Tuvo que perder su fuero presidencial, el primero de enero, para que la justicia brasileña pudiera alcanzar al expresidente Michel Temer, un hombre que tiene el récord de ser el mandatario más impopular en la historia del país, al menos desde cuando se hacen este tipo de mediciones.
Temer, quien como vice conquistó el poder tras el proceso que llevó a la destitución de Dilma Rousseff por haber maquillado cuentas públicas, fue detenido por liderar una organización criminal que recibía sobornos, dentro de la investigación anticorrupción de Lava Jato, que ya le había costado la libertad a otro expresidente, el carismático Luiz Inácio Lula da Silva.
Pero el caso Temer es, si se quiere, más inquietante, pues la Fiscalía dice tener pruebas de que el grupo de este político de centroderecha desvió alrededor de 474 millones de dólares desde hace casi 40 años. El organismo asegura haber rastreado que sus ilícitos comenzaron justo en el momento en que iniciaba su carrera política como secretario de Seguridad Pública del estado de São Paulo a través del desvío de recursos públicos de entidades en las que su cargo le daba influencia.
Y su detención tiene que ver en particular con el hecho de que el grupo se benefició de desvíos de Eletronuclear, la estatal que opera las dos plantas nucleares de Brasil. Además, según la Fiscalía, se demostró que todos sus presidentes desde 2005 fueron recomendados por Temer, y se les exigían contratos que beneficiaran al entorno del exmandatario.
Más allá del caso específico de Brasil, estos lamentables episodios y los muchos otros procesos por corrupción abiertos contra expresidentes de la región –algunos de los cuales han terminado en cárcel– ponen en evidencia la fragilidad de nuestras democracias e instituciones y la pasada permisividad de nuestras sociedades. Pero los procesos en Brasil, Perú, Argentina, Panamá, entre otros, demuestran que las sociedades ya no están dispuestas a entender el fenómeno como un chantaje tolerable hacia el progreso. Los corruptos quedan notificados.