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Política

Escepticismo, vacunas, política y religión

Un grupo de opositores a las medidas impuestas en Bulgaria para prevenir el covid-19 que se enfrentó contra miembros de la policía al intentar ingresar al Parlamento de la capital, Sofía.

Un grupo de opositores a las medidas impuestas en Bulgaria para prevenir el covid-19 que se enfrentó contra miembros de la policía al intentar ingresar al Parlamento de la capital, Sofía.

Foto:NIKOLAY DOYCHINOV. AFP

El movimiento antivacunas es muestra de cómo el escepticismo está tan de moda en la actualidad.

Vicente Durán Casas- Departamento de filosofía - Pontificia Universidad Javeriana
Entre otras cosas inútiles –pero importantes–, la filosofía sirve para poner algo de orden en el conjunto frecuentemente caótico de nuestras representaciones mentales conscientes. Eso ha quedado manifiesto a lo largo de los dos años que llevamos en esta pandemia, que a muchos nos tiene inmersos en preocupaciones que pueden ser, a la vez, científicas, sociales, existenciales y religiosas.
Parece que lo habíamos olvidado, en todo caso hoy somos más conscientes de que todos los aspectos de la vida de alguna manera están conectados: salud y política, economía y medioambiente, ciencia y religión. El asunto es si en realidad entendemos cómo se relacionan o hayan de relacionarse entre sí esos aspectos de nuestra vida.
Todos son importantes, aunque cada uno de ellos reclama para sí una cierta autonomía. Los ambientalistas no admiten –con mucha razón– que los economistas les impongan criterios de utilidad a la hora de valorar los recursos naturales, y los profesionales de la salud –también con razón– les exigen a los políticos valentía y coherencia a la hora de proponer políticas públicas que respondan, en primer lugar, a las necesidades de la población, y luego a los intereses de los inversionistas en el sistema de salud.
Cuando el papa Francisco afirma que “vacunarse es un acto de amor”, y al mismo tiempo reconoce que las vacunas son el resultado de la investigación científica realizada por hombres y mujeres en diversas partes del mundo, y además llama la atención para que esas vacunas no acaben siendo acaparadas por los países más ricos, sino que deben llegar a todos, está vinculando, de forma explícita, ciencia, política y religión. Pero la forma –el método– en que realiza ese vínculo queda implícita y merece una reflexión.
Lo sabemos bien: no todos piensan como el papa Francisco. En todas partes del mundo hay quienes drásticamente se rehúsan a vacunarse, y también hay beligerantes movimientos antivacunas en los que convergen sentimientos y argumentos de muy diverso tipo. Y ellos, al igual que el papa, también deben ser tomados en serio.
Una forma de tomarlos en serio es preguntarse qué hay detrás de esa mentalidad, y lo único que se me ocurre responder tiene nombre propio en la milenaria historia de la filosofía occidental: el escepticismo.
Este suele ser descrito, de modo general, impreciso y vago, a partir de un conjunto de doctrinas filosóficas según las cuales la verdad no existe, y si existe, descansa sobre unas bases frágiles, inconsistentes y, por lo general, arbitrarias.
El escepticismo cuenta con una historia larga y compleja que se remonta a la India y a la antigua Grecia. Sin detenernos en la mención de toda la tradición escéptica desde Jenófanes y Pirrón hasta Montaigne o Hume, diremos que el escepticismo moderno, que es el que nos llega a nosotros, surge y se desarrolla como resultado del agotamiento de los sistemas de pensamiento dominantes.

“Quien no
cree que
haya verdad
en la ciencia,
por ejemplo, en las vacunas (...), tiende a creer que tampoco hay justicia en la democracia, belleza en el arte o auténtica espiritualidad en la religión”.

Los primeros en dudar y desencantarse de verdades científicas, filosóficas o religiosas oficiales y anquilosadas suelen ser filósofos, artistas e intelectuales. Sin embargo, ese desencanto, a través de la educación y la reproducción de bienes culturales, se extiende y termina afectándonos a todos.
En ese sentido se entiende que el escepticismo moderno sea un hijo indeseado del dogmatismo. Tal era la situación en el siglo XVIII, cuando Kant puso las bases para llevar a cabo la gran síntesis de la Modernidad en temas como el conocimiento humano, la ética, la estética, la política y la filosofía de la historia. El filósofo de la razón pura se niega a aceptar tanto la afirmación dogmática de la verdad como su negación escéptica. Argumentó en favor de la Crítica –con mayúscula– como la actitud filosófica que podría evitar ambos extremos: las condiciones de posibilidad del conocimiento y de la ética demarcan, a su vez, sus límites.
Era la continuación de la tradición cartesiana que dudaba de todo, pero no por el placer de dudar, sino como método intencional para encontrar algo de verdad. Se trataba, con Kant, de criticarlo todo, no para derrumbar, sino para ponerle límites a todo: a la ciencia, a la ética, a la religión, a la política y al entusiasmo histórico y revolucionario de la Ilustración, que, cansada del despotismo, quería derribarlo todo. La Crítica de la razón –en singular– alcanzó así su punto más alto y quizás irreversible: la filosofía crítica como la ciencia de las posibilidades y los límites de la razón humana.
Después vendrían Marx, Nietzsche y Freud, y tras de ellos la ineludible tradición de la sospecha de los siglos XIX y XX. Si toda verdad es hija de irreconciliables contradicciones económicas y sociales, si no existen hechos, sino solo interpretaciones, y si solo el instinto del placer nos mueve, ¿para qué ciencia, política o religión? La duda metódica y la crítica, que surgieron desde un interés por la verdad, se revistieron desde entonces de sospecha infinita, ilimitada y autocomplaciente, diseñando así la arriesgada versión del escepticismo contemporáneo.
Esa forma de escepticismo, que lentamente se va gestando en algún campo de la actividad humana, sea la ciencia, la religión o la política, tiende a contagiar otros campos. Quien no cree que haya verdad en la ciencia, por ejemplo, en las vacunas como resultado de la investigación basada en métodos validados por las respectivas comunidades científicas, tiende a creer que tampoco hay –ni tiene por qué haber– justicia en la democracia, belleza en el arte o auténtica espiritualidad en la religión.

“Cuando el papa reconoce
que las vacunas son el resultado de la investigación científica, muestra que son algo necesario para lograr un mundo más pacífico”.

Tal es el caso –patético, sin lugar a dudas, desde el punto de vista filosófico– de jefes de Estado como Trump, Bolsonaro y sus seguidores: creen muy poco en la ciencia, en los derechos humanos, en las luchas por la igualdad de las mujeres o en el cambio climático, y a cambio de eso creen mucho en sí mismos, en las verdades ajustadas a sus intereses y en el poder de los medios y las redes sociales.
Pensándolo bien, habría que decir –de nuevo con Kant– que no es necesario creer en la ciencia, bastaría con entender cómo trabaja, es decir, cómo llega a los resultados que obtiene.
Estos, lejos de ser absolutos o de ser verdades en sí mismas, proceden del esfuerzo cognitivo humano, hoy altamente colaborativo, metódico y ordenado, y, por eso mismo, limitado y relativo a las condiciones propias de cualquier conocer humano.
Algo parecido habría que decir de la política, la democracia y el Estado social de derecho: no representan verdades reveladas ni arbitrarias que han sido plasmadas en instituciones sociales. Son, más bien, el resultado de intereses sociales en conflicto, pero resueltos con la ayuda de institucionalidades consensuadas. Ni la ciencia, ni la democracia ni las instituciones religiosas necesitan ser perfectas para convencer, para que ‘creamos’ en ellas. En realidad, no necesitaríamos creer en ellas si las comprendiéramos desde una perspectiva crítica, aquella que hace suyos sus muchas posibilidades, pero también sus límites.
De nuevo el papa Francisco: cuando reconoce que las vacunas son el resultado de la investigación científica, limitada ciertamente, pero no por eso ineficaz, cuando clama para que esas vacunas sean repartidas con criterios de equidad y justicia hacia todos los seres humanos sobre la tierra, y cuando afirma que vacunarse contra el covid-19 es un acto de amor, nos está mostrando no solo que es posible superar el escepticismo, sino que es altamente conveniente y quizás también necesario para lograr un mundo más pacífico, más justo y más acorde con el amor universal de Dios.
VICENTE DURÁN CASAS
DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA 
PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA
Vicente Durán Casas- Departamento de filosofía - Pontificia Universidad Javeriana
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