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Cauca y Chocó

El sufrimiento de la gente en estos lugares por la violencia no puede ser ignorado.

Editorial
Quizás porque no ha habido en las últimas semanas episodios con elevado número de víctimas fatales, o simplemente porque se trata de territorios lejanos en todo sentido de los principales centros urbanos, lo que viene ocurriendo en Cauca y Chocó no ha recibido la atención que merece. Son dos muy complejas situaciones que tienen en común el drama que vive la población civil atrapada en medio de varios fuegos. El sufrimiento de estas comunidades no puede ser ignorado y debe dar pie a la solidaridad del país y a una intensificación de los esfuerzos del Gobierno para que en estos territorios impere la ley y se garantice la convivencia.
La situación es apremiante. En ambos departamentos se ha recrudecido en tiempos recientes la guerra entre grupos armados que se disputan el control de rentas ilegales: narcotráfico y minería, principalmente. Por razones que incluyen, entre muchas otras, la demora del Estado en llenar, de forma integral, los vacíos que dejaron las Farc al entregar las armas, las promesas del acuerdo no llegaron a estos lugares o fueron, como en el caso del Cauca, un espejismo que rápidamente se diluyó. Todo esto, en zonas que así como concentran recursos naturales cada vez más apetecidos por el crimen organizado también son claves en términos estratégicos para el narcotráfico.
Todos estos factores han facilitado un estado de cosas en el que impera la ley del más fuerte, en el que permanecer neutral no es opción desde la lógica de los armados y en el que las dinámicas de la confrontación hacen padecer lo indecible a quienes se encuentran en situación más vulnerable. Seres humanos, desde luego, pero también la naturaleza. Aun así, las comunidades de ambas zonas, con coraje y dignidad, han encontrado maneras de que su clamor sea escuchado mientras resisten la embestida de los ilegales. Pero hace falta que su llamado resuene más y, sobre todo, que sea respondido con acciones que tengan impacto real y palpable en sus vidas.
Representativo de tal situación es lo que ha venido sucediendo en los últimos días en el corregimiento El Sinaí del municipio de Argelia, Cauca. Allí, los combates han tenido lugar muy cerca del centro educativo de Guayabal, en plena jornada escolar. Crudos videos que circulan en las redes dan cuenta del increíble hecho de los menores pidiéndoles a sus padres huir para estar a salvo. Como consecuencia de los tiroteos frecuentes, en días pasados hubo un desplazamiento masivo que se suma a otros quince que han tenido lugar este año en el municipio. Aquí se libra una feroz disputa entre el frente Carlos Patiño de las disidencias de las Farc, el Eln y la nueva Marquetalia. El fin de semana pasado, el frente Carlos Patiño reunió forzosamente a la población, tras lo cual quienes acudieron a la cita cayeron en un campo minado y fueron atacados en un miserable episodio que dejó diez civiles heridos.
En el Chocó, por su parte, la gente padece la disputa entre el Eln y el ‘clan del Golfo’ o Autodefensas Gaitanistas. El conflicto se concentra en las selvas del sur del departamento, en la región del San Juan, donde estos grupos han obligado a la gente a escoger entre el desplazamiento y el confinamiento forzado, esta última es la opción que han tenido que padecer las comunidades indígenas de San Cristóbal, Puerto Olave y Unión Chocó. Se ha puesto de relieve la falta de atención a quienes han tenido que desplazarse debido a la incapacidad material de los entes municipales para afrontar la emergencia humanitaria.

Es un deber ético y moral del resto del país tener presente lo que está pasando en estas regiones

El desafío que estas realidades plantean es complejo. Y para encararlo hay que comenzar por asumir que la situación sobre el terreno ya no es la misma que cuando la Fuerza Pública debía enfrentar a las Farc o a las Auc. Si bien los actuales grupos han incorporado a su actuar supuestas banderas políticas o mantienen las de otros tiempos –como el Eln–, sus motivaciones y su accionar no son los mismos y obligan a la Fuerza Pública a replantear sus referentes estratégicos.
No menos desafiante es el hecho de que ahora sea una constante el choque entre varias organizaciones ilegales. En una situación así no solo se multiplican las formas de violencia, sino que también se facilita una intrincada, dinámica y muy difícil de descifrar lógica de amistades y enemistades surgidas al fragor de la disputa que la Fuerza Pública tiene que interpretar para que su accionar sea el que la defensa de la gente y del interés general obliga.
Que el Ejército y las demás fuerzas puedan garantizar tranquilidad de los civiles es tan importante como la presencia estatal en otros frentes, lo que incluye, ante todo, construir confianza. Y no menos vital, como los mismos pobladores lo piden una y otra vez, es que a todos los flagelos que padecen no se sume el del olvido. Es un deber ético y moral del resto del país tener presente lo que está pasando en estas comunidades, y para eso quizás haga falta asumir que nuestro destino está también atado al de ellas y al de sus territorios.
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