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Cuando el mundo cambió

Veinte años después del 11S, persiste el desafío de quitarle el oxígeno al terrorismo.

Editorial .
Se cumplieron este sábado veinte años de un acontecimiento cuyo impacto quizás hoy todavía no terminamos de dimensionar. Y esto aporta señales suficientes sobre la trascendencia y magnitud del suceso. Lo cierto es que hoy muy pocos en el planeta desconocen todo lo que arrastra la sigla 11S, adoptada como etiqueta que alude a la terrible jornada de atentados terroristas que sufrió Estados Unidos el martes 11 de septiembre de 2001 y conmocionó al mundo entero.
Coinciden expertos en que el primer ataque sufrido por la principal potencia del mundo en su propio suelo a manos de enemigos foráneos envió a la humanidad el mensaje de que ya no había rincón alguno en el planeta en el cual fuera factible sentirse completamente seguro. Y en que esto caló profundamente en la psiquis de gran parte de la especie, sin que la inmensa mayoría siquiera lo notara. Que el principal blanco haya sido un conjunto de rascacielos con una poderosísima carga simbólica para la civilización occidental tuvo mucho que ver en ello. Fue un ataque a Estados Unidos, sí, pero también quedó abierta una herida en el alma de Occidente que tardará quizás siglos en sanar.
Este día marcó también el comienzo de la guerra contra el terrorismo. Una confrontación que habría de librarse en unos escenarios y con unas lógicas y estrategias muy diferentes de las anteriores campañas bélicas que había conocido la humanidad, y que acabó repercutiendo incluso en nuestro país. La implementación del Plan Colombia, que, como propios y extraños coinciden, fue determinante para lograr el punto de inflexión en el plano militar en el conflicto con las Farc y a la larga condujo a que estas se sentaran en la mesa de diálogo con el Gobierno, se dio en el marco de dicha guerra.
En lo que concierne a Estados Unidos, la respuesta a este ataque pasó por un desembarco masivo de tropas en Afganistán para dar con el paradero de Osama bin Laden y derrotar al régimen talibán, señalado de protegerlo, esfuerzo bélico que logró el primer objetivo diez años después en Pakistán y que en aras del segundo embarcó al país del norte en una guerra que también le permitió debilitar a Al Qaeda, pero a un costo enorme y que terminó en el regreso de los extremistas al poder, al mismo tiempo que las tropas estadounidenses emprendieron la retirada. Y si bien la organización que perpetró los ataques hoy se encuentra diezmada, por desgracia para el mundo han surgido otras, como el Estado Islámico, que en este tiempo han logrado sembrar el pánico en otras capitales como Madrid, París y Londres con acciones –bombas, masacres, atropellamientos masivos– que tienen como objetivo causar la mayor cantidad posible de muertes de civiles.

Las secuelas de los atentados siguen ahí. No solo en el ajedrez geopolítico mundial, sino también, y sobre todo, en la cotidianidad de millones de personas

Tienen razón, por lo tanto, quienes afirman que el 11S no solo marcó al mundo, sino que lo cambió. Dos décadas después, las secuelas de los atentados perpetrados por Al Qaeda siguen ahí, no solo en el ajedrez geopolítico mundial, sino también, y sobre todo, en la cotidianidad de millones. La mayoría de estas secuelas nacen de una misma fuente: la desconfianza, el temor –muchas veces fundado– a un enemigo que vive parapetado y puede irrumpir en cualquier momento, con consecuencias devastadoras. En esta desconfianza –inevitable tantas veces– echan sus raíces los controles y las restricciones que llegaron como respuesta a esa amenaza, y que poco a poco se fueron instalando en la vida diaria de las personas. Pero también han surgido y han sabido pelechar numerosos tipos de xenofobia, prejuicios que han roto sociedades, generando rencores que a su vez han alimentado nuevas causas extremistas que no han dudado en replicar los métodos de los miembros de Al Qaeda, alimentando un círculo vicioso y un sentimiento de permanente vulnerabilidad que en lugar de ser factor de unión –todos somos mortales, nadie ha tenido nunca, dicho coloquialmente, la vida comprada– ha llevado a que se levanten muros cada vez más altos, en sentido literal y metafórico. En fronteras y corazones.
De ahí que el gran desafío que persiste, y año tras año se consolida, pase por cómo derrotar al terrorismo, sin que esto conduzca a seguir levantando muros que impiden mayores niveles de confianza en las diferentes sociedades y en el mundo en general. Se trata de escapar del círculo vicioso aquí planteado, que también puede ser visto como una dura paradoja. La buena noticia es que otros retos similares que la humanidad ha enfrentado en el pasado ya trazaron una ruta, la de la cooperación y el multilateralismo, que permite actuar sobre las causas del mal en lugar de centrar los esfuerzos en las manifestaciones de este, estrategia que puede producir resultados, algunos contundentes y de gran impacto, pero que no permite, las más de las veces, ir a la raíz del problema. Se trata, en suma, de sembrar confianza para que germinen los cambios que terminarán dejando sin oxígeno a los radicales que se regodean en el miedo y la división.
EDITORIAL
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