“No le temas a la verdad ni a la justicia”, repetía el papa Francisco por dondequiera que iba pasando, por las avenidas de Bogotá y las plazas de Medellín, por los barrios de Villavicencio y las playas de Cartagena, en sus reuniones con los niños o en los sermones de las misas, a las multitudes que se arremolinaban a su paso para que les diera la mano o los bendijera.
El último día de su visita, a punto ya de regresar a Roma, cuando el sol de la sobretarde caía reventado en colores sobre el agua de la bahía, Francisco resumió todo su pensamiento en unas cuantas frases que parecían providenciales: “El amor es más fuerte que la violencia. La auténtica reconciliación necesita de un perdón que sea sincero y de doble vía, para darlo pero también para pedirlo”.
Entonces se detuvo un instante y, por encima de sus anteojos, echó una mirada a aquella inmensa muchedumbre que se extendía en las explanadas portuarias. Volvió a revisar las hojas escritas que llevaba en la mano. “La reparación genuina”, agregó, “está en la verdad y la justicia, no en el olvido”.
La verdad y la justicia, sí, señor. Los dos principios morales que más escasean en la Colombia de estos tiempos, aunque nos duela reconocerlo. La verdad se ha extraviado en los vericuetos de tantas iniquidades. Y la única justicia que nos va quedando es la justicia divina.
Verdad y justiciaEntre risas y abrazos, esperando que llegue el Papa, la gente baila en las calles cartageneras. Aquello es más que un acto religioso; es una fiesta del espíritu. En ese momento es cuando me pregunto por qué no podemos ser siempre así.
Entonces, precisamente entonces, Francisco le dice a aquella marejada humana: “Deténganse un minuto y pongan en su corazón los nombres de las personas que ustedes más quieren. Pero también los nombres de las personas que ustedes menos quieren y las que menos los quieren a ustedes. Recen por todos ellos”.
Voy de regreso a casa y pienso otra vez en las palabras del Papa: la reparación, el perdón, la verdad, la justicia. Pienso en lo difícil que debe ser perdonar cuando uno ha visto secuestrar a su padre o matar a su hijo. Ha habido tantas víctimas, asesinatos, desplazamientos, desaparecidos, reclutamiento de niños, tanta maldad.
Recordé en el acto a Consuelo Araújo, creadora del Festival Vallenato, ministra de Cultura, periodista combativa, investigadora magnífica que escribió el diccionario del Valle de Upar. Entonces, para tantear el efecto que han hecho las palabras del Papa durante su viaje a Colombia, busco al esposo de Consuelo, Edgardo Maya, que es hoy el contralor general de la República.
—La visita del Papa fue mucho más allá del tema religioso –es lo primero que me dice–. Qué gran contenido social y humanitario.
—Su esposa –le digo con crudeza– fue secuestrada y asesinada por las Farc. ¿Usted perdona a las Farc?
Maya, que goza fama de ser un hombre reflexivo y cuidadoso con las palabras, piensa un momento. Después me contesta:
—El propio Papa dijo que no es fácil resistirse al sentimiento primario y humano de la venganza. Pero si uno cede a la rabia y a la frustración, entonces, ¿en qué se diferencia la víctima de los victimarios? Se necesita mucha fuerza interior para detener esa cadena interminable de dolor y de odio, y ese cambio solo ocurre desde el perdón. No puedo afirmar que he olvidado, pero sí he saneado mi corazón.
Se detiene un momento. Luego prosigue: “Por eso estoy dispuesto al perdón, siempre que se garantice que hechos como este, y como tantos otros que han sufrido millones de personas, no le vuelvan a ocurrir a nadie más. Hago parte de los colombianos que no quieren más violencia, más odios, más muertes, más cizañas”.
Estamos a tiempo de evitar la llegada del populismo al poder, un desastre de incalculables consecuencias
Ante esas reflexiones, le recuerdo al contralor que, en una ocasión, el expresidente Uribe Vélez dijo de él que Maya “es hacendado en Valledupar y guerrillero en Bogotá”.
—Infame calificativo –replica–: señalar de “guerrillero” a una persona cuya esposa fue asesinada por la guerrilla. Aun así, también he perdonado esa infamia.
Se detiene. Se ve que le duelen sus propias palabras.
—Consuelo no solo era mi esposa –añade–. Era la madre de mi único hijo.
Al llegar a este punto, le pido al contralor Maya que me diga cuáles fueron las impresiones más duraderas que le dejó la visita del Papa.
—En Colombia no existe un movimiento de masas como el que produjo la presencia de Francisco. Millones de colombianos, llenos de mística y esperanza, lo hemos aclamado por encima de consideraciones personales e, incluso, de diferencias religiosas. Promovió ideas humanitarias y de convivencia que a veces olvidamos y que hoy necesitamos más que nunca.
¿Podría esa visita cambiar nuestro destino?
—Esa fue su mejor enseñanza –señala Maya–. Sus palabras nos advirtieron que, si no le apostamos al camino de la paz y de la convivencia, nuestro futuro será una triste repetición de nuestro horrible pasado.
Pero es que el papa Francisco no solo le habló a Colombia de perdón, de reconciliación, de violencia. También de corrupción y de justicia. La corrupción que apesta por las cuatro costuras del país: los magistrados de las cortes más encumbradas, los congresistas que hacen las leyes, los líderes políticos que azuzan a hermanos contra hermanos, los que se roban la comida de los niños pobres o de los enfermos, los que gobiernan y deberían dar el primer ejemplo.
Le pregunto al contralor Maya por qué hemos venido a saber eso precisamente ahora.
¿Es que antes esas cosas no ocurrían? ¿Qué fue lo que cambió?
Y él empieza por recordarme que en enero del 2024 se cumplirán doscientos años de aquel decreto en que Simón Bolívar ordenó la pena de muerte para los funcionarios corrompidos. Lo que demuestra que nuestro país siempre se ha visto envuelto en esos escándalos.
—Lo que sucede –me explica Maya– es que el gasto público de Colombia, que hace cien años representaba solo el 4 por ciento de la economía nacional, hoy es del 28 por ciento. El botín estatal ahora pesa más.
¿Pero por qué se ha desbordado la monstruosa corrupción? No pasa día sin que haya otro escándalo, de modo que el que ayer fue noticia mañana será olvido.
—La nueva Constitución de 1991 –me responde– dispuso la elección popular de alcaldes y gobernadores, más la circunscripción nacional para ser senador, lo cual implica campañas políticas que cuestan muchos miles de millones de pesos. Esas campañas las financia el partido más poderoso de Colombia, que no es ninguno de los partidos tradicionales ni de los recién creados, sino el partido subterráneo de algunos contratistas del Estado. Lo que ellos invierten en las campañas hay que recuperarlo contratando con el Estado.
En ese punto hace una pausa para coger aire.
—Además –concluye–, no olvide que por encima de todo está el ansia de hacer dinero fácil y rápido.
El contralor general Maya también fue procurador general hace diez años. ¿La corrupción de entonces era peor que la de ahora o ahora es peor?
—La película es idéntica. A veces son los mismos actores y a veces cambia el reparto. Es como una bicicleta estática que desarrolla una gran velocidad pero no se mueve del mismo sitio. La gente cree que los órganos de control, como la Procuraduría, la Contraloría y la Fiscalía, en su carácter de investigador penal, tienen la capacidad de acabar con la corrupción. Esa es una terrible equivocación. Lo que el problema requiere es una gran articulación de todos los poderes públicos con el sector privado y los ciudadanos para luchar unidos. Todos juntos.
Es ahora cuando utiliza el ejemplo de la danza.
—Para bailar se necesitan dos. Es imposible que el servidor público se corrompa unilateralmente. Hay una gran responsabilidad de aquella empresa privada que tiene vínculos con el Estado. Uno propone y el otro dispone. Estamos en el filo de la navaja: o destruimos la corrupción entre todos o la corrupción nos destruirá a todos.
No quiero dejarlo ir sin preguntarle por la forma como está comenzando la campaña para las elecciones del año entrante. “Sus propios protagonistas están dirigiendo la campaña por el sendero del odio y la mentira. La cizaña, como dijo acertadamente el Papa. Si seguimos así, terminaremos en una confrontación violenta, sin precedentes en nuestra historia política, y los únicos damnificados serán los colombianos de a pie”.
Y, finalmente, el Contralor dice lo siguiente: “Estamos a tiempo de evitar la llegada del populismo al poder, un desastre de incalculables consecuencias. Ahí está el ejemplo al otro lado de la frontera. El fascismo suele disfrazarse de populismo para engañar a los electores”.
El episodio de las palomas lo dejé a propósito para el final porque sabía que ustedes no me lo iban a creer, ni Edgardo Maya tampoco, pero pongo de testigos a dos mil quinientas personas que se arremolinaban ese domingo en la plaza de San Pedro Claver y en los balcones del vecindario, por donde antiguamente pasaban vendiendo esclavos, en el centro colonial de Cartagena.
Lo que ocurrió es que, en el preciso instante en que el papa Francisco hablaba de justicia, verdad y reconciliación, llegaron a la plaza las bandadas de palomas. Eran como trescientas y volaban en formación perfecta, una detrás de otra, sin salirse de la fila, como si alguien las estuviera dirigiendo.
Luego, de una en una, en perfecta compostura, se posaron en el caballete de tejas coloradas que se abre sobre la esquina de la plaza, mirando a la carpa blanca donde estaba el Papa. Cuando terminó de hablar, las palomas levantaron vuelo en una hilera juiciosa, dieron una vuelta por el atrio, como si estuvieran en un desfile, y después volvieron la espalda. Desaparecieron por encima de la muralla, hacia el mar.
JUAN GOSSAIN
Especial para EL TIEMPO
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