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Tareas para después de la marcha

Tareas para después de la marcha

El miedo de sacar trapos del clóset reafirma la obsesión por la apariencia.

Por razones de oficio, estoy acostumbrada a leer entre líneas las pasiones (y los miedos) que circulan bajo las preguntas de los padres y las madres, pero no recuerdo, ni en los tiempos más crueles de la guerra, una crispación y una confusión como las que se manifestaron la semana pasada en Colombia. A la manera de un pre-Icfes, este simulacro de plebiscito trasladó la demanda de respuestas del tipo sí o no (Procurador versus Ministra; apoyo o rechazo de la marcha), hacia preguntas íntimas y silenciadas durante siglos de esmerada educación. ¿Qué hago si mi hijo se quiere poner el uniforme de las niñas?

El miedo de sacar trapos del clóset, especialmente de los armarios del colegio, reafirma la obsesión por la apariencia (la presentación personal, el uniforme) que es una de nuestras marcas de país y que le debemos a la escuela. Ese miedo a tener hijos homosexuales hace parte de un silencio tapiado entre los muros de esa escuela –nuestra escuela–, que prohibió el ingreso de “cosas innombrables” (el sexo, la enfermedad mental, las diversidades cognitivas, culturales y raciales, entre tantas), con la ilusión según la cual lo que no se nombra no existe. Sin embargo, a la manera del silencio sísmico, la tierra de este país y la escuela se están reacomodando con una estridencia proporcional a esos siglos de silencio.

Decir la última palabra sobre educación sexual es eludir la urgencia de un debate argumentado que no puede ser coyuntural ni mucho menos electoral. No existe una vida humana que sirva de modelo único y hay diversas posturas epistemológicas, culturales y religiosas en conflicto que, en buena hora, comienzan a expresarse. Sin embargo, si quedara resonando en las familias la necesidad de consultar conceptos técnicos como los emitidos por asociaciones de psicólogos y de psiquiatras del país o por organizaciones como Colombia Diversa, entre tantos que circulan por la red, podría comenzar a caer ese prejuicio sobre la identidad y la orientación sexual como algo que se imita o se contagia, lo cual ayudaría a dar opciones para asumir la de cada quien durante ese proceso de maduración física y psicológica que ocurre (o solía ocurrir mayoritariamente, antes de internet) entre la casa, la escuela y los linderos conocidos.

Por ese simple hecho de estar en red con todo el mundo, resulta ingenuo reclamar en exclusiva para el hogar la educación sexual de estos hijos que tienen el mundo entero, con toda la información en los pulgares de sus manos, y que no logran entender qué es exactamente lo que los adultos vociferan en su nombre, mientras ellos se quedan cada vez más solos. De ahí la urgencia de emprender este debate pendiente sobre educación y convivencia, sin desconocer las cargas emocionales, los dolores, las cicatrices y los prejuicios que arrastramos desde nuestros tiempos escolares, pero intentando tomar una distancia que nos ubique en el lugar de la sensatez: en el lugar de los adultos.

La institución educativa, ese escenario que, con todas sus fallas, es el lugar al que la sociedad le ha delegado el diálogo generacional entre maestros, padres y estudiantes, y el trabajo interdisciplinario para intentar aproximarse, desde la pedagogía, la psicología, la filosofía y tantos saberes, credos y culturas, a la complejidad cambiante de los seres humanos, afronta un desafío sin precedentes. Comenzar ese diálogo lento y difícil en el que puedan caber todas las diversidades y en el que sea posible conversar, más allá de los trinos, de las pancartas y del bullicio de las marchas, con el lenguaje que justamente allá se enseña (el de la lectura, la escritura y el debate argumentado), es la tarea inmediata para la semana que hoy comienza.

YOLANDA REYES

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