Lunes 26 de septiembre del 2016. ¿Quedará registrado en la historia de Colombia el día de hoy? ¿Se aprenderán la fecha los futuros escolares y los académicos que aún no han nacido? ¿La abreviarán con esos guiones, 26-S, y tendrá una “recordación” similar al 11-S, o será otra ceremonia protocolaria, de tantas que hemos visto?
“La guerra en Colombia ha terminado”, declaró el presidente Santos, con esa frase tan definitiva, ante la Asamblea General de la ONU el miércoles pasado, y hoy se firma el Acuerdo en Cartagena para finalizar 52 años de conflicto armado con las Farc, según las cuentas oficiales. Casi toda la vida de casi todos nosotros ha transcurrido suspendida –y en suspenso– sobre ese guion que se usa para separar los periodos de la historia. ¿1964-2016? ¿Será cierto que podemos escribir este año, 2016, después del guion, para cerrar este capítulo? Y cabe también la misma pregunta sobre la cifra del comienzo: ¿cuántos años antes de 1964 habrá que remontarse para encontrar el comienzo de este conflicto, en tantos otros conflictos mal cerrados?
Resulta tan inevitable tener dudas, como inevitable también sentir el privilegio de despertar hoy sin saber si lo que comienza es una semana de trabajo o una época distinta. “Una Nueva Colombia”, se ha proclamado con un entusiasmo ingenuo, similar al de las celebraciones de año nuevo, y es extraño porque sabemos que todo va a seguir igual al día siguiente, pero que a la vez será distinto: que hay un tiempo que se está yendo y que aquí estamos hoy nosotros, empezando a verlo irse. (Perdón por tantos gerundios, pero no encuentro otro modo para expresar este momento).
No son más que fechas, por supuesto. Cortes rituales, convenciones que le hacemos a ese ‘continuum’ del tiempo para marcarlo con nuestra necesidad de dar sentido, de convertir las cifras en periodos y fingir que nuestros deseos son órdenes: que los símbolos prevalecen sobre los instintos de este loco país y de este loco mundo y de nuestros propios instintos. Sin embargo, en estas conmemoraciones es inevitable recordar a los que ya no están: a tantos que dudaron y creyeron, las dos cosas a la vez, como nosotros, y lucharon de formas tan diversas por un país distinto que no vieron. Aunque hoy sigamos divididos como antes –como siempre–, evoco a mis queridos muertos y se me ocurre que les gustaría abrir los ojos este 26 de septiembre y leer los titulares de la firma de un acuerdo con las Farc.
¿Cuántas generaciones serán necesarias para imaginar otras posibilidades de vivir sin congregarse y armar la vida alrededor de un enemigo? ¿Cómo emprenderemos un proceso de reconciliación que pueda albergar tantas versiones y tantas tensiones que hoy siguen gravitando encima de nosotros? ¿Cómo curar las heridas que siguen abiertas y la inequidad tremenda, la misma que hoy se asomará en las ceremonias –aunque tratemos de ocultarla–: la que llena las calles de esa ciudad de los festejos y de todas nuestras ciudades? ¿Cómo educaremos a esos que estudiarán las fechas de hoy como parte de una historia muy lejana, para que no se vean forzados a repetirla?
Con toda la incertidumbre y con tanto que hay por resolver, es un privilegio escribir en estas páginas en un día como hoy. Escribir para dejar constancia de las preguntas tan difíciles que debemos hacernos y del trabajo colosal que afrontaremos cuando se acabe la euforia de estas fiestas, y los invitados extranjeros regresen a sus países y vuelva a ser lunes otra vez, como si fuera el primer día de un siglo nuevo. Entonces habrá que comenzar un largo duelo, con todos esos altibajos y todas esas emociones propias de los duelos. Y hacer lugar –real, pero también simbólico– a los que vuelven de la guerra.
YOLANDA REYES