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Los que ven

El mirón de tragedias generalmente tiene la misma actitud siempre; es un arquetipo, un ser genérico.

Los alemanes, que tienen una palabra para todo –una entera, digo, hecha de muchas que se juntan–, lo llaman Katastrophentourismus: el turismo de las catástrofes y las desgracias; la visita desvergonzada, cámara en mano, de los sitios famosos en los que ocurrió alguna tragedia sobre cuyas huellas ahora se pasean, en fila, haciéndose selfis, las hordas de viajeros que todo lo devoran y corrompen.
El turismo de las catástrofes, eso sí, no consiste en visitar ruinas. No es la catástrofe del paso del tiempo la que lo define sino el interés macabro de tanta gente en ir a ver, como si fuera un museo, el lugar en el que ocurrió el horror: Auschwitz, Chernobyl, Pompeya, Armero... Siempre con la cámara fotográfica al acecho: siempre listos para sonreír allí donde tantos sufrieron y dejaron regado su dolor.
De alguna manera, el turismo de las catástrofes es la sublimación histórica de ese morbo natural que anida en los seres humanos y que nos hace contemplar, con fascinación y pavor, la desgracia ajena. Es como si fuera una fuerza irresistible: nos aterra eso espantoso y atroz que vemos pero al mismo tiempo no podemos dejar de verlo, casi con el alivio inconfesable de no ser nosotros los que estamos allí.
En los accidentes, en los derrumbes, en los terremotos y naufragios, en las erupciones de los volcanes, en las explosiones de las bombas, en las desgracias todas, cuanto más fatales mejor, siempre está todo el mundo en algo: unos sufriendo o sobreviviendo, otros ayudando a los demás, otros trabajando, otros huyendo, en fin. Pero luego están los mirones, los que se quedan allí parados a ver qué fue lo que pasó.
El mirón de tragedias por lo general tiene la misma actitud siempre; es un arquetipo, un ser genérico. Y aunque no quiero ser sexista, jamás, me parece importante señalar que algunos de sus rasgos se agudizan y decantan si se trata de una señora y no de un señor. Es más: me atrevo a decir que una señora con cartera, aferrándose a ella más que a su propia vida. Pero lo observa todo como buscando algo más allá.
Párense ustedes a verlos por un instante: los mirones de tragedias, como su condición lo manda, siempre están justo en el lugar de los hechos, esa es su esencia. Se observan entre ellos, además, asienten en silencio y dicen que no con la cabeza, como enfatizando en la gravedad de las cosas. Luego empiezan a comentar en voz muy baja dónde estaba cada quien cuando vino la desgracia. Es ahí cuando sus ojos se pierden en el infinito.
¿Qué buscan esos ojos? Imposible saberlo, porque es un instante nada más, pero es como si el mirón de tragedias estuviera a la espera de la ambulancia, la policía, Dios. Si es una mirona de tragedias (la cartera sigue allí; insisto en que no quiero ser sexista) también piensa en los hipotéticos familiares del muerto o el accidentado y entonces los invoca y dice: “Pobrecita, cómo estará la mamá...”.
Pero nada hay como los incendios para suscitar el interés sincero y entusiasta de este venerable gremio que florece por igual en campos y ciudades, aunque el entorno urbano le es por supuesto mucho más fértil y propicio. El fuego llama a los mirones de tragedias como el dulce a las abejas y en segundos están ya todos allí: las manos atrás en la cintura, la mirada hacia arriba. Señalan algo, lo comentan con los demás.
Y son muy solidarios los mirones de tragedias, se suelen quedar hasta el final; hasta las últimas consecuencias, digamos, tanto que luego son ellos los encargados de administrar el relato –‘la narrativa’, se dice ahora– de lo que ocurrió.
Ángela Merkel los acaba de condenar en las inundaciones en Alemania, les pidió que no fueran a verlas.
Es una afrenta, un insulto contra una venerable institución humana. Por eso este homenaje.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
www.juanestebanconstain.com
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