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Un derecho muerto

Un derecho muerto

Es inconcebible que la decisión de la Corte Constitucional sobre la eutanasia siga incumpliéndose.

Frente a la evidencia, al parecer, al país lo desbordó el precepto constitucional de que el derecho fundamental a vivir en forma digna tiene implícito el de morir dignamente y que el deber del Estado de proteger la vida cede ante la decisión autónoma de un enfermo en condiciones terminales de enfrentar su muerte de acuerdo con sus creencias y valores. En otras palabras, las sentencias sobre la eutanasia emitidas por la Corte Constitucional desde hace 20 años, junto con sus desenlaces legales más recientes, no han pasado del papel.

Y aunque es válido recordar que el Congreso ha sido inferior al compromiso que le delegó el alto tribunal para reglamentar estos principios, ello no fue obstáculo para que, en vista de la falencia, el Ministerio de Salud emitiera en abril del 2015 una resolución para regular la eutanasia por vía administrativa para garantizar este derecho constitucional.

Sin embargo, esto, aun cuando parecía un destrabe en el sinuoso proceso de la eutanasia, contaminado por impertinentes elementos de corte moralista, religioso y politiquero, no ha cumplido sus objetivos. Por el contrario, se ha sumado a la carga de sufrimiento y angustia de quienes intentan plegarse a la legalidad de estos protocolos.

Se trata, simplemente, de que las normas se cumplan y los responsables de ejecutarlas pongan por encima de sus creencias y preceptos personales el derecho de las personas a morir con dignidad

Basta con ver que en dos años solo se han registrado oficialmente 18 solicitudes de eutanasia que han llegado a su término.

Se trata, simplemente, de que las normas se cumplan y los responsables de ejecutarlas pongan por encima de sus creencias y preceptos personales el derecho de las personas a morir con dignidad. Resulta inconcebible que, según la Fundación pro Derecho a Morir Dignamente (DMD), el 98 por ciento de las solicitudes de eutanasia realizadas por personas con la plenitud de sus funciones mentales y que cumplen con los requisitos no se llevan a cabo por efecto de las trabas veladas y las objeciones explícitas, con el agravante de que muchas de tales peticiones ni siquiera inician su trámite por culpa de la negativa de los médicos para darles curso.

No es exagerado decir, entonces, que la pretensión suprema de la Corte Constitucional de valorar como fundamental el derecho de los individuos a morir según su voluntad y sus principios no tiene doliente en el país. Para la muestra, menos de una de cada cuatro entidades encargadas de prestar estos servicios manifiestan estar en condiciones de hacerlo en forma adecuada, sin que hasta ahora se conozcan sanciones o investigaciones específicas.

La desidia ha llegado a tal extremo que, en días pasados, la Corte Constitucional tuvo que hacer un llamado de atención a la Nueva EPS y obligarla a pedir perdón a los familiares de una persona joven a la cual se le negó de manera flagrante la eutanasia que había solicitado dada la inminencia de su muerte por un cáncer incurable que padecía.

Ante la sospecha de que esos atropellos promueven una oferta ilegal de este procedimiento, ya es hora de que Colombia defina si está dispuesta a entender que la eutanasia es reconocimiento y protección de la autonomía, la autodeterminación y las libertades humanas y entienda que abandonarla a su suerte es un retroceso en el proceso de construcción del país plural e incluyente que todos reclaman.

editorial@eltiempo.com

Ovidio González (der.) fue el primer ciudadano al que se le practicó una eutanasia. El procedimiento se realizó en julio del 2015.

Foto:

Daimler Naranjo / Archivo EL TIEMPO

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