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Partidos Políticos

Nacionalismo: una esquizofrenia que se vuelve colectiva

Ciudadanos protestan contra la supremacía blanca promovida por el Ku Klux Klan en Huntington Beach, California (Estados Unidos).

Ciudadanos protestan contra la supremacía blanca promovida por el Ku Klux Klan en Huntington Beach, California (Estados Unidos).

Foto:Apu Gomes. Getty Images

No siempre representa a una nación; por el contrario, se adhiere a diversas estructuras sociales.

En mayo de 1945, meses antes del fin oficial de la Segunda Guerra Mundial, tras la rendición del Japón, el escritor británico Eric Arthur Blair, George Orwell, publicó un explosivo ensayo titulado Notas sobre el nacionalismo. En este, Orwell describe un fenómeno que se propagaba entonces por el continente europeo como un virus capaz de afectar el juicio de hasta el más ecuánime de los seres humanos. Orwell acude al término para describir el nacionalismo, no sin advertirnos de que lo hace a falta de una palabra más precisa.
A su juicio, esta palabra falla en capturar el fenómeno en cuestión porque este no siempre se sujeta a una nación; es decir, a una unidad étnica o geográfica.
Afirma que suele adherirse a diversas estructuras sociales, entre las que se destacan las religiones y, sobre todo, las ideologías políticas. Se trata, sin duda, de un virus que ha llegado desde la posguerra hasta nuestros días, mutando en variantes cada vez más coléricas y letales.
Hay numerosas ideologías políticas que son nacionalistas por su propia naturaleza y, por tanto, existe mucho mayor consenso a la hora de etiquetarlas. Ejemplos son el fascismo, el estalinismo y la supremacía blanca. Sin embargo, nos advierte Orwell, el nacionalismo puede incrustarse incluso en proyectos políticos que izan la bandera del pluralismo, logrando que muchos de los que padecen el virus nacionalista posen falsamente de asintomáticos.
Para Orwell, el nacionalismo se refiere a un modo de pensar que cuenta con al menos dos características. La primera es asumir que a las personas se les puede clasificar como insectos; que es posible agrupar a millones y millones bajo calificativos como ‘buenos’ o ‘malos’, según la ideología con la que se identifican, ya sea esta una nación, una religión o un proyecto político.
La segunda es el hábito de poner por encima del bien y del mal las ideologías que se defienden. Es decir, juzgar las acciones no en su propio mérito sino en virtud de la ideología a la que pertenece quien las comete.
Por la misma razón, a la hora de debatir, el objetivo de quien se encuentra poseído por el nacionalismo no es la formación de conocimiento en favor de la construcción de sociedad, sino, al contrario, defender su ideología a toda costa, incluso cuando le toca acudir a la alteración de la realidad para que esta juegue a su favor. Por eso, el nacionalista prefiere ser selectivo con la realidad; por eso, al nacionalista le va mejor humillando a su adversario que asegurándose de que los hechos soporten su argumento.
Para entender más a fondo el fenómeno del nacionalismo es necesario, al mismo tiempo, diferenciarlo de otras maldiciones que pesan sobre las democracias, como lo son la corrupción y el apetito del poder por el poder. El nacionalista también anhela asegurar más poder, pero no es para sí mismo, sino para la ideología en la que ha llegado a depositar su fe e incluso a sacrificar su propia identidad. Al igual que el corrupto y el codicioso, el nacionalista distorsiona la realidad a su favor.

El nacionalismo puede incrustarse en los proyectos políticos que izan la bandera del pluralismo, logrando que muchos de los que padecen el virus nacionalista posen falsamente de asintomáticos

Pero a diferencia de estos, el nacionalista realmente llega a creer en la realidad que distorsiona; hasta el punto de insistir en una ideología incluso cuando los hechos demuestran lo contrario. Se trata, por lo tanto, de un fenómeno que no dista mucho de la esquizofrenia, pues implica el abandono de la realidad y el desplome hacia un mundo fantasioso en el que predomina el delirio.
Más aún, al entrar en un trance, el nacionalista se permite el lujo de distorsionar la realidad con la tranquilidad moral de que está sirviendo a una causa. Esta es, precisamente, la raíz sobre la que proliferan las noticias falsas en este tiempo.
A su vez, las distorsiones de los nacionalistas sobreviven incluso a la más notoria demostración de lo contrario, pues poco pueden los hechos competir con el frenesí que provocan las ideologías. De ahí que los ciudadanos acudamos a los líderes no para evaluar los hechos de la realidad, sino para exacerbar el sentimiento nacionalista de la ideología en la que creemos. Ya no nos interesa cuántas personas han salido de la pobreza, sino que nuestro proyecto político haya sacado más que el adversario.
Pero quizás la mayor ofensiva del nacionalismo contra las democracias es que hemos llegado hasta el punto de personificar en los demás las ideologías con las que diferimos. Así como hemos sacrificado nuestra propia identidad en favor de una ideología, hemos sacrificado la de los demás.
Poseídos por el nacionalismo, al estar frente a una persona con quien diferimos tan solo vemos la personificación de su ideología: de su nación, de su proyecto político, de su religión o incluso de su equipo de fútbol. Esto justifica desde la divulgación de mentiras del adversario hasta la violencia y el terrorismo. Y todo con la tranquilidad moral de haberlo hecho en favor de una ‘causa justa’.
La personificación de las ideologías ha sido, entre otras cosas, la justificación moral de quienes han empuñado las armas con fines políticos. Cuando nuestro proyecto político se convierte en un fin en sí mismo, somos capaces de todo.
El nacionalismo, por lo tanto, pone a los ciudadanos voluntariamente al servicio de las ideologías, resultando en un teatro del absurdo, pues estas solo tienen sentido en la medida en que estén al servicio de los ciudadanos.

¿Somos nacionalistas?

Si bajo el efecto del nacionalismo somos realmente capaces de distorsionar nuestra propia realidad, de engañarnos hasta a nosotros mismos, resulta apenas justo preguntarnos: ¿por qué creemos en una realidad distorsionada cuando nosotros somos los artífices de la distorsión? ¿Por qué hemos llegado al punto de sacrificar nuestra identidad, y la ajena, en una ideología que ponemos por encima del bien y del mal? ¿Por qué, en pocas palabras, somos nacionalistas?
Aunque no se trata de una respuesta absoluta, hay al menos dos razones que contribuyen a la explicación de este fenómeno. En primer lugar, en nuestros tiempos, la ideología se ha convertido en una herramienta muy efectiva a la hora de pertenecer a grupos sociales.
Para ser bienvenidos e incluso celebrados en estos, la estrategia más eficiente es demostrarles que pensamos parecido. De manera que una de las causas que yacen al fondo del nacionalismo es la voluntad por abrirse camino en los grupos sociales de los que hacemos o queremos hacer parte.
En segundo lugar, la exaltación contemporánea del nacionalismo también es resultado de que, en nuestros tiempos, la relación entre identidad e ideología política opere de manera contraria a su razón de ser.
Es decir, que en lugar de identificarse con un proyecto político porque estamos de acuerdo con sus postulados, porque nos identificamos primero, tendemos a no ser de izquierda por creer en una mayor intervención del Estado, sino a creer en una mayor intervención del Estado por ser de izquierda, o tendemos a no ser de derecha por creer en la aplicabilidad de los principios cristianos en la política, sino a creer en la aplicabilidad de los principios cristianos en la política por ser de derecha. Tendemos a identificarnos primero y luego a construir criterio político.
Tal delirante realidad es una de las raíces del nacionalismo en la medida en la que nuestro criterio político queda sometido no a la evaluación de los hechos, sino a lo que dicta la identidad que pretendemos adjudicarnos. Por eso, cuando el nacionalismo es protagonista no hay mentira que pueda ser contenida por la contradicción de los hechos.
El primer paso para remediarlo es reconocer que se trata de un fenómeno en el que, de una u otra forma, pecamos todos. Así, la solución no radica en acusar a un puñado de personas y expulsarlos de la arena política; pues se trata de erradicar un fenómeno de la sociedad civil, no a un grupo de ciudadanos.
Al contrario, si lo que se pretende es depurar a la sociedad del nacionalismo, no hay mecanismo más contraproducente que dividirla entre nacionalistas y no nacionalistas. Lo único que se lograría sería poner la palabra nacionalismo al servicio de cualquiera que pretenda desprestigiar a sus adversarios políticos, tal como ha sucedido con el fenómeno del populismo. Además, como nos recuerda Orwell, el nacionalismo tiene la capacidad de contagiar a cualquier ciudadano. Basta con poner el dedo en la llaga y el más ecuánime de los seres humanos se transformará en un implacable nacionalista que ni él mismo podrá reconocer.
Del mismo modo, optar por evitar tomar posiciones políticas para curarse de la tentación del nacionalismo es también contraproducente. Esto es algo que aplica tanto para ciudadanos como para quienes nos representan en el ring político. Es de suma importancia que estos últimos reflejen convicciones y nos ofrezcan una gama amplia y clara de modelos de sociedad para que nosotros luego acudamos a las urnas y escojamos.
Quienes nos representan en la democracia tienen la responsabilidad de exponernos sus posturas políticas, precisar exactamente en qué se diferencian de las otras y por qué creen que son la mejor alternativa hacia la construcción de sociedad. Pero esto no quiere decir que la alternativa que creamos más conveniente tenga que estar por encima del bien y del mal, ni que pongamos nuestras vidas, y mucho menos la de otros, a su servicio. La legitimidad de los proyectos políticos radica en que estén al servicio de la sociedad, no al revés.
Tener convicciones políticas no es ser nacionalista. La diferencia es que, en el primer caso, los proyectos se construyen en constante diálogo con la realidad y se adaptan cuando los hechos lo exigen. Solo así adquieren legitimidad política y toman el camino contrario del nacionalismo. Lo dijo Antonio Machado, el poeta sevillano llevado al exilio por nacionalistas franquistas: “Al andar se hace el camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO*
Para EL TIEMPO
*Sociólogo. Columnista de EL TIEMPO.
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