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Privatizar el cielo… abierto

Crisis humanitaria crece mientras que en los restaurantes pedimos que gente con hambre no “moleste”.

Yolanda Reyes
Un señor camina en Bogotá por la 85 con 13, con una bebé en brazos y otra chiquita de la mano. Otro señor, con chaqueta amarilla como de “defensa civil” o de seguridad –no sé cuál es el eufemismo–, le niega el paso frente a esas vallas que se usan para privatizar el espacio público, y que todos los colombianos hemos visto en festivales “exclusivos”. Las vallas, con publicidad de cervezas como Club Colombia, se pueden abrir y cerrar discrecionalmente (como un club que se reserva el derecho de admisión), según el criterio de esos “agentes privados” vinculados a los restaurantes que participan en ‘Bogotá a cielo abierto’.
Ese programa, similar al que se ha hecho en muchas ciudades para aliviar la crisis de los restaurantes y ampliar su aforo, peatonalizando algunas calles, que funciona en diez localidades, ha tomado en Bogotá esa forma “particular” con la que solemos entender el derecho al uso del espacio público y que, más allá de nuestras calles, está instalada en nuestra psique. Antes del ‘cielo abierto’ ya era imposible transitar por esa calle de restaurantes debido al bloqueo de inmensas camionetas, con guardaespaldas y “personajes”, como se denominan aquí a los que usan esas camionetas.
La escritora Carolina Sanín pasaba por esa calle e hizo la pregunta clave: ¿por qué el señor no puede transitar por el espacio público? ¿Cuál es el “criterio de selección”? La primera respuesta que recibió fue: “Porque molestan y piden en las calles”, y la otra respuesta del señor de chaqueta amarilla fue la de alejarse sin contestar, como diciendo “yo no tengo que explicar mis decisiones; yo solo obedezco a mis patrones”.
La escritora le preguntó de dónde era al señor al que se le había impedido el tránsito, y él respondió, casi sin aire, detrás de esas máscaras que ahora no dejan salir la voz, que era venezolano. (Venezolano, casi sin voz, pero no solo por falta de aire, sino como quien dice una palabra prohibida). Ella filmó la escena y la mostró en Twitter, y unas quince personas la acompañaron ayer a apartar las vallas. Los agentes privados los filmaron con sutil hostilidad, pero no se atrevieron a hacer más porque ellos también los estaban filmando.
Unos días antes, un ciudadano fue asesinado en un bus del sistema TransMilemio, a pocas cuadras de ese ‘cielo abierto’ de la 85, y la alcaldesa López declaró, en un consejo de seguridad: “No quiero estigmatizar a los venezolanos, pero hay unos que nos están haciendo la vida de cuadritos”. Sus palabras y la amenaza de deportar “inmediatamente” a los que cometan algún delito suscitaron reacciones de protesta (pero también de adhesión) frente al contenido xenófobo de sus palabras.
Las dos escenas no ilustran, sin embargo, conductas nuevas producidas por la pandemia, sino barreras simbólicas que están en nuestra idea de nación: esa especie de ‘triage’ que cualquier “agente” sabe hacer y que es el mismo que aquí todos sabemos que sabemos hacer para excluir por ropa, color de piel, nacionalidad, forma de caminar y hablar, pero casi siempre por el grado de pobreza. En ese ‘triage’ descansan el modelo de las Convivir y el ideario del paramilitarismo, que se han presentado como la acción de los civiles para “encargarse” del trabajo del Estado y “aliviarlo” de lo que no logra hacer, con la cooperación de los particulares.
Ese modelo que tomará muchas generaciones en ser desactivado no puede ser, ni velada ni explícitamente, el de Bogotá. Por eso la veeduría ciudadana frente a las talanqueras puestas por los particulares, y también frente a las declaraciones de la alcaldesa son indispensables en esta catástrofe humanitaria que se recrudece mientras comemos en restaurantes y pedimos que la gente con hambre no “moleste”.
YOLANDA REYES
Yolanda Reyes
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