Para países como el nuestro, ser uno de los más biodiversos del mundo por kilómetro cuadrado, antes que una bendición de la naturaleza, penosamente se ha vuelto una desgracia. No importó que estuviéramos en confinamiento: los depredadores, que son una incurable pandemia para la fauna, continuaron el año pasado su tráfico inmisericorde de fauna, como lo muestra un completo informe publicado el domingo pasado en este diario.
Según el Sistema de Información Estadístico (Siedco Plus) de la Policía, en el 2020 fueron rescatados 19.609 animales de fauna silvestre, víctimas de tráfico y tenencia ilegal, un 6,5 por ciento más que en el 2019. Pero es imposible saber cuántos animales fueron comercializados, o cuántos murieron en los intentos de captura y de traslado. Porque este delito no solo lleva a la extinción de algunas especies, como lo están ya la rana venenosa de Lehmann y la tortuga terecay, sino que tienen componentes de crueldad. Además de que ese tráfico aumenta, según especialistas, el potencial de transmisión de enfermedades zoonóticas.
El hecho es que este delito, el cuarto comercio ilegal en el mundo, según la Interpol, mueve unos 20.000 millones de dólares al año y lo conforman verdaderas mafias que ahora activan sus tentáculos a través de las redes sociales.
Es un delito contra la naturaleza, con increíbles aspectos de crueldad, pues en los envíos de remesas, cajas o equipajes mueren entre el 80 y el 50 por ciento de toda clase de ejemplares en condiciones de hambre o asfixia, o terminan mutilados. Se necesita que los jueces apliquen la ley con todo rigor y con sentido humano. También, que la Policía –que cumple una importante tarea– no baje la guardia y los educadores despierten conciencia desde las aulas sobre la urgente defensa de nuestra fauna. Hay que actuar con diligencia, pues en esto seguimos mal. Muy mal. Tanto que hasta la vida de los propios ambientalistas está cada vez en mayor peligro, como lo venimos viendo.
EDITORIAL