campo militar.
Destaco especialmente el llamado que hace el autor a la responsabilidad política del poder civil. Con gran vehemencia, que va más allá de lo anecdótico, afirma: “La responsabilidad de los políticos no aparece por ningún lado y, como Pilatos, se lavaron las manos. Entonces, como no fueron actores del conflicto, se debe deducir que los militares entraron al conflicto por iniciativa propia”. Dura advertencia que pone en remojo la posibilidad de que en el futuro los militares de la reserva y los activos acepten que sean los únicos, por parte del Estado, que respondan sobre lo ocurrido durante el conflicto armado.
La obra del general Mora nos deja varias deudas insolutas. Apelando a una discreción estratégica, no registra las discusiones que debieron darse entre Juan Manuel Santos y el ministro Juan Carlos Pinzón. De seguro lo hace por el respeto secular y democrático al principio de subordinación militar al poder civil. Muestra de ello es la referencia marginal y discreta a las reyertas que ocurrieron entre el alto gobierno y el ejército, el día anterior a la firma final del segundo acuerdo, el 24 de noviembre de 2016, en la Casa Militar del Palacio de Nariño.
No se trató de cualquier asunto. Se sabe que los comandantes, liderados por el general Juan Pablo Rodríguez, advirtieron al gobierno que en el último texto se habían incluido nueve reformas del capítulo de la justicia, que afectaban hondamente la seguridad jurídica de las fuerzas militares.
En particular se pretendía modificar inconsultamente la definición sobre “responsabilidad del mando”, algo extraño, porque los líderes del NO, que ganaron el referendo, jamás pusieron sobre la mesa tales reformas, de manera que se trataba de nuevas exigencias de las Farc, acolitadas por Sergio Jaramillo.

A los cinco meses de la firma del acuerdo, vimos que los guerrilleros detenidos salían a chorros de las cárceles y, por el contrario, los militares seguían privados de la libertad

Ante la situación advertida, el general Rodríguez notificó a los representantes del gobierno que si no se volvía a los textos anteriores, estaba autorizado por todos los comandantes del ejército, la marina y la fuerza aérea, para informar a la opinión pública que las fuerzas militares habían sido traicionadas en el último momento, a pesar de haber acompañado con lealtad el proceso. Ante semejante notificación, el ministro Villegas y De la Calle no tuvieron más opción que retirar los cambios y darles tranquilidad a los militares.
En este libro se reivindican los factores que más incidieron para que la guerrilla se sentara a negociar. Luego de su lectura hay que concluir que la paz fue fruto de la tarea de tres colombianos que ocuparon el solio presidencial: Andrés Pastrana, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos. ¡Qué paradoja!
El general Mora afirma que bajo la sombrilla temática de varios de los enunciados temáticos del acuerdo, hábilmente las Farc empezaron a plantear temas que rebasaban el ámbito de la agenda convenida. Sostiene que bajo el capítulo de las víctimas, por la puerta de atrás entraron temas como la justicia transicional, la Comisión de la Verdad y la Comisión Histórica del Conflicto. Es probable que esta glosa tenga cabida. Pero de lo que sí estoy seguro es de que jamás se hubiera obtenido la dejación de las armas si no se hubiera construido una justicia transicional.
Alguna vez un amigo, muy godo, me dijo que este sería el sapo que tendríamos que tragarnos para firmar la paz; hoy piensa que no fue un sapo, sino un mastodonte, que nos tiene indigestos y con pronóstico reservado como sociedad.
Lo cierto es que la agenda inicialmente convenida tenía varios destinatarios, con elevado cálculo político, para movilizarlos en favor de la paz. La reforma rural era el dulce para las Farc. El del fin del conflicto, el regalo para la sociedad. El del fin del narcotráfico era el capítulo que se le vendería a los americanos para que acompañaran el proceso y cedieran en la extradición.
El asunto de las víctimas procuraba darle legitimidad al acuerdo bajo el principio de que serían el “centro” de la negociación, lo que, a la luz de los resultados reales, ha terminado siendo una quimera. Todos ganaban un poco, aunque asimétricamente, como se vio al final. Si se observa con cuidado, los intereses y las expectativas de los militares no se veían reflejados en esa agenda. Por esa razón, la suerte de los militares quedó librada a los desarrollos normativos del postconflicto, bajo el principio de que tendrían un “tratamiento especial diferenciado, simétrico, equitativo, equilibrado y simultaneo”. Y ahí sí que fue Troya.
Editorial: Planeta
Páginas: 462
Precio: 
$ 59.000

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Foto:Planeta

Desde la Fiscalía advertí que los militares tuvieron que tramitar sus preocupaciones, en medio de cierta orfandad. Es decir, fueron necesarios para legitimar el acuerdo, pero a la hora de definir en el Congreso cómo se resolvería su situación jurídica, la institucionalidad no se jugó a fondo por ellos. Por esos días era común ver al comandante de las fuerzas militares, general Juan Pablo Rodríguez, convocando reuniones con sectores políticos y congresistas para que sus puntos de vista fueran cabalmente atendidos.
Aún lo recuerdo en esa labor de cabildeo, inusual para un soldado de su rango. Jamás lo vi acompañado del ministro de la Defensa. Por el contrario, el general Rodríguez me compartió que su ministro lo acusaba recurrentemente ante el Presidente de llevar a cabo ese tipo de reuniones e inclusive de asistir a los debates en el Congreso, porque los puntos de vista de la oficialidad no estaban siempre alineados con los criterios gubernamentales.
Hasta que un día, cuando se integraban las listas de magistrados para la JEP y la Comisión de la Verdad, que el general Rodríguez cuestionaba con método y rigor, Santos lo llamó a la Casa de Nariño y le dijo que, a conciencia, le había permitido el juego de deliberar en beneficio de la tropa, pero que había llegado el momento de que permitiera que las cosas fluyeran. En ese instante, el justo reclamo de que los organismos de la paz fueran incluyentes cayó en el vacío, porque los agentes del Estado no pudieron obtener la misma representación que hoy tienen en la JEP y la Comisión de la Verdad los miembros de la insurgencia.
Fui testigo excepcional de un episodio que retrata toda esta compleja situación entre el poder civil y el poder militar. A los cinco meses de la firma del acuerdo, vimos que los guerrilleros detenidos salían a chorros de las cárceles y, por el contrario, los militares seguían privados de la libertad. Esta situación era perversamente asimétrica. Frente a mi preocupación, el presidente Santos convocó una reunión y allí propuse que, dado que no había norma que beneficiaría por igual a los oficiales, soldados y policías, se expidiera un decreto.
El ministro Villegas se opuso porque una decisión que beneficiara de esa forma a las fuerzas militares le generaba un alto costo político al gobierno. Planteé entonces que en el decreto se dijera que se expedía a solicitud del Fiscal. Solo así se aceptó mi iniciativa, como consta en los considerandos del Decreto Ley 706 del 2017. Lo curioso es que mi carta fue del 4 de abril de 2017. Un mes después, le tocó al general Rodríguez parquearse durante horas en la sala de recibo de la Secretaría Jurídica de la Casa de Nariño, hasta que saliera el decreto, lo que ocurrió el 3 de mayo de 2017. Un mes después. Había manos necias que habían puesto el proyecto en el congelador.
El coraje de Juan Pablo Rodríguez ha tenido una clara recompensa por estos días. Aunque los oficiales de la reserva siempre mostraron sus dudas con que a los militares y policías se les investigara por la justicia transicional, hoy aceptan al unísono, como lo luchó Rodríguez, que su juez natural fuera la Jurisdicción Especial para la Paz. Ojalá toda esta labor no termine frustrada por la carga ideológica de los magistrados de esa jurisdicción. ¡Ojalá!
Según la libreta de apuntes del general Mora, la negociación se complicó de más cuando se tramitó el capítulo de las drogas. Lo creo. Dice que la guerrilla no asumió ningún compromiso en la materia, ni entregó información e, inclusive, se mostró indiferente en la solución del problema, cuando sus delegados manifestaron: “No verán a las Farc erradicando cultivos de coca”.
Y desde la perspectiva del equipo negociador del gobierno, las cosas empezaron mal cuando el alto comisionado Jaramillo entregó un paper sobre el tema del narcotráfico que, para algunos de los miembros del equipo de plenipotenciarios, era un documento “autoincriminatorio”, posición que permitió que las Farc responsabilizaran del problema del narcotráfico exclusivamente a las instituciones del Estado.
Lo cierto es que el capítulo 4 del acuerdo no contribuyó a una “solución al problema de las drogas ilícitas”. Lo ocurrido en el posconflicto nos da la razón. Hoy el panorama es desolador. A los cinco años de la firma del acuerdo, la situación del narcotráfico es muy crítica. El boom de los narcocultivos desbordado, la violencia disparada en los territorios de consolidación, los carteles mexicanos imparables y las disidencias de las Farc creciendo y retomando control territorial en las zonas cocaleras, al punto de ser una amenaza para los líderes sociales de esos territorios, en su afán de consolidar sus negocios ilícitos. Tal vez por ello es que el actual fiscal general de la Nación, Francisco Barbosa, ha sostenido que “la paz en Colombia ni se ha visto ni se ve”.
En su momento levanté mi voz para advertir que si no se actuaba con determinación para contener el narcotráfico, este terminaría expropiándonos los dividendos de la paz. Y así ocurrió. Como colombiano me indigna la indiferencia como se tramitó el llamado de atención que hice públicamente en una carta al Minjusticia de septiembre del año 2016.
Nunca entenderé, tampoco, por qué el gobierno nada hizo desde el momento en que, durante el segundo semestre del año 2017, presenté personalmente, primero, y documentadamente, después, las evidencias que con gran preocupación habían venido recaudando los fiscales de crimen organizado, sobre la continuidad en el narcotráfico de algunos sectores de los desmovilizados. Por ello comprendo el reclamo del general Mora: “Nadie oía”. La indiferencia, hija legítima de la soberbia, y el propósito de evitar a toda costa controversias públicas sobre el curso de la paz fueron muy malos consejeros en ese entonces.
Otro capítulo del acuerdo de paz que bien merece repasarse, a partir del presente testimonio de Jorge Enrique Mora, es el relativo a la construcción de una justicia especial para la guerrilla. “Taylor made”, diría cualquier agudo analista sajón. Cuando examino lo que ha acontecido, reafirmo que los guerrilleros no solamente obtuvieron una justicia soft, sino que se propusieron obtener unas ventajas estratégicas, pasando de la guerra militar a una guerra judicial contra la institucionalidad. Según el relato histórico que nos ofrece el general Jorge Mora, el presidente le había manifestado a la delegación de plenipotenciarios: “Me da lo mismo que sea pena o sanción, siempre y cuando sea sanción privativa de la libertad”. Lo que, justamente, nunca se convino.
Gran valor el que exhibe el general Mora al escribir este libro, aunque estoy seguro de que intentarán lapidarlo. Será un traidor y un desleal, para los fanáticos de la inquisición. Pero lo que surge con claridad de estas líneas, por el contrario, es que el militar de la guerra, que contribuyó a “destruir la voluntad de lucha del enemigo, mas no a aniquilarlo”, durante la negociación se abstuvo conscientemente de animar una crisis, si con ello debilitaba ante la opinión pública el proceso de paz y le negaba a la Nación una oportunidad sobre la faz de esta tierra.
Aquí quedan las memorias de un ilustre soldado de la patria que, de seguro, como Cicerón, “prefiere la paz más injusta a la más justa de las guerras”.
NESTOR HUMBERTO MARTÍNEZ

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