La tragedia del reclutamiento de menores vuelve a estar en el centro de la discusión pública. Esta vez, a causa del bombardeo de la Fuerza Aérea a un campamento de las disidencias en el Guaviare en el que murieron 10 integrantes de la banda de ‘Gentil Duarte’, entre ellos varios menores.
Que en la tercera década del siglo XXI centenares de niños y adolescentes de las regiones más pobres del país sigan siendo forzados –bien por la violencia, bien por la falta de institucionalidad y oportunidades– a integrarse a las organizaciones criminales es, simplemente, inaceptable. Datos del Centro de Memoria Histórica hablan de al menos 18.000 menores reclutados ilegalmente desde 1958 hasta el 2020. Por esto, nuestra sociedad y nuestro Estado deben hacer mucho más para rescatar a los que ya están en las filas de la ilegalidad y, sobre todo, para evitar que persista el reclutamiento ilegal de menores. Es algo que solo será posible cuando en todo el territorio nacional el único imperio sea el de la legalidad, que se construye, principalmente, con educación, administración de justicia y verdadero desarrollo social.
Siendo esto así, no puede quedar la menor duda de que los responsables por la lamentable muerte de menores que forman parte de los grupos armados son sus reclutadores: esos barones de la guerra, que se han escondido bajo diversas banderas políticas para medrar del narcotráfico y la minería ilegal, los usan como carne de cañón. Así lo establece nuestra legislación interna, pero también lo hace el Derecho Internacional Humanitario, que persigue el reclutamiento como un crimen de guerra y también señala taxativamente las situaciones de combate en las que alguien puede ser considerado un combatiente. Los intereses políticos no pueden dar lugar a equívocos. Y es que así se ha pretendido tender un manto de duda sobre la legitimidad de los bombardeos, que, valga decirlo, son usados por el Estado como última opción.
Hay que rescatar a los que ya están en las filas de la ilegalidad
y evitar que persista el reclutamiento ilegal de menores.
Los bombardeos son una expresión del uso legítimo de la fuerza del Estado. Fueron un arma fundamental para cambiar el curso del conflicto en Colombia y forzar a las Farc a avenirse a una negociación política. Su utilización está reglada por directrices en las que el respeto por las normas del DIH es la base, y en decenas de oportunidades no se dio luz verde a operaciones contra objetivos de alto valor por la presencia comprobada de personas que no formaban parte de la organización ilegal.
Pero pretender proscribir el uso del fuego aéreo, como se ha escuchado desde algunas orillas, es desconocer no solo las normas del DIH, que rigen el accionar de nuestras Fuerzas Militares, sino la realidad del conflicto. Además, podría tener el efecto perverso de incrementar, como ya sucede, el reclutamiento de menores para ser usados como escudos humanos.
Toda muerte es lamentable, y por supuesto que el Estado tiene que hacer mucho más –incrementar las capacidades de inteligencia para planear los grandes golpes contra los ilegales y así prevenir situaciones como la que hoy lamentamos–. Pero quienes pusieron en situación de riesgo y, aparte de eso, les quitaron a los menores la protección del DIH en el campamento de ‘Gentil Duarte’ son, insistimos, los criminales que los reclutaron para la ilegalidad.
EDITORIAL