Una manifestación masiva protagonizada por jóvenes que repiten que ya no tienen miedo, que reúne a personas de todos los sectores sociales en un sonoro cacerolazo. Una marcha que se impone ante los violentos para priorizar la protesta pacífica, conectada también con causas globales como la del medioambiente. Una manifestación alegre en la que suena música, pero que no deja de alzar la voz. Hemos vivido una protesta que en muchos aspectos parece sin precedentes y que el historiador Jorge Orlando Melo, conocedor como pocos de lo que ha transitado el país, ayuda a entender.
¿Recuerda manifestaciones de estas características en el país?
Sin duda estamos viviendo una de las manifestaciones más grandes y con algo peculiar: ha sido una de las más pacíficas. Pero no hay que disminuir lo que ha pasado antes. En Colombia hay una tradición relativamente importante de manifestaciones, con algo en común: el enfrentamiento de los sectores que marchan con la Policía. La primera con este patrón fue en 1875, en Bogotá, en lo que se llamó “la revuelta del pan”.
La gente marchó porque habían subido el costo del pan, se enfrentó a la policía y hubo un muerto. Algunas otras: en 1893, los artesanos marcharon hacia el Palacio de Gobierno y la policía les disparó. Murieron diez o doce. En 1919 hubo una protesta de obreros que se volvió muy violenta: la policía –armada con fusiles Remington recién llegados al país– tuvo una acción excesiva que generó la renuncia del ministro de Defensa. Están las manifestaciones de mayo de 1957 que tumbaron a Rojas Pinilla. Y una gran marcha –incluso más grande que la de ahora– fue la del paro cívico de 1977, contra López Michelsen. Muy violenta, nada parecido a lo que se vivió en días pasados. En esa época existía la idea en parte del movimiento estudiantil de que había que hacer violencia, que negociar con el Gobierno era adormilar la protesta social; lo urgente era agudizar las contradicciones para llevar a un cambio revolucionario.
El efecto del paro del 77 fue que el gobierno mejoró los recursos para reprimir, lo que continuó en la siguiente administración de Turbay. Las siguientes marchas importantes fueron la del 2008, contra las Farc, y la de los estudiantes en el 2011 contra el proyecto de reforma de la educación superior.
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La marcha de ahora no solo ha sido masiva, sino alegre, llena de música, y motivada sobre todo por los jóvenes. ¿Cómo ve ese protagonismo?
Ha sido una manifestación de los jóvenes. De una nueva generación que no va a caer en la trampa en la que cayeron los movimientos anteriores, que fue usar una violencia que justifique una respuesta violenta mayor de parte del Estado.
Su protagonismo también se debe a que el sindicalismo en Colombia hoy es muy débil; ya no hay sindicatos capaces de mover poblaciones grandes. Son jóvenes que además, con seguridad, no son militantes de ningún movimiento político. Y que no están organizados, lo que lleva a que no haya un proyecto único en las marchas. Los une la queja por muchas cosas: la calidad de la educación, la reforma de las pensiones, las causas ambientalistas, la corrupción. Es un proyecto muy difuso.
¿En algún punto se unen todos?
En el desencanto. En el rechazo a la clase política. El descontento con el gobierno, con los resultados económicos, con las perspectivas de vida. No ven una salida. Porque puede que hoy haya más movilidad social que antes. Cuando entré a la Universidad Nacional, en el país había veinticinco mil estudiantes universitarios. Es decir, solo veinticinco mil personas de mi generación pudieron ir a la universidad. Ahora hay dos millones. Es un cambio real, pero que no promete mucho. ¿Qué promete? Trabajar sin perspectivas. No hay un proyecto políticamente atractivo, y eso lo perciben los jóvenes.
¿El hecho de que hoy ya no esté el conflicto con la guerrilla en primer plano cambió la forma de manifestarse?
Eso cambió todo. El hecho de que estas marchas sean tan pacíficas y con tan poco vandalismo, comparadas con las anteriores, tiene mucho que ver con que son de gente que sale a la calle espontáneamente y que no viene organizada a tratar de agudizar la confrontación sino a manifestar su descontento. Hoy la idea de las protestas no es hacer la revolución, como lo era en los años sesenta y setenta, sino obtener resultados tras una negociación.
Son mucho más tranquilas. A mí me sorprendió ver cómo esta vez en muchas ocasiones los marchantes pararon a los que estaban tirándoles piedra a los policías. Ese autocontrol les ha dado la posibilidad de seguir saliendo durante varios días, con una cosa ambigua de simpatía, aunque también de rechazo. Simpatía porque es una protesta pacífica, alegre; y rechazo en algún grado porque perturbaron cosas que afectan a la gente, como el transporte público. Pero en general han sido marchas de gente que sale a expresarse y a sentirse solidaria con otra gente.
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Eso se ha visto, sí: empatía, conexión con el otro...
Sí, la gente está mirando con emoción poder ir al lado de un desconocido y pensar que esa persona no la va a atacar, que no es de un grupo guerrillero ni un infiltrado de la policía. Es un cambio grande. La no presencia de la guerrilla abre el camino de una acción política más solidaria. Y debería abrir el camino para que todos estos grupos finalmente definan sus propuestas básicas sobre los problemas más grandes: la corrupción, la desigualdad, la falta de educación, el tema agrario. Problemas que ya existían, pero antes la urgencia era acabar con la guerrilla.
El cacerolazo fue algo nuevo para los colombianos. En Bogotá, por ejemplo, se unieron habitantes de todos los sectores. ¿Cómo lo vio?
La gente logró encontrar una forma de manifestar el desacuerdo, la solidaridad, que es menos disciplinada, menos rígida y que además tiene la ventaja extraordinaria de no ser violenta. Ha habido distintos tipos de respuesta en los sectores de Bogotá, pero en todos se ha oído. En algunos barrios, de estratos medios altos o altos, la gente sale menos a marchar a las calles, pero expresa su solidaridad de esa manera. Esta es una marcha que ha estado muy protagonizada también por una clase media profesional que antes era menor.
Eso refleja un cambio social muy fuerte. Gente que ahora se anima a salir porque además siente que es una manifestación que tiene autocontrol. Y han logrado otra cosa, que es unir a las universidades públicas y privadas. Eso muy raramente pasó. Algunas veces sucedió, como en la protesta contra Rojas Pinilla en el 57, y en el 90 con el movimiento de la Séptima Papeleta. Cuando se han unido, han logrado lo que buscaban: en el 57 se cayó Rojas, y en el 91 se aprobó la nueva Constitución.
Este movimiento expresa la protesta de sectores que nunca han podido participar políticamente porque nadie los ha representado. Si logra mantenerse, puede ser decisivo en la elección del 2022
¿Ve semejanzas con las que se están viviendo en otros países de América Latina?
Hay cosas similares. En Chile están protestando porque el país se volvió muy desigual y nada de lo que se ha hecho en los últimos treinta años busca reducir esa desigualdad. Todo lo explican con el argumento de que la forma de resolverla es aumentando el crecimiento, la producción. Ese cuento nos lo venden todo el día aquí también. Y hay otros temas de protesta en común, como el medioambiente. En general, las personas están viviendo una sensación de amenaza, de que nada funciona bien y de que los gobiernos no hacen nada para cambiar eso. En nuestro caso, el Gobierno no está ofreciendo un mensaje claro para la gente, nada que dé esperanza.
¿Hay una generación más comprometida hoy con el momento histórico, con la realidad política y social?
Antes la juventud también estaba politizada, pero era solo un sector y muy radical. Lo que hoy existe es un trasfondo de descontento básico muy grande. Y hay un aspecto peculiar: Colombia no ha tenido, en los últimos cincuenta o sesenta años, un movimiento electoral que uno pueda llamar popular o de izquierda. La guerrilla impidió que se formaran esos proyectos, que sí estaban en los demás países latinoamericanos.
El último gran movimiento que trató de ser independiente y no tener relación con la lucha armada había sido creado por la guerrilla, lo que es una paradoja. Fue la Unión Patriótica. Y cuando sus miembros decidieron ser independientes, ya los estaban acabando los paramilitares. En Colombia, el descontento urbano no ha tenido representantes políticos importantes. Me parece que este movimiento actual expresa esa protesta difusa de sectores que nunca han podido participar políticamente porque nadie los ha representado.
¿Cree que esta protesta va a llevar a un cambio concreto?
El descontento que hay puede promover una movilización grande durante mucho tiempo, si logran evitar los peores errores. Es decir, si no caen en la tentación de hacer violencia y de hacer protesta diaria. Si la marcha mantiene una presión, el Gobierno va a terminar concediendo muchas de las cosas que la gente está exigiendo y hay la opción de concretar reformas en las áreas más importantes. Incluso puede llegar a ser la base de la formación de movimientos que ofrezcan una visión diferente al país. Tiene toda la posibilidad de atraer gente. Si aguantan tres o cuatro años más, puede volverse decisivo en la elección del 2022.
MARÍA PAULINA ORTIZ
Editora de Lecturas
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