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La sinrazón del vandalismo

La sinrazón del vandalismo

Atentar contra el mobiliario de la ciudad o contra sus servicios dotacionales nos afecta a todos.

Si se pudiera dimensionar el daño causado a los bienes públicos y privados de la ciudad, las cifras se medirían en miles de millones de pesos. Suficientes para dotar de buenos colegios, hospitales y jardines infantiles a millones de niños. Pero tales recursos hay que reinvertirlos en lo que destruyen unos pocos como forma de protesta, por simple capricho o porque no se tiene la más mínima consideración con el lugar que se habita ni con los demás.

En Bogotá se libra una lucha frontal contra estos vándalos en condiciones desiguales, pues quienes propician el daño se amparan en la noche, en la pandilla o en la manifestación pública para atacar inmuebles de valor histórico o simples residencias de ciudadanos inermes que ven cómo sus fachadas sufren el asedio de los desadaptados.

Y si resulta inconcebible el ataque a bienes que forman parte del legado de la ciudad y, por tanto, nos pertenecen a todos, lo es mucho más que ese modo de expresar rechazo hacia un gobierno se ensañe contra servicios públicos esenciales. Es lo que viene sucediendo con la infraestructura de TransMilenio en la capital. Ante la falta de argumentos y la incapacidad de proponer alternativas que permitan mejorar el servicio, hay quienes optan por destruirlo.

Atacar TransMilenio no va a mejorar el servicio, como tampoco se consigue mayor seguridad rompiendo los vidrios de una estación de policía

En lo corrido del año, 3.828 buses han sido dañados: 2.798 pertenecientes al SITP, 515 articulados y 515 alimentadores; también se han cometido 100 ataques violentos contra estaciones. En pocas palabras, podría decirse que cada día se registran 18 acciones vandálicas contra el sistema.

Lo que muchos ignoran es que estas acciones tienen un impacto directo en los usuarios, quienes no solo se exponen al peligro de los delincuentes responsables de estos hechos, sino que sufren los estragos de una operación que se debilita y así termina golpeando a millones de personas. Y tal vez a los mismos vándalos y a sus familias. ¿Es acaso eso lo que pretenden? ¿Qué otro tipo de intereses los mueven a cometer semejante tropelía?

Los costos son millonarios y debe asumirlos la ciudad, es decir, los ciudadanos víctimas de quienes creen que romper un bus, dañar una puerta, pintar grafitis o robarse parte de la estructura es la mejor manera de protestar. Cuantos actúan así, bien a título personal o bien inspirados por quienes quieren generar el caos y la animadversión hacia el gobierno a través de este tipo de prácticas, no reparan en el daño colectivo. ¿Qué culpa tiene un estudiante, un empleado o una madre de familia? ¿Por qué deben ellos pagar los platos rotos?

La Constitución y la ley amparan el derecho a la protesta. Y si por algo se ha caracterizado el gobierno de Bogotá, es por permitir que tales manifestaciones se expresen. Pero de ahí a dejar que tal derecho se transforme en vandalismo y delincuencia callejera hay una gran diferencia.

Atacar TransMilenio no va a mejorar el servicio, como tampoco se consigue mayor seguridad rompiendo los vidrios de una estación de policía. Ensañarse contra entidades que prestan un servicio a la mayoría de ciudadanos es la sinrazón que solo puede mover a aquellos que anidan el odio y el desprecio por el bien común y el bienestar del otro.

- editorial@eltiempo.com

Informaciones señalan que hay grupos organizados que están preparando acciones en contra de los buses.

Foto:

Mauricio León / EL TIEMPO

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