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Editorial: El Papa que renunció

Editorial
La noticia que saltó ayer en el Vaticano durante la canonización de 803 beatos (entre ellos la madre Laura, colombiana) fue tan inesperada que solo la sabía quien la dio, y tan inusual que solo se ha presentado unas pocas veces en 2.000 años: el papa Benedicto XVI anunció que renunciará a su cargo el 28 de febrero.
Joseph Ratzinger, su nombre original, lo dijo en latín, pero segundos después sus palabras circularon en decenas de lenguas y resultaron sorprendentes para los 1.200 millones de católicos: "Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio de San Pedro". Tras alegar que para ser pontífice se requiere "un vigor que en los últimos meses ha disminuido en mí", señaló que renunciaba al papado y que desde el 28 de febrero, a las 8 p.m. (hora italiana), la sede de San Pedro quedará vacante. Un editorial del diario vocero del Vaticano informó luego que el Santo Padre estudiaba esta medida desde hacía once meses, y muchos recordaron una entrevista que concedió hace dos años a un periodista alemán en la que dijo que cuando un papa no está bien física o espiritualmente, tiene el deber de renunciar.
La última vez que un pontífice tiró la tiara fue hace 598 años, cuando Gregorio XII se retiró a fin de remediar el cisma de Occidente. Antes de él se habían producido tres renuncias, pero solo una de ellas -la de Celestino V en el siglo XIV- se considera libre y expresa, como lo exigen desde 1983 las constituciones de la Iglesia católica. Ayer, cuando renunció, Benedicto XVI ya era uno de los cinco pontífices más ancianos de la historia de la Iglesia. Fue elegido en abril del 2005 a los 78 años, al morir Juan Pablo II, de 85 años, apenas unas semanas menos que Ratzinger.
Siete años suelen marcar un papado breve. Y aunque a Juan XXIII le bastaron cinco para dar un vuelco a la Iglesia, la gestión de Benedicto XVI corresponde a un periodo que no marcará la historia, aunque muchos le reconocerán una defensa inquebrantable de la ortodoxia católica. El papa alemán tuvo que administrar uno de los más graves problemas de esta institución a lo largo de su existencia: la profusión de sacerdotes pederastas y el silencio encubridor que reinó sobre este vergonzoso episodio durante el gobierno del papa polaco. El pontífice saliente tuvo el valor de pedir perdón público, además de liderar casos sensibles como el que terminó con la desvinculación del líder de los legionarios de Cristo, el sacerdote mexicano Marcial Maciel, por este motivo. Sin embargo, por diversas razones, la tendencia a perder fieles en Europa se mantuvo. Además, incurrió en errores como pronunciar palabras que hirieron por igual a mahometanos y judíos.
Aun cuando lo escogieron por su conocimiento de la burocracia vaticana y sus férreas convicciones doctrinarias, Benedicto XVI ha sido un papa diferente de lo que pensaban sus electores. Para decirlo en latín, resultó "fortiter in re" -fuerte en la esencia-, pero muy "suaviter in modo": demasiado tímido y apocado en la manera de lidiar los problemas. A la sombra de su falta de mando, prosperaron dos líneas enfrentadas en el Vaticano, de cuyo choque salieron escándalos como la revelación de documentos secretos y un desgaste que seguramente tiene que ver con la renuncia final del pontífice.
De todos modos, es digna de aplauso su decisión de apartarse de la jefatura de la Iglesia al considerar que tal empresa lo supera. Ratzinger ha dado un ejemplo de desprendimiento y sentido común.
La jerarquía se prepara ahora para elegir a su sucesor en medio de las habituales cábalas e intrigas y para inventarse una posición que no existía: la de expapa.
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