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El drama de tener a la mamá como paciente terminal en la casa

El menor debe estar acompañado por un médico especialista, un abogado experto y un psiquiatra o psicólogo clínico.

El menor debe estar acompañado por un médico especialista, un abogado experto y un psiquiatra o psicólogo clínico.

Foto:Archivo / EL TIEMPO

En el hospital no la reciben y los consume la impotencia de saber que tendrán que verla morir.

Jorge Meléndez
Hay ocasiones en las que las lágrimas se acaban de tanto llorar. Y hasta la fe en Dios nos abandona por ratos.
Y eso pasa especialmente cuando tenemos a un paciente terminal, y aún más si es la mamá. No hay días más duros y noches más crueles que ver lo que queda de la madre encima de una cama, con una parte de tu ser pidiendo que se vaya al cielo para que deje de sufrir y otra aferrada a la esperanza de que un milagro llegará. O al menos de tenerla un día más.
Los últimos meses no han sido nada sencillos, pero los últimos días han sido particularmente difíciles. El cáncer la acabó. La derrotó. Ahora toda la familia solo espera lo que debe pasar.
La semana pasada empecé a entender con más profundidad ese drama, que, por supuesto, va más allá de lo meramente médico.
Sobre las 7 de la mañana del jueves las llamadas entre los hermanos alertaron sobre los dolores que ella sentía, que se habían agudizado. Se decidió que habría que llevarla a urgencias.
La decisión no fue fácil. Ella ha sido clara en que no quiere morirse en un hospital y en que tampoco quiere morir sola. Quiere que la mano de alguno de sus hijos o de sus nietos la sostenga cuando emita su último suspiro. 
La ambulancia se pidió a Emermédica sobre las 9 de la mañana. La respuesta es que estaban un poco demorados. Luego de dos horas de espera hubo que llamar a la línea 123. Finalmente, sobre el mediodía llegaron dos ambulancias.
En medio del pesado tráfico y el sonido de la sirena, el carro llegó con la paciente a la Clínica de la Policía. Tras una serie de exámenes y algunos medicamentos fue estabilizada.
Para sus hijos la discusión era qué tan bueno sería mantenerla hospitalizada a sabiendas que nada se puede hacer.
Los médicos de urgencias dijeron que la decisión final sobre si debería quedarse sería del internista.
El miedo es que ninguno quiere estar sin el apoyo de un médico en el momento en el que ella muera. No importa que tengan una enfermera que les ayude.
El cáncer terminó afectándole los pulmones y una asfixia parece inminente. Y nadie querrá ver a su mamá dejando su último aliento de esa manera.
Pasadas las 9 de la noche apareció el internista. Tras revisar los documentos su dictamen llegó con muy poca anestesia: no tenía sentido dejarla hospitalizada, es una paciente terminal a la que ya no hay nada que hacerle. Que se la llevaran para la casa.
En medio de la angustia de nuevo se pidió la ambulancia. Hubo que esperar a que llevara a un paciente y volviera.

Es demasiado duro escucharla quejarse del dolor, ver que lo medicamentos a veces no le hacen efecto. Pero lo más duro es saber que prácticamente no se puede hacer nada

Y los días siguen. Los hijos, nietos y sobrinos se rotan para estar con ella. Para no dejarla sola.
Cada día es más huesos y piel. Cada día se agota más la oración. Y cada día parece ser el último. Los medicamentos ya no hacen efecto.
Ahí, en esa cama están 81 años de una mujer que amó y a la que amamos, la que  perdió a su esposo y tuvo que terminar de sacar adelante a seis hijos. La que, tal vez, está demorando su partida porque todavía le preocupan sus hijos y sus nietos. La que dice que ya Dios la llamó.
El sábado pidió, con una voz que también ya se le está apagando, que quería despedirse de sus hijos y nietos. Aunque todos prometieron no llorar cuando estuvieran con ella, las lágrimas se rebelaron y salieron.
Un suave beso en la mejilla, una leve sonrisa, sentir sus manos y oírla decir que ya habló con Dios que la está esperando, que quiere soltar las amarras pero que no puede, no es sencillo. Eso arruga el corazón.
En el apartamento hay mucho silencio. Hasta los dos perros que hay, parecen ser  conscientes de lo que pasa. Se acuestan a los pies de la cama en silencio. De vez en cuando levantan la mirada y lanzan un leve aullido, tal vez de despedida.
Esto es una escena que se repite todos los días. La de la paciente cada vez más deteriorada, la de su familia cada vez más angustiada. La de una súplica constante a Dios. La de unos pacientes y sus familias que prácticamente se sienten abandonados, sin ayuda.
Cada noche alguien se queda con ella, sin dormir, solo tomándole la mano para que no se sienta sola. Acomodándola, llevándole el ‘pato’ porque ya no puede ir al baño.
Y en el día hay que aguantar las lágrimas para no llorar frente a ella, tragarse el dolor de verla ahí. Y esperar a que en cualquier momento de su último suspiro.
Es el dolor que más duele.
EL TIEMPO
*Cuando esta historia se escribe, la paciente todavía sigue en estado terminal
Jorge Meléndez
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