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Aislados en oración

Los días santos serán con templos vacíos, realidad dolorosa, pero con un significado profundo.

Editorial .
Aunque ahora han salido a flote algunas advertencias de tiempo atrás sobre el riesgo de una pandemia que azotara todo el planeta, es verdad que hace apenas un año a nadie en la tierra se le podía haber pasado por la cabeza que este año los días santos se iban a vivir de la manera como tendrán lugar a partir de mañana para los católicos en el mundo.
Con toda la razón, muchos fieles experimentan desolación y profundo dolor ante el hecho de no poder asistir a ninguno de los rituales y ceremonias propias de la Semana Mayor: el lavatorio de los pies, la visita a los monumentos, la adoración de la santa cruz, el sermón de las siete palabras, la vigilia pascual y la eucaristía del Domingo de Resurrección, entre muchos otros.
En Colombia, es particularmente difícil esta realidad en la medida en que, por razones diversas, la pasión, muerte y resurrección de Cristo han sido conmemoradas con un fervor y una devoción que logran sobresalir entre otras sociedades también de marcada raigambre católica.

Quienes desafían la medida que obliga a permanecer en casa demuestran un egoísmo que, en este caso, puede ser mortal.

Las restricciones sanitarias –necesarias, desde luego– han obligado a millones de colombianos que acostumbraban colmar los templos a acudir a las pantallas para participar, a distancia, en las ceremonias. Una vivencia nueva que en el pasado solo estaba reservada para quienes por motivos de verdadera fuerza mayor no podían desplazarse a las iglesias y que implica, sobre todo, privarse de estar presente, en cuerpo y alma, en un mismo recinto con más creyentes. Algo que, reiteramos, es difícil aceptar, toda vez que la experiencia de comunidad es un pilar del cristianismo.
Pero esta realidad tiene una contracara poderosa: la vivencia de retiro –así sea forzado– que los creyentes están descubriendo por estos días. Por motivos extraordinarios, esta cuaresma ha sido de privaciones, ayunos y reflexión, rasgos que otrora la marcaban junto a la Semana Santa. Sacerdotes, obispos y, en especial, el papa Francisco han insistido en la invitación en ver este acontecimiento no como un castigo de un Dios vengador, sino como una oportunidad que este brinda para buscar el silencio y por esta vía redescubrir e interiorizar el hecho de que no estamos solos. Enfrentar así la verdad de que, como lo expresó el pontífice en su bendición urbi et orbi de hace unos días, navegamos todos, sin excepción, en la misma barca.
Y es justamente esta la reflexión que tal vez no han hecho aquellas personas que, sin un motivo válido, han burlado la orden de permanecer en casa. Quienes salen de sus hogares, en abierto desafío a una medida –que no es ni mucho menos un capricho sino una directriz necesaria para evitar un colapso del sistema de salud, con el colosal costo en vidas humanas que este acarrearía–, actúan de una manera absolutamente reprochable y merecen no solo la sanción que estipula la ley, sino también una sanción social. Sobre todo, aquellos que abandonan ciudades como Bogotá para desplazarse a zonas rurales en las que todavía no se han registrado casos de covid-19 y en las que la infraestructura hospitalaria tiende a ser deficiente. Por la razón que sea, ignorancia o arrogancia, quienes así obran están haciendo gala de un egoísmo que, literalmente, puede ser mortal.
EDITORIAL
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