Ya es un hecho el restablecimiento de relaciones entre Colombia y Venezuela. Con la entrega de credenciales y visita del embajador Armando Benedetti a Caracas y a los líderes del régimen bolivariano, además de la llegada de su par, Félix Plasencia, a Bogotá (que también presentó ayer sus cartas ante la Cancillería), se abre un proceso delicado y sensible en el que se han impuesto, al menos de la parte colombiana, el pragmatismo y la necesidad de aliviar la situación de millones de personas a lado y lado de la frontera. Y, de parte venezolana, la urgencia de romper su aislamiento y de reinsertarse en un mundo que está experimentando cambios geopolíticos que podrían serle favorables.
La asistencia consular, la reapertura formal de las fronteras al comercio y al tránsito vehicular y de carga, así como la reanudación de vuelos comerciales, serán –cuando se den– sin duda beneficiosas para las familias que desde el 2015 presenciaron cómo se veían perjudicados sus intercambios a medida que crecían las tensiones entre los gobiernos, hasta el rompimiento en 2019 por orden de Nicolás Maduro. Para Colombia, la reanudación plena podría significar unos 1.200 millones de dólares en exportaciones anuales, según cálculos de la Cámara Colombo-Venezolana, la cifra más alta en 8 años. Si este proceso no se hace bien, con cautela, el fracaso será profundo, porque si antes del rompimiento ya había demasiadas divergencias, estas se han acrecentado con la enorme distancia que se selló después.
Dicho esto, el gobierno del presidente Gustavo Petro no puede ni debe perder de vista la naturaleza dictatorial del régimen venezolano, ni su apertura hacia Caracas debe asumirse como un aval a sus políticas represivas. Venezuela es un Estado que viola los derechos humanos y la libertad de prensa, que persigue a los opositores, que no respeta ni propicia las condiciones para unas elecciones libres y democráticas, y cuyas políticas han provocado uno de los éxodos más grandes y veloces de ciudadanos que recuerde la historia reciente de Latinoamérica, muchos de los cuales están en Colombia.
Por el bien de ambos pueblos, es de esperar un entendimiento fluido y, ojalá, con vientos de cambio democrático en esa nación.
Más aún, ha consentido que su territorio se convierta en santuario de grupos armados irregulares colombianos que luego vienen a delinquir y a cometer atentados terroristas a este lado de la frontera; protege a desertores de la paz como ‘Iván Márquez’, e incluso sectores de sus Fuerzas Armadas han terminado sumados a una pavorosa connivencia con grupos dedicados al narcotráfico, a la minería ilegal y a la trata de personas, como bien lo han documentado ONG cuyos líderes se pierden en las mazmorras. Tampoco se pueden olvidar las expropiaciones, como la de la planta de Argos, ni el saldo pendiente que aún se tiene con empresarios colombianos, que llegó a estar en 1.300 millones de dólares y hoy gira alrededor de 300 millones.
En todo caso, por el bien de los pueblos de ambas naciones, que han compartido una larga historia, por los grandes intereses de lado y lado, es de esperar un entendimiento fluido y franco que permita resolver problemas como el de la seguridad fronteriza y, ojalá, vientos de cambio en el hermano país que den paso a una democracia transparente avalada por la comunidad internacional. Por eso, vale insistir, Colombia no puede olvidarse de que a pesar de sus enormes problemas, la defensa de los DD. HH., de la democracia y las instituciones forma parte de su razón de ser como Estado soberano. El mismo mensaje vale para la relación con Nicaragua. Sensatez, templanza y firmeza.
EDITORIAL