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Centenario de un rey

La vida de este juglar es ejemplar y tiene notas admirables de superación.

Editorial .
La de Alejo Durán, el primer rey vallenato, en 1968, es una vida extraordinaria. Llegó a ser –él mismo– una leyenda de cuyo nacimiento se cumplieron, este 9 de febrero, 100 años, en El Paso, Cesar, pero en esa fecha Magdalena Grande.
La vida de este juglar es ejemplar y tiene notas admirables de superación, pues logró ese sueño de pasar de ser peón a rey. Un rey querido y respetado. Alejo creció en el entorno de la famosa finca ganadera, fundada en la Colonia, llamada Las Cabezas, donde su padre, Náfer Donato Durán, era trabajador y músico, y su madre, cantadora; además, un tío, Octavio Mendoza, tocaba el acordeón. Es decir, el niño llevaba la música en la sangre. Pero sus primeros años los pasó en distintas labores de campo, entre ellas la vaquería, seguramente cantando al viento con ese vozarrón tan suyo.
Fue a los 20 años cuando le dio por tocar el acordeón en serio y comenzó el camino hacia la gloria. Un momento afortunado no solo para él, sino para el folclor, para el país y el mundo. Porque Alejo, uno de los más completos en su género, no solo tocaba el acordeón como para derrotar el mismo diablo –como lo hiciera, dice la leyenda, Francisco el Hombre–, sino que cantaba y componía. O inmortalizaba canciones, como lo hizo con Alicia adorada, de Juancho Polo Valencia.
Un genio que contribuyó en gran medida a llevar el vallenato más allá de las fronteras y, cómo no, a que hoy sea Patrimonio Cultural e Inmaterial de la Humanidad. Claro, es nada menos que el autor, entre otras canciones, de La cachucha bacana, Altos del Rosario, Fidelina, Joselina Daza y Pedazo de acordeón, que es un poema en ritmo de puya.
Además, un ejemplo de perseverancia, de grabar un sencillo y salir a venderlo. Y de bonhomía, autenticidad y honestidad. Ese rey grande que 20 años después de su primera corona, cuando, concursando por ser Rey de reyes, se equivocó tocando su puya memorable, paró y dijo: “Pueblo, me acabo de descalificar yo mismo”. Era tal su grandeza.
editorial@eltiempo.com
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